Caminando por las calles de Sarajevo sé con seguridad que cada persona con la que me cruzo tiene una historia de vida que contar. Historias que el mundo occidental se empeña en ignorar. Son reales. Sucedieron. Desde pequeña estoy llena de preguntas que hacerle a este mundo. He crecido y sigo sin respuestas. Cada vez que piso suelo bosnio –o yugoslavo- pienso: ¿Por qué? ¿Por qué a nosotros? Me imagino la vida que hubiéramos tenido si el horror no hubiese llamado a las puertas de nuestras tranquilas casas en nuestros verdes pueblos en Bosnia.
Era el principio de los años noventa cuando comenzó la guerra en mi país. Una noche las tropas serbo-bosnias se llevaron a mi padre. Una llamada comenzó a fijar los primeros pasos que nos llevarían hacia España: “¡Estoy vivo, sano y salvo, me hallo en Croacia!", dijo mi padre. Así ponía fin a seis meses de reclusión en varios campos de concentración. Tenía 21 años, medía un 1,80 y pesaba –tras su liberación- 42 kilos. Sin embargo, no estaba feliz, varios compañeros quedaban atrás, la guerra continuaba, los pueblos seguían siendo devastados y las heridas internas difícilmente cicatrizarían.
Cada uno de los círculos del infierno que tuvo que afrontar solo pueden ser narrados por él, siempre -por supuesto- con las lágrimas mezcladas entre el dolor y la rabia; la voz pausada, entrecortada por la agitada respiración. Se mezclan recuerdos con cuyo olvido no ha querido colaborar el tiempo.
Recuerdo bien la primera vez que regresé a lo que mis padres llamaban “nuestro país”. Tenía tan solo 12 años. Desde entonces, de año en año, hemos intentado volver cada verano para reunirnos con nuestros familiares. Actualmente tengo 24 años y no conozco al completo a mi familia. Con nuestra condición de refugiados, debíamos dirigirnos a aquellos países que nos abrían sus fronteras. De esa forma mi familia está repartida entre Suecia, Holanda, España, Suiza y Estados Unidos. El azar quiso que nuestros destinos se disiparan por el mundo.
Reencontrarnos cada verano siempre es una alegría. La familia ha aumentado y en las comidas puedes escuchar hablar en varios idiomas. El devenir de nuestras vidas ha hecho que esta peculiaridad reine entre los bosnios. Nos enfrentamos a los recuerdos de un hogar que nunca volverá a ser el que un día fue. Para un refugiado ese hecho es el más doloroso. Huyes por el instinto –el mismo de los animales- de supervivencia. Consigues salvar la vida, pero no los recuerdos que hasta ese momento formaban parte de los que eras. Todo desaparece: es la nada. Como si lo vivido hasta ese momento haya sido solo un precioso sueño. Por ello, pese a que muchos bosnios en aquel entonces pensaban regresar a su país –como mis padres- , sabían que lo que se encontrarían sería odio, rencor y pobreza: una serie de dificultades por las que ya no se está dispuesto a pasar. A todo lo anterior se le añade el instinto sobreprotector de los padres que quieren un futuro para sus hijos.
Bosnia hoy tiene un 60% de tasa de desempleo, un nacionalismo incipiente debido a que los políticos se ayudan de ese sentimiento para seguir corrompiendo y enfrentando a la población. Hace dos años tuve la suerte de poder regresar a Sarajevo durante un año para cursar allí mis estudios de derecho. Llamaron a la puerta: era el primer censo que se hacía desde el final de la guerra. Fueron muy claros y directos. Me preguntaron todos mis datos personales; y casi me instaron a clasificarme en uno de los tres grupos étnicos: bosniaca, serbia o croata. Por ende, si era musulmana, ortodoxa o católica. En ese mismo momento mi mente viajó a los miles de pasajes que he leído sobre la guerra. Me acordé de las fosas comunes con los miles de desaparecidos que en Srebrenica siguen buscando las madres bosnias y llena de rabia les dije que no era nada de eso –pese a que mi nombre es musulmán-. Es por esta razón que en el censo de mi propio país aparezco como extranjera: española. ¿De dónde soy realmente? Fue cuando comprendí que el dolor tiene memoria y que hay que rescatarlo para que la historia no vuelva a repetirse. Por eso he decidido contar nuestras vivencias personales.
Afortunadamente, tan solo tenía un año cuando todo ocurrió. Para conocerme a mí misma estoy condenada a recordar ese pasado en cada uno de los testimonios que mis parientes cercanos me cuentan.
Un halo de esperanza se abrió gracias a un buque organizado por ACNUR que partiría hacia España con mi padre a bordo (no le permitieron esperarnos pese a las numerosas quejas de varios hombres bosnios que buscaban reencontrarse con sus familias). Mientras tanto, mi madre y yo continuábamos en territorio bosnio, estábamos en tierra de nadie. En esas condiciones todo a tú alrededor pierde valor, solamente tu vida es lo que importa: lo vendes todo para conseguir sobrevivir. Salir por fin del infierno, buscar una oportunidad fuera de esas fronteras ficticias que no fue hasta 1995 –con la Paz de Dayton- que terminaron de conformarse.
Mi madre consiguió salir conmigo en los brazos y con mi tío de 16 años. En Croacia pasamos tres meses en un centro habilitado para refugiados bosnios. No nos faltó, en ningún momento, aprovisionamiento de comida, agua y ropa. Una vez fuera de suelo bosnio, la ayuda humanitaria era inmediata (no era necesario recorrer miles de kilómetros).
Informaron de que un avión estaba listo para volar hacia España. Todo quedaba atrás: la Yugoslavia de la “hermandad y unidad” ya era un símbolo de nostalgia y anhelo de tiempos felices donde ser croata, serbio o bosnio no significaba absolutamente nada.
Nos recibieron en el camping Caravaning de La Manga con los brazos abiertos. Me contaron que yo no reconocí a mi padre pero, por fin, estábamos juntos. Habíamos sobrevivido a la barbarie, un país nos ofrecía asilo: la oportunidad de empezar desde cero. Durante nuestra estancia en el camping el recibimiento y el trato fue insuperable, todo estuvo a la altura de las circunstancias. Muchos españoles dejaban asomar su curiosidad por el camping ofreciendo ayuda. Los años siguientes fueron complicados, trabajo duro y pobreza, pero tras haber sobrevivido a una guerra nada se convierte en un problema. El futuro se transforma en un objetivo al que mirar con optimismo construyéndolo, con esfuerzo – y alegría-, día tras día. Puedo añadir, además, que en Hellín –donde actualmente residimos- la bienvenida fue cálida. Recibimos ayuda y apoyo de muchas personas que hoy, 20 años después, son como una familia para nosotros.
Confieso que ha sido en los últimos años cuando he empezado a reflexionar sobre nuestra pasada condición de refugiados. Hace algunos días, escuchando cómo analizaban en la radio la crisis humanitaria en Siria, oí que los líderes políticos europeos se reunirían en dos semana para resolver la situación. En ese momento pensé en todas las vidas que perecerían en ese tiempo por la lenta e injusta diplomacia –que llega, pero nunca a tiempo-. Pues bien, al siguiente día apareció en los periódicos la imagen de Aylan.
Sí, es cierto, estamos ante una crisis humanitaria, pero esto lleva ocurriendo durante todo el siglo XX. Parecemos ignorar la existencia de la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados, hecha en Ginebra el 28 de julio de 1951, y al Protocolo sobre el Estatuto de los Refugiados, hecho en Nueva York el 31 de enero de 1967. Sin olvidar el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. No deja de llamarme la atención tantísima legislación desplegada y la constante transgresión de la misma por parte de los Estados.
Si tan respetada debe ser la Constitución conformada por el Estado: ¿por qué no se insiste con el mismo ímpetu en los convenios internacionales a los que los países europeos se han adherido? No hay jerarquía normativa respetable si los derechos humanos se vulneran de esta forma tan despiadada.
No se trata de cifras que repartir, son vidas, con historias personales y sueños que cumplir, con los que estamos creando una deuda histórica ya irreparable. Debemos, pues, repensar la forma de entender las fronteras nacionales mediante una concienciación de nuestras futuras generaciones si con la nuestra ya hemos fracasado en esta lucha agónica. Como bien afirmó Erri de Luca en La Palabra Contraria: "Nuestra libertad no se mide en horizontes despejados, sino en la consonancia entre palabras y acciones".
Y para todas aquellas personas que no corrieron nuestra suerte: descansen en paz.