Uno de mis primeros recuerdos se remonta a una de las casas de acogida en la que viví hasta los cinco años. Me dijeron: "Tus padres de adopción vendrán a por ti dentro de quince días". Llegó el día y yo, ansioso, pasé todo el día asomado a la ventana, esperándolos.
Pero ese día no pudieron recogerme y me llevé un chasco. Mis compañeros en la casa de acogida, al verme llorar, quisieron calmarme, pero un cuidador se lo impidió: "Dejad que llore, no le consoléis".
Por suerte, aunque mis padres de adopción no pudieron recogerme el día acordado, lo hicieron unos días más tarde y finalmente me trajeron desde Brasil, mi país de nacimiento, hasta España.
Durante mis tres primeros años en España viví con mi padre y con mi madre. Pero ellos se separaron y empecé a vivir con mi madre y su nueva pareja: una de sus amigas de la infancia.
A los ocho años, pues, ya estaban sentadas dos situaciones que determinarían mis años siguientes: mi condición de adoptado y mi crecimiento en el seno de una familia homoparental.
Y os voy a adelantar una cosa: ahora, con 18 años, puedo afirmar que en ningún momento me faltó afecto en mi familia. Si atravesé problemas, que los tuve, se derivaron de la falta de normalización por parte de la sociedad de mis situaciones personales.
Últimamente he acudido a algunos encuentros de niños adoptados. En ellos he encontrado una comprensión que jamás había sentido antes. La adopción, por lo general, suele tener unas connotaciones negativas, se bromea con ella, y aunque parezca algo inocente, eso es algo que deberíamos evitar.
Cuando hablo con niños adoptados, por ejemplo, les digo que Supermán y Batman -aunque ahora el cine los haya puesto a pelear- fueron adoptados, y que eso nos emparenta con los superhéroes.
La adopción a veces también se asocia con algunas dificultades relacionadas con el apego, en parte debidas a la deshumanización en los centros de acogida. Ya he hablado de eso al referirme a la crueldad de uno de mis cuidadores: aunque no seamos conscientes, si somos crueles con los demás, podemos causarnos un daño duradero. Deberíamos tratar a las personas con respeto y construir entornos más humanos.
Y creo que las familias homoparentales están aún menos normalizadas. En la comunicación social predomina, casi sin competencia, la imagen de la familia compuesta por un padre y una madre. Y mejor ni hablemos de los libros escolares, donde falta mucho camino para adaptar el material escolar a las nuevas realidades familiares.
La inexistencia de otros modelos de familia hace que los niños de familias homoparentales crezcan preguntándose: ¿Qué le pasa a mi familia?
Reconozco que en el colegio nadie me hostigó por tener dos madres. Eso sí, reinaba un silencio que tampoco era muy natural. Hasta los profesores parecían incómodos con el asunto, como si afrontaran algo impronunciable.
Esto me condujo a que, durante un tiempo, fuera contando que yo vivía con mi madre y con mi tía. Nadie me obligaba a hacerlo, pero no es fácil lidiar con esa situación: los chavales, al fin y al cabo, lo que más quieren es ser aceptados y no salirse de la norma.
Pero conforme más tratas de ocultarlo, más explicaciones estás obligado a dar. Ese ocultamiento es una sensación horrible, que genera mucha ira y mucha ansiedad. Se forma una bola en tu interior, un revoltijo que te lleva a vivir etapas verdaderamente complicadas, como cuando empecé a destrozar objetos en casa, para desesperación de mis madres.
Sencillamente, no tenía las herramientas para manejar mi situación y carecía del valor necesario para hablarlo abiertamente con mis madres.
Pero todo cambió cuando, en uno de los encuentros para niños adoptados -también voy a otros organizados por asociaciones de familias homoparentales-, una chica pronunció una frase que me sacudió: "¿A qué tienes tanto miedo?".
Efectivamente, ¿por qué me daba miedo que la gente supiera que soy adoptado y que tengo dos madres? Le prometí que empezaría a contárselo a la gente. Y lo celebro, porque la primera reacción no pudo ser más divertida.
A finales del año pasado se lo confesé a mi mejor amigo -¡incuso se lo había ocultado a él!-, y me respondió entre carcajadas: "¿Acaso te crees que no lo sabía? ¡Pero si llevo años visitando tu casa!". Yo también me reí y la liberación fue tremenda.
A partir de entonces se lo he ido contando a mis amigos más cercanos, más o menos con las siguientes palabras: "Mira, en los últimos años te he mentido. Lo siento mucho y confío en que comprendas que se debía a esto y aquello". Siempre he encontrado apoyo.
Desde entonces, mis ataques de rabia se han disipado y me siento más seguro entre la gente. Es más, mis relaciones sentimentales también han crecido mucho: ya no arrastro mis problemas hacia aquellas personas que me quieren, como hacía antes, cuando mis secretos lo empañaban todo.
Y, por si alguien se lo pregunta, no tengo ningún problema con mi identidad sexual. De hecho, haber crecido con dos madres me ha beneficiado, porque, al contrario que mucha gente, he asumido que la homosexualidad es tan natural como cualquier otra opción.
Los problemas de los niños adoptados -esos pequeños superhéroes- y de los hijos de familias homoparentales no siempre son similares, al final dependen de cada uno, pero a partir de ahora haré lo posible para que no atraviesen los mismos problemas que yo.
Y, por supuesto, me gustaría que la sociedad les pusiera las cosas más fáciles: que visibilizara todas las opciones y que las asumiera con madurez. En resumen, que todos facilitáramos las cosas a unos niños que carecen de las herramientas para plantar cara a una sociedad que sutilmente nos encorseta y nos hace sentir miedo.
Texto redactado por Álvaro Llorca a partir de entrevistas con Claudio P.