Vivo y trabajo en un faro desde hace 43 años

Lo mejor del trabajo es la conexión íntima que estableces con la naturaleza. Lo peor, los naufragios

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El 18 de noviembre de 1965, en la Costa da Morte, se hundió el Banora, un barco marroquí cargado de naranjas. Todos los tripulantes sobrevivieron al naufragio y algunas playas quedaron sembradas de naranjas. Todavía recuerdo aquel día, por la extrañeza de ver la fruta desparramada sobre el agua y la arena, y también porque ese día fui consciente de la hermosura del faro del cabo Vilán, que se recortaba, imponente y precioso, sobre el horizonte.

De pequeña jamás había imaginado que acabaría siendo farera. Lo que sí soñaba era con ser maestra. Y lo hice durante un tiempo. Mi padre enfermó joven y yo empecé a trabajar pronto. Mi habilidad como mecanógrafa -alcanzaba las 600 pulsaciones por minuto- me valió un puesto en la Cofradía de pescadores de Camariñas. Y, por las tardes, daba clases a los niños del pueblo. Muchos aprendieron a leer y a hacer cuentas conmigo.

Así transcurrió mi vida hasta que, en 1972, el hijo del farero, mi novio, me planteó la posibilidad de que nos presentáramos a las oposiciones a fareros. Aquel año solo tres mujeres nos sacamos la oposición y nos convertimos en las primeras fareras de España. A partir de ahí, empezó nuestra vida junto al mar. Y empecé a entender por qué los faros son tan magnéticos, por qué agitan algo profundo en las personas.

Durante mis 43 años de profesión, el trabajo en el faro ha cambiado mucho por la automatización de algunos procedimientos. Antes, cada seis horas teníamos que subir los 250 escalones del faro. Ahora, apenas los subo una vez al día, para comprobar que todo funciona correctamente. Al principio, solo teníamos que ocuparnos del faro en el que vivíamos. Y ahora llevo el mantenimiento de todos los faros desde Laxe hasta Fisterra.

La vida en el faro tiene ventajas y desventajas. Entre las ventajas se encuentra la conexión íntima que estableces con la naturaleza. Nunca hay dos puestas de sol iguales. Los colores cambian según la época del año. Y, aunque pase el tiempo, sigues detectando formas nuevas en las rocas. Una mañana encuentras en ellas una muela. Más tarde, una calavera.

Estos días, uno de mis hijos me ha dejado su perro a cargo. El perro se ha pasado la noche ladrando. Ladraba y ladraba al mar. Lo hacía porque la corriente estuvo toda la noche agitando las piedras, lo que provocaba un ruido constante, como cuando mueves la espumadera en un caldo. En todo este tiempo he aprendido a dialogar con el mar.

Otra de las cosas maravillosas del faro es que me ha permitido trabajar cerca de mis hijos. El faro, en su base, tiene dos plantas, que albergan cuatro viviendas. Mis hijos, mi marido y yo ocupábamos dos de las viviendas. Las otras dos eran para el resto de personal del faro. Entonces no era tan común como ahora, y yo tuve el privilegio, la alegría y la felicidad de ver a mis hijos corretear por el entorno maravilloso del faro, donde jugábamos buscando piedras de cuarzo y enamoradeiras.

Las enamoradeiras son unas flores que crecen alrededor del faro, un lugar poco dado a la vegetación. Estas florecitas están cargadas de leyenda: se dice que si estás enamorada debes colocar una de ellas en el bolsillo de tu amado. Yo nunca lo he probado, pero ahí perdura la tradición con el paso de los años.

La Costa da Morte, como estas florecitas, está cargada de leyendas. Se cuenta que en 1905, igual que durante mi niñez había naufragado un barco cargado de naranjas, se fue a la deriva un barco repleto de acordeones. Las naranjas, por lo menos, legaron una estampa memorable alfombrando las playas. Los acordeones, en cambio, compusieron una sinfonía espectral que aquella noche robó el sueño a los vecinos de la zona.

Este faro, que fue el primero eléctrico en España, se inauguró en 1896, poco años después del hundimiento de The Serpant, un buque inglés en el que, como mínimo, murieron 173 guardamarinos. A seis kilómetros de este faro hay un cementerio inglés, donde recibieron sepultura los muertos en aquella tragedia.

Puede que en la labor de farero, como decía, hayan cambiado muchas rutinas. Pero lo que no ha cambiado ni un ápice es la ferocidad de las tempestades: he llegado a ver olas que superaban, amenazantes, los veinte metros de altura. Esos días parece que el faro va a ser devorado por el mar.

Los momentos más desagradables de este trabajo llegan a la hora de desplazarse de un faro a otro, en plena tempestad, para arreglar alguna avería. En el reciente temporal, por ejemplo, me crucé con árboles arrancados de cuajo, como esqueletos abandonados.

El viento nos ha dado sustos grandes. Una ráfaga, en una ocasión, transportó a mi hijo varios metros por el aire, hasta que fue a dar con un muro. Yo acudí en su ayuda y el viento también me transportó. Por último, acudió un compañero para ayudarnos y aún recuerdo cómo el viento le arrancó uno de sus zuecos.

Pero, más allá de las tempestades, el verdadero drama de este trabajo son las desapariciones de los trabajadores del mar y los naufragios que cuestan vidas.

Los percebeiros a menudo se cambian de ropa a los pies del faro: se ponen sus trajes de neopreno, se acercan a las rocas y ahí quedan sus ropas para recogerlas más tarde, cuando ya han atrapado suficientes percebes. En una ocasión, una ola maldita se llevó a uno de los percebeiros y nunca pudo recoger su ropa, que quedó abandonada junto al faro:

"Y Vicente, ¿cuándo va a venir a por su ropa?", me preguntaban mis hijos, todavía pequeños para entender lo que había ocurrido.

Es cierto que los barcos grandes ahora poseen modernos sistemas de navegación y transitan su carril como rebaños obedientes. La luz del faro no es tan necesaria para ellos. Pero sí lo es para las embarcaciones pequeñas que, además, suelen tripular personas del pueblo. Con ellos también he establecido una conexión íntima: ellos me agradecen que, desde lo alto del faro, de alguna manera esté velando por ellos.

Sin embargo, en ocasiones, la luz de mi faro no es suficiente. Hace ya tiempo una pequeña barca se fue a la deriva. A bordo se encontraban tres chicos del pueblo. Uno de ellos no sabía nadar, así que permaneció agarrado a la barca. Los dos restantes, que sí sabían, comenzaron a dar brazadas. Pero, por culpa de la niebla, lo hicieron en la dirección equivocada, alejándose cada vez más de la orilla. De los tres, solo sobrevivió el que no sabía nadar.

Una de las víctimas había sido alumno mío, de la época en la que trabajé como profesora. Había aprendido a escribir y a hacer cuentas conmigo. Y el mar lo engulló a los pies de mi faro.

Así es el mar: hermoso, pero asesino. Siempre se lo dije a mis hijos: el mar acaricia vuestros pies, pero si se enfurece, puede jugar con las embarcaciones como si fuesen de papel. Igual que el mar, ola a ola, ha moldeado la naturaleza, también lo ha hecho con nosotros, los habitantes del faro. El mar nos ha enseñado que todo puede desaparecer en un suspiro.

En los últimos años he tenido la suerte de juntar mis dos pasiones: el faro y la enseñanza. Dos años después de la muerte de mi marido decidimos llevar a término uno de sus sueños y creamos una asociación para difundir la cultura farera. La voz de los sueños es energía que anida en nosotros.

En dos salas vacías del faro conservamos las piezas obsoletas que, de otra manera, se habrían convertido en chatarra. Disfruto especialmente cuando explico a los niños el significado del faro. Llegará el día de mi jubilación y tendré que abandonarlo. Pero, mientras tanto, lucharé para que las personas sepan de qué manera, a través de los faros, las personas dialogaron con el mar, con la vida y con la muerte.

Texto redactado por Álvaro Llorca a partir de entrevistas con Cristina Fernández.

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