Una de las peores cosas que trae consigo la campaña electoral es que la política se cuela en todas las conversaciones. Lo cual no sería tan desagradable si no fuera porque este tema tiende a exacerbar cualquier discusión, ya que provoca un “sentimiento de pertenencia y de grupo”, sobre todo en los momentos de máxima pasión dialéctica, como explica a Verne la psicóloga Amaya Terrón.
También en familia: en España hay un 37,5% de hogares en los que sus miembros votarán a partidos diferentes, según datos del Pulso Político de Kantar. Las discrepancias más frecuentes se dan entre votantes del PP y de Ciudadanos (un 17%), de PSOE y de Podemos (un 15%) y de PSOE y Ciudadanos (un 12%), en lo que tiene toda la pinta de un conflicto entre las formaciones políticas clásicas y las nuevas. En un 9,7% de los hogares hay votantes del PP y del PSOE. La política es motivo de tensión en un 12% de los hogares, en especial para los menores de 35 años (20,4%).
Gonzalo Aza, profesor de psicología de la Universidad Pontificia de Comillas y especialista en intervención familiar, apunta que la política es “de las cosas menos importantes para mucha gente” y en la actualidad, sobre todo “nos une el desencanto”. Pero sí está de acuerdo en que hay momentos en los que “el ambiente se caldea”, especialmente en grandes encuentros familiares en los que puede intervenir el alcohol y su poder de desinhibición. Recordemos que las elecciones son el 20 de diciembre: se va a juntar la resaca postelectoral con la cena de Nochebuena.
Discusiones con los hijos
Según datos de Gallup de 2005, las ideas políticas de los adolescentes estadounidenses coinciden con las de los padres un 70% de las veces. Eso no quiere decir que no haya discrepancias. Aza recuerda el ejemplo de un matrimonio “muy catalán” cuya hija les puso “el himno de España como tono de llamada en el móvil”.
Sin embargo, estos conflictos se deben sobre todo “a la necesidad de diferenciarse”, explica Aza, y es habitual que “con la edad se vayan difuminando”. Terrón añade que la rebeldía propia de ciertas edades suele responder sobre todo a “una búsqueda de crear la propia identidad y distinguirse del grupo familiar”, en una actitud que “poco tiene que ver con ideas o principios propios”.
Matrimonios mixtos
En pareja, las diferencias políticas pueden ser un tema de conversación estimulante, pero también una excusa para provocar el enfrentamiento, según Aza: “Si una pareja discute por algo como la política, que por lo general es menos importante que otros aspectos (los hijos, la economía familiar), es porque puede estar desplazando otro problema a esta esfera. Hay un conflicto que subyace” y que no tiene que ver necesariamente con el partido político al que cualquiera de ellos quiera votar.
Por otro lado, es habitual que nuestras ideas políticas y las de nuestra pareja sean similares: elegimos a nuestra pareja siguiendo "criterios que hacen por sí mismos que tenga más posibilidades de pensar como nosotros en política”, explica Terrón. Y cuando hay diferencias, “no siempre son negativas, depende de la actitud con la que se enfrenten las diferencias: desde el respeto o desde la imposición”.
El familiar conflictivo
En muchas ocasiones, hay alguien que comienza habitualmente las discusiones políticas familiares: no solo saca el tema, sino que también lo hace con un comentario que pretende ser provocador y que suele quedarse en ofensivo.
“Todos tenemos en mente a la persona que dentro de nuestra familia puede ser conflictiva en este terreno”, explica Terrón. No se trata necesariamente de obviar el tema en su presencia, “ya que en muchas ocasiones hablar de política es muy interesante y nos aporta muchas ideas nuevas y nos permite conocer mejor las personas y sus pensamientos”, pero sí hay que procurar poner límites: “Si el tema roza lo emocional, notas incomodidades, alusiones personales o salidas de tono, corta la conversación”.
La mejor forma de cortar esta conversación es cambiar de tema. Para hacerlo, hay técnicas de las que ya hemos hablado con anterioridad y que permiten ser directos, pero educados. Por ejemplo, contestar con una pregunta, desviar la atención o utilizar el humor, sin caer en el sarcasmo. Y siempre sin interrumpir.
No estamos abiertos a nuevas ideas
Nadie ha visto nunca a otra persona cambiar de opinión, por ejemplo, en una tertulia de la tele. Nos parecería una marcianada que uno de los participantes dijera: “Oiga, pues me ha convencido, ¡rectifico!”. Y si lo que realmente importara fuera lo racional de los argumentos, tendría que ocurrir al menos de vez en cuando.
“El discurso partidista es difícil -explica Aza-. No es un escenario en el que estemos abiertos a nuevas ideas”. A menudo solo repetimos los mismos argumentos una y otra vez, convirtiendo una conversación en una partida de ping pong. “Es muy raro que alguien cambie de opinión porque este tipo de discusiones tiene un componente no tan racional como afectivo, de vinculaciones”. Los argumentos tienen “un alcance muy limitado”, ya que en realidad entran en juego “elementos personales”. De hecho, tendemos a considerar los argumentos contrarios como sesgados, mientras que calificamos de neutrales los que nos dan la razón (simplemente porque nos dan la razón).
También tendemos a caer en la polarización, como apunta Terrón. Cuando oímos una opinión contraria a la nuestra, nos radicalizamos con el objetivo de intentar compensar lo que nos están diciendo. Nunca somos tan de izquierdas como cuando discutimos con nuestro primo el conservador. Y cada vez más, con lo que en lugar de acercar posiciones y llegar a acuerdos, al final de la velada acabamos en dos trincheras opuestas desde las que gritamos mucho y nos acusamos de radicales.
Cómo conversar sin llegar a discutir
Dicho esto y a pesar de todo, es posible que te apetezca mantener una conversación política. Para evitar que la cena acabe convertida en una reedición a pequeña escala de la Guerra Civil, lo primero que debemos hacer es escuchar y olvidar nuestra actitud habitual en estos casos, que consiste en limitarnos a esperar con impaciencia nuestro turno para hablar, con el objetivo de intentar refutar a nuestro interlocutor, si es necesario mediante trucos retóricos y críticas personales y obviando la posibilidad de entender y aprender.
Terrón también aconseja “no hablar de partidos políticos sino de ideas e ideales”. El objetivo evitar las etiquetas y el sentido de pertenencia. En opinión de Terrón, más que las ideas, “nos alejan los partidos, los prejuicios, los grupos y su identificación personal”, que nos llevan a plantear el debate en términos como “conmigo o contra mí”. “Cuando hablamos de partidos, podemos caer en estereotipos”, añade Aza.
En este contexto es necesario “fomentar la empatía”, explica Terrón. Hay que “ponerse en el lugar del otro, entender lo que ha vivido y por qué piensa lo que piensa. Es un ejercicio muy interesante”. A lo mejor te parece que tu interlocutor es un ignorante porque no quiere aumentar las becas universitarias, por ejemplo, pero es muy probable que él piense lo mismo de ti. Tanto él como tú habéis escuchado los argumentos contrarios miles de veces: nadie va a ganar en esta ocasión. Y aunque creas estar en lo cierto, de vez en cuando merece la pena poner en duda tus propias ideas.
Tampoco tiene sentido repetir las mismas discusiones una y otra vez. “Es mejor enfocar de otra manera las ideas que sepas que previamente han sido tratadas y han suscitado tiranteces sin llegar a resultados”, dice Terrón. No vamos a convencer a nadie repitiendo la misma frase por cuarta vez.
Finalmente y si el conflicto ya se ha adueñado de la velada, no nos queda mucho por hacer, excepto aprender del error. Y servirte otra copa de vino, si no la has tirado al suelo al enterarte de que tu tío está a favor de las corridas de toros.