En campaña, el metro comienza a llegar puntual, los socavones se tapan a toda prisa y se concluyen e inauguran decenas de obras. Todo a tiempo para las elecciones, pero tarde para los ciudadanos, que no dudamos en reprochárselo a los políticos con un a buenas horas mangas verdes (1). Según el Diccionario de dichos y frases hechas de Alberto Buitrago Jiménez, esta expresión se remonta a finales del siglo XV, cuando los Reyes Católicos fundaron el cuerpo de cuadrilleros de la Santa Hermandad, una especie de policía rural que se hizo famosa por llegar siempre tarde. Su uniforme era una casaca con las mangas verdes.
Además de esta sospechosa prisa por terminar lo que deberían haber hecho durante los cuatro años anteriores, los políticos hacen tantas promesas en campaña que parece que podremos atar los perros con longaniza (2). Al parecer esta expresión tiene su origen en una historia, que Buitrago no puede confirmar si es real o una invención. A finales del siglo XVIII, en el pueblo salmantino de Candelario vivía el proveedor real de embutidos don Constantino Rico. A una de las empleadas de la fábrica se le ocurrió lo de “atar a la pata de una silla con una ristra de longaniza a un perrillo que molestaba”. La historia se difundió rápidamente (sin Twitter ni nada) y quedó como “símbolo claro de la opulencia con que se vivía en casa de don Constantino”.
Con tanta promesa, los políticos parece que quieran no sólo tratarnos bien, sino derrochar, tirar la casa por la ventana (3) con tal de complacernos. Esta frase hecha viene de una costumbre un tanto alocada de finales del XVIII y principios del XIX: los ganadores de la lotería instaurada en 1763 por Carlos III “tiraban por la ventana los muebles y enseres viejos para dar a entender que comenzaban desde ese momento una nueva vida de lujo y riqueza”. La costumbre se importó de Nápoles, también bajo control de los Borbones por aquel entonces: en el sur de Italia se arrojan objetos antiguos en Nochevieja como símbolo de un nuevo comienzo.
Pero todos somos conscientes de que esto no es Jauja (4), ciudad peruana fundada por Francisco Pizarro que se convirtió en un símbolo de la placidez y la abundancia: “Se decía que su clima curaba las enfermedades, que allí se producían todos los frutos imaginables y que corrían por los montes ríos de plata, que no eran otra cosa que las vetas de ese mineral que se hallaban en la superficie de la tierra”.
Sabemos que al final nos quedaremos a dos velas (5), expresión que Buitrago explica que tiene varios posibles orígenes, “ninguno descartable”. El primero estaría en los juegos ilegales de cartas, que se hacían a oscuras. Quien se encargaba de la banca, se acercaba un par de velas para contar el dinero y, si lo perdía todo, se quedaba “a dos velas”. Segundo: en las iglesias, tras la misa, sólo quedaban dos velas encendidas delante del sagrario. Tercero: un barco en tormenta o abordado, “navega fatigosamente sólo con dos velas”. Cuarto: una referencia “a los mocos que, como si fueran gotas de cera, cuelgan de la nariz de los niños”, imagen que se asocia frecuentemente a la pobreza.
Sabemos que en las promesas de los políticos hay gato encerrado (6) y que nos van a acabar dando gato por liebre (7). En los siglos XVI y XVII era costumbre guardar el dinero en gatos, que eran bolsas hechas con la piel de estos animales. “A los avaros incluso se los llamaba atagatos”, cuenta Buitrago, que añade que estas bolsas se escondían (se encerraban) cuidadosamente. A los ladrones también se los llamaba gatos precisamente por este motivo. (Ojo: a los madrileños se les llama gatos por otra historia). En cuando a lo de dar gato por liebre, el dicho viene de la costumbre de ventas y hosterías de cocinar carne de gato haciéndola pasar por liebre, conejo o cabrito, gracias a su “parecido físico una vez desollados” y a sus sabores similares “si previamente se metían en adobo”.
Lo que sí está claro es que los políticos nos van a dar la lata, el latazo o la chapa (8). Estos dichos tendrían su origen en las cencerradas de muchos pueblos, en las que se hacían sonar cencerros o se arrastraban latas vacías en Carnavales y Navidad, aunque Buitrago añade que, según Dámaso Alonso, en este caso la lata sería un palo o una estaca (del latín latta, vara), con lo que la expresión sería similar a dar la paliza o dar la vara (9). Es decir, son tan pesados como si nos estuvieran dando palazos.
Lo peor es que los políticos hablan sin decir nada, con tal de no molestar a nadie y no perder votos, por lo que sus discursos no son ni chicha ni limoná (10). La chicha es una bebida refrescante habitual en algunos países sudamericanos que se obtiene fermentando cebada, maíz y piña en agua. Es decir, estos discursos no tienen carácter, no son ni una cosa que la contraria.
No hay duda: en campaña unos y otros nos vienen con pamplinas (11), que es una planta que crece en los sembrados y que resulta molesta e inútil para el agricultor. Es más, nos sueltan chorradas (12), la porción de líquido que se añadía de propina al comprar leche, aceite o vino tras la medida y que era, como es natural, escasa.
Los votantes agradeceríamos discursos directos: las cosas claras y el chocolate espeso (13). Cuando en el siglo XVI comenzó a consumirse chocolate en Europa, surgió una polémica en España: ¿debía tomarse “puro y espeso, ‘a la española’, o más líquido y diluido en leche, es decir, ‘a la francesa’”? Como narra Buitrago, la lengua defendió con orgullo la versión española, aunque el mercado prefirió la francesa.
Los políticos no están en la onda (14), expresión juvenil, pero de gente que ya no es joven, ya que esta onda es la hertziana, “la de la radio, la que llega por el aire para permitirnos estar al día”. Y es que tenemos unos políticos de pacotilla (15), que era un pequeño paquete que se permitía subir a bordo de un barco sin pagar impuestos ni aduanas y en el que sólo se podían meter pocas cosas y de escaso calor. A partir de aquí, también se llamó pacotilla “a las baratijas y mercancías que se usaban para regalar a los indios o para cambiárselas por otros productos”.
A veces echamos en falta que los políticos digan lo que realmente piensan y lo que de verdad harán y podrán hacer, aunque eso suponga meterse en camisa de once varas (16). En la Edad Media existía la costumbre, “al adoptar a un niño, que quien iba a ser el padre adoptivo, muchas veces un eclesiástico que deseaba un sucesor, lo metiera por la manga de una camisa muy amplia [once varas son unos nueve metros] y lo sacara por la cabeza, queriendo simbolizar con este recorrido un segundo parto”. Esta frase sería una advertencia porque a veces estas adopciones no salían del todo bien.
Teniendo en cuenta el currículum de nuestros políticos, seguro que en estas semanas salta algún (otro) caso de corrupción. Alguno incluso dirá que pone la mano en el fuego (17) por el acusado. La expresión tiene su origen en los juicios de brujería, herejía o adulterio de la Inquisición en los que se obligaba al sospechoso a meter la mano en el fuego o a sujetar un hierro candente. Si a los tres días las quemaduras no habían sanado, su culpabilidad era clara, ya que Dios no había intercedido por él. Es decir, el candidato de turno estará tan seguro de su socio que estaría dispuesto a pasar esta prueba por él. Pero todos sabemos que se va a quemar y que se está agarrando a un clavo ardiendo (18), expresión que tendría el mismo origen.
Lo que ocurre cuando surge un (otro) escándalo político es que se arma la marimorena (19). Cuenta Buitrago que en 1579 se abrió en Madrid una causa contra el tabernero Alonso de Zayas y contra su mujer, la llamada (o apodada) María Morena, por el delito de tener en su casa unos cueros de vino y no querer venderlos. Era costumbre que el vino bueno se reservara para los clientes distinguidos, pero alguien en ese local exigió el de calidad. Los taberneros se negaron y se armó “un escándalo de considerables proporciones en el que la tal María Morena, Marimorena para el pueblo y mujer de armas tomar, tuvo un papel más que destacado”.
También se podría armar la gorda (20), que era el nombre con el que los sevillanos llamaban a la gran revolución que se estaba preparando contra Isabel II durante el verano de 1868 y que finalmente se conoció como La Gloriosa o La Septembrina. O la de San Quintín (21), alusión a la batalla del 10 de agosto de 1557 en la que las tropas de Felipe II ocuparon la ciudad francesa del mismo nombre. O la de Dios es Cristo (22), que alude a la polémica del primer concilio de Nicea, en el año 325, en el que se debatió si Cristo era sólo humano o también Dios.
Estos momentos son los favoritos del resto de partidos, ya que a río revuelto, ganancia de pescadores (23), frase relacionada con la técnica de remover el fondo de ríos o lagos para que las aguas se enturbien, los peces se aturdan y suban a la superficie, con lo que son más fáciles de pescar con red.
Normal que se comporten así estos políticos; al fin y al cabo, todo el mundo intenta arrimar el ascua a su sardina (24). Esta expresión tiene probablemente origen andaluz, “ya que los jornaleros que trabajan en los cortijos solían recibir sardinas como compensación a su trabajo, sardinas que asaban robándose las ascuas unos a los otros, llegando a tal punto la guerra que en muchos lugares se obligó a que se asaran las sardinas en un fuego común y en otros incluso se prohibió que los jornaleros asaran sardinas”.
Es posible (pero no probable) que el corrupto dimita. Ni sus compañeros más fieles opondrán resistencia. Al fin y al cabo, a enemigo que huye, puente de plata (25), frase atribuida a Gonzalo Fernández de Córdoba (1453-1515), jefe de los ejércitos de los Reyes Católicos y protagonista de la expresión las cuentas de El Gran Capitán (26), que se refiere a las hechas de forma arbitraria y poco seria, un poco como la financiación de los partidos o las notas que tomaba Bárcenas de los sobres que repartía. Cuando el rey Fernando le pidió que explicara cómo había gastado el dinero público durante la campaña de Nápoles, Fernández de Córdoba le presentó un informe sarcástico y ofendido. La versión que conocemos es probablemente apócrifa, pero habla de “cien mil millones de ducados en picos, palas y azadones para enterrar a los muertos de los enemigos”, además de otros cargos para pagar oraciones por estos fallecidos y para arreglar las campanas destruidas de tanto repicar la victoria. Concluye reclamando, "por la paciencia al haber escuchado estas pequeñeces del rey, que pide cuentas a quien le ha regalado un reino, cien millones de ducados".
Lo malo es que acabaremos votando a los de siempre, resignándonos con un "vivan las caenas" (27), que el grito sumiso de los partidarios del Fernando VII, cuando en 1823 puso fin al Trienio Liberal y restableció el absolutismo. En su origen, no había ironía.
Quizás no votemos a los de siempre y busquemos un cambio, pero yo tampoco me haría ilusiones porque a rey muerto, rey puesto (28), frase que se atribuye a Felipe V. Cuando se puso al frente de las tropas en la toma del castillo de Montjuic, uno de sus oficiales le pidió que se colocara a resguardo, recordándole que “rey no hay más que uno”, a lo que el monarca contestó: “Otro habrá. A rey muerto, rey puesto”.
Eso sí, al menos nadie dará un pucherazo (29), como se hacía durante la segunda mitad del XIX, cuando los partidos liberal y conservador se alternaban en el poder cada cierto tiempo, con independencia del resultado de las elecciones. Se solía votar “en pucheros y ollas de barro. Para cambiar el sentido de la votación era necesario volcarlos o romperlos”, explica Buitrago.
Una vez en el despacho, los cargos electos se dormirán en los laureles (30). En Grecia y Roma se coronaba a poetas, atletas, emperadores y generales con laurel, símbolo de la victoria, costumbre que se extendió en la Edad Media a artistas, poetas y doctores. Es decir, se olvidarán de las promesas y nos darán largas (31), expresión que proviene del mundo de los toros: una larga es una suerte de capote que busca que el toro se desplace lejos. ¿Su excusa? Que las cosas de palacio van despacio (32). “Antiguamente los cortesanos y quienes esperaban la decisión de algún pleito se pasaban jornadas enteras esperando que se resolvieran sus asuntos”, escribe Buitrago.
Al final estos políticos aprovecharán para hacer lo de siempre: ponerse las botas (33), que eran “un calzado privativo de los caballeros y de quienes pertenecían a las clases superiores; de ahí esas connotaciones de riqueza y abundancia”.
Es decir, nos las darán con queso (34), que es lo que hacían los taberneros manchegos con los compradores de vino de otras regiones: servirles ese vino con queso muy madurado y, por lo general, conservado en aceite. Su fuerte sabor les impedía saber si su bebida estaba picada o aguada. Buitrago también recoge la explicación de Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la lengua castellana o española, de 1611: el queso sería el de las trampas para ratones.
Si alguien espera algún resultado positivo de estas elecciones se va a quedar frustradísimo y con cara de tonto: en la luna de Valencia (35). Buitrago añade que podría ser en referencia a la muralla semicircular que rodeaba la ciudad. Quienes llegaban tarde, cuando las puertas estaban cerradas, no podían entrar y se quedaban esperando ante la luna de Valencia. También podría hacer referencia a la playa valenciana, frente a la que se quedarían las embarcaciones que no estaban autorizadas a atracar en el puerto.
Lo peor es que si hay otro estropicio como el de la crisis bancaria, nosotros pagaremos el pato (36) una vez más. Los patos no tienen nada que ver: se trata de una mala pronunciación de la palabra pacto y se refiere al pacto del pueblo judío con Dios, ya que en origen la expresión se usaba para dar burlarse de los judíos y, ya puestos, culparles de todos los males. Es originaria de finales del siglo XV, cuando muchos cristianos, “seguramente más por ignorancia que por ironía o juego de palabras, sostenían que por un extraño pato con su Dios, los judíos adoraban a una tora, o sea a una vaca”, en referencia a la Torá, que muchos creían que era una becerra. La cosa llegó al punto de que en algunos festejos y procesiones se hacía burla de una novilla. Pobre bicho, no entendería nada.
Total, que acabaremos cornudos y apaleados (37), expresión que tiene su origen más probable (no es la única explicación que ofrece Buitrago) en un cuento del Decamerón, de Boccaccio, que se hizo muy popular en España durante el siglo XVI. El relato narra cómo una mujer quiere acostarse con su criado y, para lograrlo, le dice a su marido que este sirviente está enamorado de ella y que quiere reunirse con ella en el jardín. El marido sale de la casa disfrazado de su esposa a esperar al criado mientras los dos amantes se reúnen con tranquilidad. Al acabar, el empleado sale y apalea al amo, haciéndole creer que está golpeando a la mujer: “Desgraciada, traidora, no sólo engañas a mi señor sino que crees que yo también lo iba a engañar”. Conclusión: los amantes se aman y quedan libres de sospecha, mientras que el marido queda cornudo, apaleado y, eso tambien hay que decirlo, contento porque cree que todo el mundo le respeta.