Sobreviví de milagro a un accidente en Mundaka, pero he vuelto a surfear

Después de haber surfeado en solitario por medio mundo, sufrí el accidente al lado de mi casa

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En Mundaka
En Mundaka. Cedida por Kepa

El pasado dos de enero surfeaba con unos amigos en la playa de Mundaka y esto es lo que recuerdo: que una ola me puso la zancadilla, que me golpeé la cabeza contra el suelo, que mis brazos y mis piernas ya no respondían a mis órdenes, que perdí la visión, que tuve la conciencia suficiente para pensar durante unos segundos que todo se había acabado y que me desperté en el hospital de Cruces con el siguiente diagnóstico: tres cervicales rotas y una desplazada.

Quien la haya probado, sabrá que la playa de Mundaka tiene unas olas excepcionales. Y eso ocurre, entre otras cosas, porque es una playa poco profunda, lo que, teniendo en cuenta la velocidad a la que surfeaba, hizo que el golpe se pareciese a saltar desde un trampolín sin agua. El diagnóstico podría haber incluido tranquilamente la palabra "milagro": mi médula espinal se salvó por escasos milímetros.

Quienes sepan algo sobre mi trayectoria, ya habrán notado la ironía: tantos años surfeando en playas lejanísimas e inexploradas, para acabar sufriendo un accidente a escasos kilómetros de mi casa. Esa pudo ser, precisamente, una de las razones del infortunio: que bajara la guardia por mi familiaridad con la playa.

Desde que a mis siete años me subí por primera vez a una tabla -y sorprendentemente mantuviera el equilibrio- me he pasado casi toda la vida en remojo. A los 18 años me proclamé campeón de Europa júnior y entonces ya arrastraba mi tabla por aeropuertos y playas de todo el mundo.

El hecho de participar, de los 18 a los 26 años, en el circuito europeo y mundial de surf, me descubrió la primera gran paradoja de mi vida: conforme más viajaba, iba descubriendo un mundo más pequeño. Me consta que yo era un privilegiado, pero en la competición, al final, todo está encorsetado. Poco a poco, fui incubando mucha curiosidad por lo que quedaba en los márgenes del circuito, por los lugares que no visitábamos, por la población local con la que nunca nos mezclábamos.

De ahí que, en 2010, decidiera lanzarme a viajar solo, por todo el mundo, a la caza de olas anónimas. Tengo la sensación de que esa decisión me ha permitido acercarme a la esencia del surf. Aquel paso fue tan importante que aún se lee en mi biografía de Twitter: "Nacido en 1980, renacido en 2010". Ahora, quizás, sería justo que la actualizara: "Nacido en 1980, renacido en 2010 y vuelto a renacer en 2017".

Estar rodeado de mis amigos me salvó la vida en Mundaka. Ellos han rellenado mis escasos recuerdos del accidente y me han contado que un amigo se había caído de la tabla en la ola inmediatamente anterior, justo a mi lado, lo que le permitió llegar fácilmente hasta mí; que entre varios amigos me subieron a la tabla y que me condujeron hasta la orilla; que desde ahí llamaron a la ambulancia y que todo se solucionó con una rapidez asombrosa.

Una vez recuperada la conciencia, y habiendo descartado cualquier lesión irreversible, me preguntó el médico:

-¿Volverás a surfear cuando te recuperes?

-Que no te quepa duda.

En el hospital. Cedida por Kepa

De mi recuperación también recuerdo que, en una de las paredes del hospital, casualmente al lado del quirófano donde me operaron, colgaba un póster enorme de la reserva de la biosfera de Urdaibai, donde se localiza Mundaka. Y cada vez que lo miraba, recitaba para mis adentros: "Tengo que volver pronto, tengo que volver pronto".

Y he conseguido volver pronto. En un principio, los médicos me citaron para conocer mi evolución en mayo. Y el dos de marzo, cuando se cumplían dos meses del accidente, ya estaba otra vez en el agua. Al principio, lo hice en una esquina de la playa, cogiendo espumas, como el chaval de siete años que con el rabillo del ojo mira a los surfistas más experimentados, deseando unirse pronto a ellos.

Ahora he empezado a surfear con más normalidad, aunque todavía sin encaramarme a las olas más grandes. Dentro de unas semanas viajaré a Escocia en compañía de unos amigos, con unas bicicletas y nuestras tablas. Y en agosto, además, viajaré a Indonesia. Pero soy consciente de que debo de hacer las cosas despacio, que no debo ponerme grandes metas hasta que mi cabeza haya recobrado una seguridad plena.

Además de la gran labor de los médicos, creo que mi bagaje como surfista me ha servido para enfundarme tan pronto el neopreno. Al fin y al cabo, mi personalidad ya es indistinguible de mis viajes, que me han enseñado:

La osadía. Antes de embarcarme en mi primer viaje en solitario, en 2010, a Namibia, tuve miedo. Pero no dejé que aquella sensación me paralizase y ahora, cada día, celebro la osadía de aquel primer viaje. Es por eso que ahora cuento los días para volver a surfear las mismas olas que causaron mi accidente.

La persistencia. Salir al encuentro de olas inexploradas requiere mucha paciencia. En ocasiones, he pasado largas horas mirando el mar, acampado, en países lejanísimos, rodeado de selva o desierto, estudiando el comportamiento de las olas, de las corrientes, de las mareas y del viento. Pero nunca he tenido prisa. Esa espera, a veces, cristaliza únicamente en dos horas de buenas mareas. O en un par de olas majas. O ni siquiera en eso. Pero esa incertidumbre también forma parte del viaje.

La soledad. Quedarse solo es uno de los grandes miedos de nuestra sociedad. Y reconozco que, en ocasiones, se me ha hecho cuesta arriba. Durante un viaje a Alaska, en un momento dado, me sentí tan solo que empecé a tocar los timbres de las casas. Cuando me abrían las puertas, les preguntaba por el camino hacia Anchorage, aunque lo conocía perfectamente. Pero esto solo es una nota al pie entre la infinidad de páginas que componen mi biografía surfera. El hecho de viajar solo, por lo general, me ha permitido penetrar con más facilidad en las comunidades locales, porque no he generado el recelo de los viajeros grupales. Y, además, al final siempre existe la posibilidad de sumarse a otros grupos. Como escribió Hemingway: "Y se dio cuenta de que nadie jamás está solo en el mar".

La simpleza. Creo que los grandes ideales (la felicidad, la paz y la libertad) son mucho más simples de lo que, en ocasiones, nos empeñamos en creer. De ahí que sea posible encontrarlos en lugares sencillos, como el mar y la naturaleza. Y me ocurre algo parecido con las personas: aunque no dispongan de muchas posesiones materiales, no hay nada tan generoso como que te hagan entrega de su ayuda, de su conversación, de su amistad, de su cariño.

La magia. No se me ocurre otra palabra que no sea "magia" para describir la sensación de surfear dentro de un tubo de dos kilómetros y medio como el que yo me encontré en Namibia.

La empatía. Lo mejor de mis viajes probablemente sea entrar en contacto con otras formas de vida. Eso sí, conviene poner algo de tu parte, por lo que siempre intento aprender algunas palabras en la lengua local, no tanto para comunicarme, sino como señal de respeto. La empatía, al fin y al cabo, es el lenguaje universal.

Los sueños. No me enorgullece tanto haber surfeado en lugares remotos como el hecho de haberme atrevido a perseguir mis sueños.

Efectivamente, he absorbido grandes lecciones en mis viajes, pero también le debo algunas enseñanzas a mi accidente. Por ejemplo, estos meses he desarrollado una sensación de agradecimiento que me gustaría conservar para siempre, que no quisiera que se diluya en el día a día.

Y ahora valoro todavía más aquello que me rodea. Esta es otra de las grandes paradojas de mi vida: tantos viajes no han restado un ápice de importancia a las cosas más cercanas, sino que las han engrandecido. Siempre he procurado estar pendiente de mis seres queridos, pero tras el accidente he tenido más claro que hay que reverenciar a quienes piensan que, estando tú, el mundo es mejor.

Durante mi rehabilitación, he dado muchas vueltas a una anécdota. Mi madre, antes de cada viaje, suele prepararme un bocadillo de tortilla. Y justo antes de emprender un viaje de tres meses a Brasil, cuando mi padre me llevaba en coche a la estación de autobuses de Bilbao, punto de partida de mi viaje, nos dimos cuenta de que me había dejado la bolsa con el bocadillo. Nos dio rabia, pero seguimos adelante para llegar a tiempo. Y justo en el momento mismo en que se cerraban las puertas del autobús, mi madre asomó la cabeza y me entregó la bolsa. Ella también se había dado cuenta de nuestro olvido, se subió a su coche y nos alcanzó para que el ritual del bocadillo no se quedara a medias. Esta escena, cargada de ternura, es una de las que más recuerdo de aquel viaje, pese a que ni siquiera había llegado a mi destino.

Ahora tengo más claro que nunca que hasta los detalles más pequeños también forman parte de nuestro gran viaje.

Texto redactado por Álvaro Llorca a partir de entrevistas con Kepa Acero.

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