8 hábitos que ayudaron a los grandes filósofos a pensar mejor

Conversar, pasear, escribir, irse de vacaciones e incluso tomar café

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'La escuela de Atenas', de Rafael. En el centro están Platón (señalando arriba) y Artistóteles (señalando abajo). En la escalera está Diógenes (de azul) y abajo, sentado, Heráclito
'La escuela de Atenas', de Rafael. En el centro están Platón (señalando arriba) y Artistóteles (señalando abajo). En la escalera está Diógenes (de azul) y abajo, sentado, Heráclito

Los filósofos también tenían sus costumbres. Unos daban clase mientras caminaban. Otros tomaban café cada día. Los había que preferían estar solos. Y otros no perdonaban ningún día su horario estricto. El País lanza el domingo 25 de enero una colección de 30 libros dedicados a los grandes filósofos de la historia, así que aprovechamos para repasar algunos de estos hábitos y los motivos por los que les funcionaron.

1. Dialogar. Platón escribió todas sus obras en forma de diálogos. En ellos, Sócrates planteaba preguntas que introducían dudas en los argumentos contrarios, ayudando a descartar ideas hasta encontrar la verdad. Es decir, conversar es una técnica muy útil para poner en claro y a prueba nuestras ideas.

Según William Isaacs, autor de Dialogue and the Art of Thinking Together y director del Dialogue Project de la MIT, para que un diálogo nos ayude a aprender, debemos suspender nuestros prejuicios y puntos de vista. Por supuesto, hay que escuchar, y no planificar qué diremos o cómo le daremos la vuelta a la conversación. También es importante hacer preguntas, pero no como trampas, sino con el objetivo de explorar un tema que ignoramos.

2. Caminar. Aristóteles fundó la llamada escuela peripatética, que significa “ambulante” o “itinerante”, dado que al filósofo le gustaba caminar mientras impartía sus clases. Caminar nos ayuda a pensar: la memoria y la atención mejoran después de caminar (y de hacer ejercicio) y cuando paseamos de forma habitual, se crean nuevas conexiones neuronales. Además, un estudio de la Universidad de Stanford publicado en 2014 demostró que dar un paseo ayuda a llevar a cabo tareas que exigen creatividad.

3. Escribir. Michel de Montaigne se retiró a su castillo en 1571, cuando contaba con 38 años de edad, y se dedicó a escribir sus ensayos desde entonces y hasta su muerte en 1592. Montaigne se mostraba escéptico acerca de sus conocimientos y usó sus textos para intentar responder a la pregunta: “¿Qué sé yo?”. Es decir, como Sócrates, pero sustituyendo el diálogo con otras personas por la conversación consigo mismo gracias a la pluma y el papel. 

Aunque en vida Wittgenstein sólo publicó el Tractatus Logico-Pholosophicus, este filósofo también escribió cuadernos y diarios que se publicaron tras su muerte, como en el caso de las Investigaciones Filosóficas. Para él, escribir era otra forma de reflexionar: “Realmente pienso con mi pluma, pues a menudo mi cabeza no sabe nada acerca de lo que mi mano está escribiendo”, dijo en Cultura y valor.

4. Leer. Popper y Wittgenstein sólo coincidieron una vez, pero se cayeron tan mal que sustituyeron el diálogo socrático por un atizador. Al margen de esta disputa y centrándonos en las costumbres del austriaco, Popper habló en más de una ocasión acerca de la biblioteca de su abuelo, gracias a la que se aficionó a la lectura. Además de los beneficios y el placer obvio de esta actividad, hay estudios que demuestran que leer mantiene el cerebro en forma e incrementa la empatía. Además, leer nos hace más sexis, ya que la lectura incrementa la inteligencia y la inteligencia es un atributo que deseamos en nuestras parejas.

5. Pasar tiempo a solas. Arthur Schopenhauer no sólo era un misántropo, sino también y sobre todo, un solitario. Los compromisos sociales suponían para él una obligación y una continua impostura y aseguraba que los hombres de valor intelectual sólo pueden tener un puñado de amigos, y eso como mucho. Nietzche era otro solitario empedernido que, además, también caminaba varias horas al día.

Aunque no hace falta convertirse en un ermitaño (de hecho, la soledad extrema puede ser perjudicial para la salud), hay que saber estar a solas y disfrutarlo. La soledad nos permite desconectar con más facilidad y centrarnos en nuestros pensamientos. También nos ayuda a controlar mejor nuestro tiempo y dedicarlo a lo que realmente queremos hacer: escribir, leer, descansar… Y aunque la cooperación y el diálogo son importantes, estar solo también es indispensable para estimular la creatividad, ya que ayuda a trabajar sin interrupciones y con libertad, sin sentirnos juzgados.

En lo que se refiere a la filosofía, hay que recordar que nunca estamos realmente a solas, ya que siempre mantenemos una conversación con nosotros mismos. Como escribió Hannah Arendt, “en soledad siempre surge un diálogo, porque incluso en soledad siempre hay dos”.

6. Tener un horario. De Kant se decía que uno podía poner el reloj en hora cuando salía a dar su paseo diario. El poeta Heinrich Heine llegó a escribir que el reloj de la catedral de Köninsberg “completaba sus tareas con menos pasión y regularidad que su conciudadano Immanuel Kant”. Cada día se levantaba a las cinco de la mañana y tomaba una o dos copas de té suave. Tras meditar mientras fumaba su pipa, daba clase de 7 a 11, para después almorzar, pasear y conversar con su amigo Joseph Green antes de volver a casa. Le irritaban las interrupciones y los cambios, incluso aunque se tratara de un simple árbol que creció hasta tapar un campanario que veía desde su despacho: hubo que talarlo. Eso sí, también se permitía algún trago de vino y partidas de billar.

Aunque el caso de Kant es exagerado, es importante contar con un día estructurado y con un calendario para nuestros proyectos: la planificación reduce el estrés, ayuda a definir objetivos y permite evaluar cómo progresan nuestras tareas. Organizarnos también nos permite reservar tiempo para pensar en nuestro trabajo, una actividad que es tan importante como trabajar. De hecho, el propio Kant dedicaba las noches a reflexionar y a lecturas amenas.

7. Tomar café (y otros pequeños placeres). Søren Kierkegaard era otro paseador compulsivo y escritor a diario (y de diarios). Además, después de cenar tomaba café y una copa de jerez, según explica Mason Currey en Daily Rituals. Buena idea: la cafeína aumenta la atención y los niveles de energía, y ayuda tanto a la memoria a largo plazo como a las funciones cognitivas en general, entre otros beneficios. Aunque el alcohol tiene muchos más riesgos que la cafeína, su consumo moderado también presenta efectos cognitivos positivos, en especial para prevenir el deterioro propio del envejecimiento. También se ha asociado a una mayor creatividad. Recordemos que estamos hablando de una copa, no de una botella.

8. Descansar. Los pequeños placeres son importantes, pero hay que tener cuidado con los que escogemos. En el ya mencionado libro de Currey, podemos leer acerca de los hábitos diarios de Sigmund Freud, que seguía un horario casi tan estricto como el de Kant, también incluyendo caminatas por la ciudad. Asimismo, le gustaba meditar, aunque para hacerlo escogiera a menudo las comidas. Esto fastidiaba a sus frecuentes invitados, que se veían obligados a conversar con el resto de la familia. Pero su placer favorito era el tabaco, que no dejó ni a pesar de la treintena de cirugías para intentar contener el cáncer que acabaría con su vida. También era consumidor ocasional de cocaína.

Es decir, si hay que imitar a Freud, mejor quedémonos con sus tres meses anuales de vacaciones. Aunque quizás no podamos permitirnos tanto tiempo, es importante recordar que, como publicaba Scientific American, los descansos incrementan la productividad, mejoran nuestra atención y nuestra memoria, y también impulsan nuestra creatividad. Ya sean semanas en la montaña o una mera siesta de media hora, hacer el vago de vez en cuando “es tan indispensable para el cerebro como la vitamina D para el cuerpo”.

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