Cambiar de opinión no está bien visto. Sólo hay que pensar en cómo se rescatan artículos de juventud de políticos para dejarles en evidencia o cómo se recuerda, por ejemplo, que determinados periodistas conservadores fueron de extrema izquierda cuando estudiaban en la universidad. Por eso no nos extraña el consejo del escritor valenciano Joan Fuster: “Reivindica siempre el derecho a cambiar de opinión, es lo primero que te negarán tus enemigos”.
Cuando alguien cambia de idea, lo vemos como una falta de coherencia, en lugar de como un ejercicio de rigor. Y si somos nosotros los que modificamos nuestro punto de vista, lo vemos como una rendición, como si finalmente y tras decenas de conversaciones sobre el tema, nos viéramos obligados a admitir nuestra derrota.
Sin embargo, persistir en un error no tiene nada que ver con ser fiel a unos principios. Y además y como mínimo, deberíamos ejercitarnos en poner en duda nuestras creencias, para comprobar que no son sólo fruto de la inercia.
Aquí van algunos consejos para practicar la sana costumbre de ponernos en duda a nosotros mismos.
1. Evita el momento “¿pero qué…?”. Es decir, ese instante en el que oyes una opinión contraria a la tuya y la rechazas de plano. Ese rechazo es emotivo y sólo lo racionalizamos y justificamos a posteriori, tal y como explica Michael Shermer en The Believing Brain. Es decir, nos identificamos con una posición que habitualmente heredamos de nuestros padres, nuestro grupo de amigos o por nuestra educación. A partir de ahí seguimos de modo casi automático sus dictados, casi sin cuestionarnos nada al respecto.
Es más, interpretamos las supuestas pruebas de cada argumento según nos interese. Rechazamos la información amenazante y confiamos en la que nos gusta, como se explica en este artículo de Mother Jones acerca de por qué (a veces) no creemos en la ciencia. Este mismo artículo recuerda estudios que demuestran que consideramos sesgados los artículos y trabajos con los que no estamos de acuerdo, mientras que nos parecen mucho más neutrales y trabajados los que exponen opiniones favorables a las nuestras.
2. Por muy abiertos que nos creamos, tendemos a hacer más caso de la gente que es como nosotros: según otro estudio, los votantes del partido republicano estadounidense eran más propensos a dejar de pensar que Barack Obama es musulmán si quien les presentaba las pruebas era un hombre blanco.
Esto es aterrador, pero da una pista acerca de cómo cambiar de opinión: poco a poco. Si tienes dudas acerca de lo que piensas respecto al cambio climático, por ejemplo, lee a alguien que no esté de acuerdo contigo, pero que no exprese una opinión totalmente opuesta, que te caiga bien y que te parezca lo suficientemente inteligente como para suponer un modelo aspiracional. No escuches, al menos de entrada, a ese tipo al que no soportas y que te obliga a cambiar de canal nada más verlo por la tele.
3. Importante: no veas debates televisivos. En estas tertulias sabes de entrada qué va a decir cada uno de los invitados, que suelen venir en representación de un determinado grupo de opinión. Incluso puede que aciertes en las frases exactas. No hay charla, sino un repertorio de dos o tres consignas por cada tema, que se exponen de forma desordenada y con la única intención de convencer a los ya convencidos. Nadie cambia de opinión tras uno de estos espacios televisivos o radiofónicos.
4. Un motivo por el que podemos adivinar qué piensa cada tertuliano es que, como comentábamos antes, nos adscribimos a las ideas de un grupo y nos mantenemos fieles a ellas sin cuestionarlas. Por tanto, hemos de desconfiar de los patrones, especialmente de los nuestros. Es decir, si nos consideramos, por ejemplo, de izquierdas, es muy probable que estemos a favor de la separación entre iglesia y estado, de una ley del aborto más abierta que la actual, de una educación y sanidad públicas, de que los catalanes puedan votar y que tanto los toros como las declaraciones de Aznar nos revuelvan el estómago. Reconocer esos patrones nos puede ayudar a reevaluar nuestras ideas: ¿creemos que hay que subir los impuestos a los más ricos porque es una forma de redistribuir la riqueza o simplemente porque es lo que “nos toca” y después racionalizamos esa opinión?
5. Si crees que esto no te puede pasar a ti y que tú eres una persona racional y juiciosa, haz como Scott Adams, el creador de Dilbert, y escribe una lista de las últimas veces que cambiaste de opinión sobre algo importante. No hablamos de marcas de champú, sino de lo que piensas sobre la vida. En el caso de Adams, entre los 30 y los 39 años sólo dejó de creer en ocho cosas. Y eso que él se considera escéptico. Tras escribir esta lista, tenemos dos opciones: creer que la mayor parte del tiempo tenemos razón en casi todo o estar dispuestos a cambiar de opinión a menudo.
6. Recuerda que no tienes por qué dar tu opinión en cada momento: puedes tomarte tu tiempo, estás en tu derecho de, simplemente, “pasar turno” en el bar. La indecisión es positiva porque es una forma de recordarte a ti mismo que quizás no sepas lo suficiente del tema como para tener una opinión formada, más allá de la reacción emotiva, casi instintiva, de soltar un comentario que parezca adecuado a "los tuyos". La primera respuesta es emotiva e instintiva. Puede que estés de acuerdo con ella, pero no tiene nada de malo que pienses un poco primero.
7. Si nada de esto funciona, escribe tus ideas con la mano izquierda. O con la derecha, si eres zurdo. Aunque parezca ridículo, nos sentimos menos cómodos con lo que escribimos con la mano tonta, en un curioso caso de transferencia psicológica. El mismo estudio sugiere además que la defensa persistente y entusiasta de una idea podría implicar en realidad duda. Es decir, si te enfadas mucho en una discusión de bar y necesitas gritar tu opinión, es muy posible que tú mismo no estés muy seguro de estar en lo correcto.
8. Recuerda que este artículo habla de ti. Y de mí, claro. No de ese amigo con el que discutes habitualmente y que siempre te parece estar equivocado en todo.
En definitiva, la frase "rectificar es de sabios" debería ser algo más que una excusa que soltamos, avergonzados, cuando alguien nos pilla en un error que no podemos justificar.