“Y tú, ¿a qué te dedicas?” Parece una pregunta sencilla de responder, pero deja de serlo cuando estás preparando el MIR. En el limbo del MIR no hay manera de aclarar tu situación sin al menos diez minutos de introducción a la educación médica, rodeos y paréntesis. “Pues verás, este verano estoy estudiando, pero no, después de 7 años ya no soy estudiante. Supongo que sí, ahora soy… ¿Médico?” En realidad, la mayoría de los afectados no podemos evitar autodenominarnos médicos sin tener la sensación de que estamos metiendo una enorme trola al de enfrente.
Se podría decir que somos opositores, con el matiz de que para nosotros el MIR es algo opcional solo en teoría, salvo para algún loco dispuesto a poner a prueba el mito de que es posible trabajar en una estación petrolífera sin la especialidad. Yo no veía claro lo de pasar seis meses en medio del océano y seis en tierra firme y como a los 24 años la vida parece larguísima, decidí apretar ese enorme botón del MIR que pondría en pausa toda mi existencia.
El MIR es la única máquina del tiempo capaz de ralentizar tu vida en proporción 1:7, hasta que la sensación de irrealidad y de que los días se encadenan es algo cotidiano. Desde hace dos meses solo vivo los domingos, al compás de la fe católica, reservando mi mejor ropa y perfumes para beber vino el último día de la semana. Es inútil luchar contra ello y no tiene sentido la negación, solo queda asumir que de lunes a sábado no tienes vida.
La mayoría de los estudiantes nos apuntamos a una academia de preparación en la que nos dan un planning detallado, con el temario de lo que tienes estudiar cada jornada, un método y un horario mínimo en el que calentar el asiento: 8-10 horas al día. El tiempo se estructura así: tengo 10 horas de estudio, 8 horas mínimo para dormir, y el resto, 6 horas de “tiempo libre”. Los afortunados estudiantes MIR contamos con 6 maravillosas horas diarias que podemos emplear en actividades tan satisfactorias y enriquecedoras como ducharnos (esto me han comentado en la tercera vuelta al temario es opcional), comer (gracias, mamá, por esos ocho tuppers semanales que llenan incondicionalmente mi congelador) y hacer algo de ejercicio, pasear, o practicar la bipedestación al menos. Y aquí viene la confesión de pardilla. En un intento por estirar un poco más el día, creyéndome que las normas no estaban hechas para mí, empecé a intentar solapar las actividades. Comía mientras hacía preguntas de test, repasaba en la ducha, etc. Hasta que la segunda semana de estudio el karma del MIR me castigó derramando el café (350 ml, de la primera a la última gota) sobre uno de los libros. Y aprendí la lección. Estos últimos días que estoy con Obstetricia tengo pesadillas en las que me quedo embarazada y se me pasan las ecografías de control trimestrales, pero contra eso ya no puedo luchar.
Cuando me lamento comentando mis horarios siempre hay algún ser de piedra que me increpa: “vaya, como un trabajo”. Sí, es como un trabajo; como un trabajo para conseguir un trabajo para estudiar 5 años más, y en el que el objetivo es estrujar en mi cabeza los máximos conceptos posibles al día. ¡Sea como sea! Y a mí, que los nombres de los antibióticos siempre me han parecido en escritura cuneiforme, no me queda más remedio que pasar las horas inventando reglas mnemotécnicas dudosamente pedagógicas, porque a ver cómo me voy a aprender si no la lista de vacunas que son de virus vivos atenuados. Así que poco a poco mis manuales van abandonando la terminología médica para llenarse de dibujos de pollos con varices y de chicas bebiendo leche maxi clara en el metro. Ésta es la explicación:
En el fondo no es para tanto. Con las semanas los estudiantes nos desmaterializamos y es un holograma nuestro el que se arrastra a la biblioteca todos los días, perdiendo el contacto con el mundo exterior. ¿Ola de calor? ¿Qué ola de calor? Si yo me he pasado julio en chaqueta gracias al aire acondicionado. A la vez, poco a poco van cambiando tus prioridades y en vez de intentar llevar siempre tampones en el bolso, metes tres paquetes de post-it de diferentes dimensiones “por si acaso”. El tema de papelería empieza a rozar lo patológico y merecería un capítulo aparte, así que lo resumiré en que acaba preocupándote más que se te gaste el subrayador amarillo que quedarte sin papel higiénico en casa. Porque sí, tiene que ser amarillo, a lo mejor nadie ajeno a esto lo entiende, pero amarillo es el único color posible para una frase que no es un título ni un tratamiento. Que no me pidan que renuncie a mis valores a estas alturas.
He notado que otros pequeños detalles son diferentes en mi vida, como que ya no hago listas, ahora cualquier tipo de información intento convertirla en una tabla, y que echo de menos que Facebook incluya como acontecimiento vital los cambios de asignatura.
Los sábados de los simulacros son un día casi tan especial como el domingo, porque es cuando al fin tomas conciencia de que lo que has aprendido durante la semana no te ha valido para nada. Después de 10 días de infecciosas solo aciertas 3 preguntas de la asignatura y esas ya te las sabías de antes. Además tu mejor baza se vuelve en tu contra y empiezas a hiperventilar en el examen porque no te acuerdas de si el pollo tenía trombosis o claudicación intermitente. Y cuando llegas a casa te toca enfrentarte a la pregunta 236, la más difícil de todas: decidir si quieres hacer click en el botón por el cual la aplicación decidirá tu estado de ánimo durante la próxima semana: el percentil, El-Verdadero-Que-No-Debe-Ser-Nombrado, ese porcentaje que tenemos prohibido comentar entre nosotros y que nos indica cómo hemos quedado comparado con el resto de opositores.
Y cuando termina el domingo, y echo un vistazo a lo que me toca estudiarme el lunes yo también me pregunto, ¿a qué narices me dedico? Es verdad que alguien tiene que quedarse en Madrid regando las plantas y cuidando los gatos, pero no soy tan buena amiga, me temo. El caso es que tengo que dormir mínimo ocho horas así que tampoco me da tiempo a pensarlo mucho. Supongo que el secreto para aguantar los meses está en cambiar el verbo y convertirlo en un “¿a qué me voy a dedicar?”, una pregunta a la que, Dios del MIR mediante, tengo bastante más clara la respuesta.
Raquel de Hita tiene 24 años y estudió Medicina en la Universidad Autónoma de Madrid, compaginando sus estudios con los de Grado en Lengua y Literatura en la UNED. Se enfrentará al MIR en febrero de 2016.