Mi hijo Sergio fue a una guardería en la que era incapaz de jugar en grupo: cuando llegaban dos niños, él se marchaba porque prefería estar solo. Y al finalizar su educación infantil, con cinco años, la lectura le costaba más que al resto y a veces confundía algunas letras. Por eso la directora de su colegio me dijo que podía ser disléxico.
Yo no sabía mucho sobre la dislexia, así que llevé a mi hijo al psicólogo del centro. Y él me dijo que no debía preocuparme porque Sergio no tenía dislexia, sino que sencillamente era algo inmaduro. Para superar sus problemas, le recomendó que rellenara fichas de refuerzo para el aprendizaje.
Este es uno de los errores más comunes con los niños disléxicos: la creencia de que dedicar más horas a la memorización le servirá para superar sus problemas. Ellos tienen dificultades para comprender el lenguaje escrito, porque sus canales de aprendizaje predominantes son el visual y el kinestésico. Y si reforzamos su carga de trabajo, solo conseguiremos que se sientan más incapaces.
Tras este primer "diagnóstico", mi hijo cambió de colegio porque su edad lo exigía. Y, pese a sus dificultades, los nuevos psicólogos tampoco encontraron en él nada extraño. "El problema es que la enseñanza en su anterior colegio debió ser deficiente", concluyeron en un primer momento. En los siguientes cursos me dijeron que era vago, lento, despistado.... y también se equivocaron.
Yo misma había tenido problemas de aprendizaje en mi infancia. Y una de las cosas que más me tranquilizaba era la lectura de los libros que yo quería, no los de texto precisamente. Así que obligué a mi hijo a leer por las noches. Y de esta manera incurrí en el mismo error.
Con el paso del tiempo, las dificultades de Sergio se hicieron más evidentes y nuestra relación empezó a deteriorarse. Hasta entonces había sido un chico bastante tranquilo. Pero, poco a poco, empezó a contestarme de mala manera, se negaba a hacer los deberes, no quería ir al colegio, enfermaba, no paraba quieto ni un segundo, le dio por romper lapiceros con rabia...
Estábamos bastante desesperados, por lo que decidimos probar suerte con el logopeda, quien sí le reconoció la dislexia. Pero cometimos uno más en esta larga cadena de errores: como tenía que acudir en horario lectivo, le hicimos faltar a las clases de educación física. Por la creencia de que las matemáticas o el lenguaje eran sagrados, le separamos de la única asignatura en la que era líder, se sentía como pez en el agua, y su profesor le estimulaba muy positivamente, algo que también ocurría en la asignatura de Conocimiento del Medio, donde sacaba notas de 8 y 9.
Ahora sé que para los niños disléxicos es recomendable reforzar aquellas cosas en las que se sienten a gusto. Pero entonces no lo sabía. ¿Cómo podía saberlo si ni los especialistas habían acertado con el tratamiento de Sergio? Aquel logopeda tampoco supo tratar el trastorno y volvió a las dichosas fichas de refuerzo.
En ese entonces, Sergio ya tenía diez años y nuestra relación era insoportable. Hay cosas de aquella época que aún recuerdo con dolor cada vez que veo a padres en el mismo estado de impotencia y desesperación. Uno de los momentos más tensos llegó el día en que Sergio conducía un coche a pedales por un parque. En un momento dado, decidió salirse del trazado y pedalear cuesta abajo, a toda marcha, hacia el río que pasaba por ahí. Esto hizo que yo saliera histérica corriendo tras él, hasta que logré alcanzarle. En aquel instante me sentí devastada.
Por suerte, las cosas cambiaron a partir de unas Navidades. Mi hermana fue a una librería para comprar un libro sobre la dislexia. En el primero que tuvo entre manos leyó que ese trastorno ya no podía corregirse a partir de los diez años, justo la edad de Sergio. Así que dejó ese libro y tomó otro de la estantería: parecía más serio y lo trajo a casa. Empecé a leerlo a las cinco de la tarde y aquello cambió todo.
En cuanto lo terminé, casi del tirón, decidí ponerme en marcha. Lo primero fue hablar con el director del colegio de Sergio. Recuerdo que le pregunté:
-¿Usted ha tenido vacaciones en los últimos cuatro años?
-Por supuesto -me respondió.
-¿Y cómo se sentiría de no haberlas tenido?
-Imagino que mal.
-Pues eso le ocurre a mi hijo: no hemos dejado de cargarle con tareas desde que cumplió seis años.
Tras todo aquel tiempo agónico que habíamos pasado, decidimos seguir el método del libro. Las diferencias empezaron a llegar pronto y a tres bandas: en mi relación con Sergio, en la relación de Sergio con sus profesores y en mi relación con sus profesores. Aunque la diferencia más grande llegó cuando Sergio empezó a adquirir autoestima y seguridad en sí mismo.
Empecé a ver de otra manera todo lo que nos había pasado en los últimos años. Es más, empecé a ver de otra manera mi propio pasado: supe que padezco discalculia, una dislexia numérica. Tiene mucha lógica, porque la dislexia posee un componente hereditario.
Muchos padres nos enteramos de nuestra dislexia cuando se la diagnostican a nuestros hijos. Echando la vista atrás reconocí que muchas veces me había sentido igual que Sergio: mis malos resultados en los exámenes de matemáticas y sociales me lo hacían pasar mal, sentía que mis esfuerzos no servían para nada y que era menos lista que las demás (por decirlo en positivo). El cambio de Sergio también supuso en mí un cambio a nivel personal y profesional, hasta el día de hoy.
Aunque las manifestaciones de la dislexia no siempre son similares, la enseñanza común en las aulas, basada en la lectura de textos y en los exámenes escritos, no suele servir a los niños que la padecen. En el caso de Sergio, hubo que enseñarle de otra manera, de un modo mucho más visual, con dibujos, con esquemas... Si se consigue esto y prestamos atención a los tres sistemas de aprendizaje, bastará para que los disléxicos puedan asimilar la información y puedan afrontar los exámenes con garantías.
Suele decirse que muchos personajes importantes eran disléxicos: Albert Einstein, Thomas Edison, Leonardo Da Vinci, Walt Disney... Sin embargo, el problema está en toda aquella gente a la que, por falta de un diagnóstico, le resulta imposible desarrollarse y queda condenada al fracaso escolar y a la incomprensión.
A partir de entonces pudimos transformar el aprendizaje de Sergio en algo parecido a un juego. Primero, se acabó dedicar horas extras al estudio: dedicaría las mismas horas que sus compañeros de colegio, ni más ni menos.
Tuvimos que relativizar un poco la importancia de los exámenes. En el colegio le exigían un 5, pero nuestras metas eran otras: celebrábamos que sacara un 4 como si fuese una victoria. Porque había que tener en cuenta todo el trabajo que había realizado para llegar a eso, y porque así se estimulaba para ir mejorando sus resultados.
También desarrollamos unos sistemas de estudio particulares. Por ejemplo, recuerdo cuando, para aprender la circulación del cuerpo humano, creamos un gran corazón de plastilina sobre la mesa de la cocina. Allí estaban las venas y las arterias, con plastilina roja y con plastilina azul. Y unos cochecitos, también de plastilina, que reproducían la dirección de la circulación. Entonces volvió de aquel examen con un 7,5, lo que para nosotros era como una matrícula.
En el colegio, Sergio había sentido algo parecido a quien acaba aborreciendo algunas cosas de su trabajo. Llega un momento en que la desmotivación invita a un cambio. Por suerte, este cambio llegó a tiempo y Sergio volvió a disfrutar con los estudios. De hecho, logró superar la selectividad y graduarse en Trabajo Social.
Por explicarlo de otra manera muy gráfica, podemos decir que la enseñanza tradicional pretende que los disléxicos aprendan a conducir desde el asiento del copiloto, y eso es imposible. Tampoco es que los disléxicos tengan que recibir todo hecho, pero sí que debemos esforzarnos en poner a su disposición las herramientas adecuadas para su total desarrollo, que está ahí latente.
Ahora hemos dado la vuelta a los problemas de convivencia que tuvimos durante la infancia de Sergio y juntos apoyamos a los padres e hijos con dificultades de aprendizaje. También damos charlas en algunos encuentros, como el que hace poco celebraron en Zaragoza los chicos de Zaradislexia.
Porque es importante que los padres sepan que la dislexia no es una enfermedad, que no tiene que ver con la inteligencia de sus hijos y que si se trabaja adecuadamente sus hijos podrán estudiar lo que quieran y llegar a ser lo que deseen.
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