Hace más de 20 años, el psicólogo Arthur Aron consiguió que dos extraños se enamoraran en su laboratorio. El verano pasado apliqué esta técnica a mi vida, y por eso acabé de pie en un puente a medianoche, mirando a un hombre a los ojos durante exactamente cuatro minutos.
Dejad que me explique. Unas horas antes este hombre me dijo: “Sospecho que, dadas unas cuantas cosas en común, podríamos enamorarnos de cualquiera. Si es así, ¿cómo elegimos a alguien?”
Era un conocido de la universidad con el que me cruzaba de vez en cuando en el rocódromo y que me había llevado a pensar “¿y si?”. Había echado un vistazo a su día a día en Instagram. Pero esta era la primera vez que nos habíamos visto a solas.
“En realidad, hay psicólogos que han intentado hacer que la gente se enamore”, dije, recordando el estudio del doctor Aron. “Es fascinante. Siempre he querido probarlo”.
Supe por primera vez del estudio cuando estaba en mitad de una ruptura. Cada vez que pensaba en irme, mi corazón anulaba la decisión de mi cerebro. Me sentía atrapada. Así que como una buena académica, me volqué en la ciencia con la esperanza de que hubiera una forma más inteligente de amar.
Le expliqué el estudio a mi conocido de la universidad. Un hombre y una mujer heterosexuales entran el laboratorio desde puertas diferentes. Se sientan cara a cara y contestan a una serie de preguntas cada vez más personales. Después se miran a los ojos durante cuatro minutos. El detalle más cautivador: seis meses después, dos de los participantes estaban casados. Invitaron a todo el laboratorio a la ceremonia.
“Probémoslo”, dijo.
Dejadme admitir que nuestro experimento no se ajusta al estudio. Primero, estábamos en un bar, no en un laboratorio. Segundo, no éramos extraños. No sólo eso, sino que ahora me doy cuenta de que una persona ni sugiere ni está de acuerdo en probar un experimento diseñado para crear un amor romántico si esa persona no está abierta a que suceda.
Busqué las preguntas del doctor Aron en Google; son 36. Pasamos las dos horas siguientes pasándonos el iPhone en la mesa, haciendo las preguntas de forma alternativa.
Comenzaron de forma inocua: “¿Te gustaría ser famoso? ¿De qué forma?”. Y “¿cuándo fue la última vez que cantaste a solas? ¿Y para alguien?"
Pero rápidamente se volvieron más inquisitivas.
En respuesta a la provocadora “nombra tres cosas que tú y tú compañero tengáis aparentemente en común”, me miró y dijo: “Creo que los dos estamos interesados el uno en el otro”.
Sonreí y di un trago a mi cerveza mientras enumeró otras dos cosas que olvidé en seguida. Intercambiamos historias acerca de la última vez que lloramos y confesamos una pregunta que nos gustaría hacerle a un adivino. Explicamos nuestras relaciones con nuestras madres.
Las preguntas me recordaron al famoso experimento de la rana en el que el animal no nota cómo el agua se va calentando hasta que es demasiado tarde y está hirviendo. En nuestro caso y como el nivel de vulnerabilidad aumentaba gradualmente, no noté que habíamos entrado en terreno íntimo hasta que ya estábamos dentro, un proceso que típicamente puede llevar semanas o meses.
Me gustó aprender acerca de mí a través de mis respuestas, pero me gustó aún más aprender cosas de él. El bar, que estaba vacío cuando llegamos, se había llenado para cuando hicimos una pausa para ir al baño.
Me senté sola en la mesa, consciente del entorno por primera vez en una hora, y me pregunté si alguien había estado escuchando nuestra conversación. Si lo habían hecho, no me había dado cuenta. Y tampoco me fijé en que la multitud se fue desvaneciendo a medida que se hacía cada vez más tarde.
Todos tenemos una narrativa sobre nosotros mismos que ofrecemos a extraños y conocidos, pero las preguntas del doctor Aron hacen que sea imposible recurrir a ella. Se creó esa especie de intimidad acelerada que recuerdo del campamento de verano: quedarme despierta toda la noche con un amigo nuevo, intercambiando los detalles de nuestras cortas vidas. Con 13 años, lejos de casa por primera vez, parecía natural conocer a alguien tan deprisa. Pero la vida adulta nos ofrece estas circunstancias muy raramente.
Los momentos en los que me sentí más incómoda no fue cuando tuve que hacer confesiones acerca de mí, sino cuando tenía que aventurar opiniones sobre mi compañero. Por ejemplo: “Compartid alternativamente algo que consideréis una característica positiva de vuestro compañero; un total de cinco cosas” (pregunta 22), y “dile a tu compañero qué te gusta de él; sé muy honesto esta vez y di cosas que no dirías a alguien que acabas de conocer” (pregunta 28).
Gran parte de las investigaciones del doctor Aron se centran en cómo creamos cercanía interpersonal. En concreto, varios de sus estudios investigan las formas en las que incorporamos a los demás en nuestro sentido del yo. Es fácil ver cómo las preguntas animan lo que llama “autoexpansión”. Decir cosas como “me gusta tu voz, tus preferencias en cerveza, la forma en la que todos tus amigos parecen admirarte” hace que ciertas cualidades positivas de una persona sean explícitamente valiosas para la otra.
Es realmente sorprendente oír lo que alguien admira de ti. No sé por qué no nos dedicamos a decir cumplidos a todo el mundo todo el tiempo.
Acabamos a medianoche, y terminamos mucho más en acabar que los 90 minutos del estudio original. Miré a mi alrededor, en el bar, y me dio la impresión de que acababa de despertar. “No ha estado tan mal -dije-. Definitivamente menos incómodo de lo que sería la parte de mirarnos a los ojos”.
Él dudó y preguntó: “¿Crees que deberíamos hacer eso también?”
“¿Aquí?”, miré el bar. Me parecía demasiado raro, demasiado público.
“Podríamos ir al puente”, dijo, girándose hacia la ventana.
La noche era cálida y yo estaba completamente despierta. Caminamos al punto más alto y después nos giramos para quedarnos cara a cara. Toqué torpemente mi móvil para poner el cronómetro.
“Vale”, dije, respirando profundamente.
“Vale”, dijo, sonriendo.
He esquiado pendientes empinadas y he estado colgada de una pared rocosa atada con un trozo corto de cuerda, pero mirar a los ojos de alguien durante cuatro silenciosos minutos ha sido una de las experiencias más emocionantes y aterradoras de mi vida. Pasé el primer par de minutos simplemente intentando respirar de forma adecuada. Hubo muchas sonrisas nerviosas hasta que, finalmente, nos sentimos cómodos.
Sé que se dice que los ojos son la ventana del alma, o lo que sea, pero el quid del momento no era sólo que yo estaba mirando a alguien, sino que estaba mirando a alguien que me estaba mirando a mí. Una vez acepté la terrorífica idea de la que me había dado cuenta y di tiempo para que se asentara, llegué a un sitio inesperado.
Me sentí valiente y en un estado de asombro. Parte de ese asombro fue por mi propia vulnerabilidad y parte vino por la extraña forma de fascinación que ocurre cuando decimos una palabra una y otra vez hasta que pierde su significado y se convierte en lo que realmente es: sonidos ensamblados.
Así ocurrió con el ojo, que no es una ventana a nada, sino más bien un conjunto de células muy útiles. El sentimiento asociado con el ojo se desvaneció y me vi impactada por su sorprendente realidad biológica: la naturaleza esférica del globo ocular, la visible musculatura del iris, y el cristal suave y húmedo de la córnea. Era extraño y exquisito.
Cuando la alarma sonó, estaba sorprendida… Y algo aliviada. Pero también sentí una especie de pérdida. Ya estaba comenzando a ver nuestra noche con las lentes irreales y poco fiables de la retrospección.
Muchos de nosotros pensamos en el amor como algo que nos ocurre. En inglés “we fall in love”, caemos en el amor. “We get crushed”, nos aplasta.
Pero algo que me gusta de este estudio es cómo asume que el amor es una acción. Tiene en cuenta que aquello que importa a mi compañero también me importa a mí porque tenemos al menos tres cosas en común, porque mantenemos relaciones estrechas con nuestras madres y porque dejó que le mirara.
Me pregunté qué saldría de aquella interacción. Al menos, pensé que me daría material para una buena historia. Pero ahora me doy cuenta de que la historia no es sobre nosotros; es sobre qué significa tomarse la molestia de conocer a alguien, que a su vez y en realidad es una historia sobre qué significa que nos conozcan.
Es cierto que no puedes escoger quién te ama, aunque he pasado años con la esperanza contraria, y tampoco puedes crear sentimientos románticos basados sólo en lo que te conviene. La ciencia nos dice que la biología importa; nuestras feromonas y hormonas hacen mucho trabajo entre bambalinas.
Pero a pesar de todo esto, he comenzado a pensar que el amor es más flexible de lo que creemos que es. El estudio de Arthur Aron me ha enseñado que es posible -sencillo, incluso- generar confianza e intimidad, que son los sentimientos que el amor necesita para prosperar.
Probablemente te estás preguntando si él y yo nos enamoramos. Bien, lo hicimos. Aunque es difícil darle todo el mérito al estudio (podría haber ocurrido de todas formas), las preguntas nos ofrecieron un camino hacia una relación que sentimos como voluntario y deliberado. Pasamos semanas en el espacio íntimo que creamos esa noche, esperando a ver en qué podía convertirse.
El amor no nos ocurrió. Estamos enamorados porque tomamos la decisión de estarlo.
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Mandy Len Catron da clases de escritura en la Universidad de British Columbia, en Vancouver, y está trabajando en un libro sobre los peligros de las historias de amor.
© The New York Times
Traducción: Jaime Rubio Hancock.
Este artículo se publicó originalmente en The New York Times el 9 de enero, donde en apenas una semana sumó 5,2 millones de lectores y fue compartido 365.000 veces en Facebook y más de 14.000 en Twitter.
Si quieres leer (y probar) las 36 preguntas que se mencionan en el artículo, aquí las tienes.