Hoy me han hecho un regalo. Bajo un envoltorio azul me he encontrado unas barritas de chocolate de la marca Hacendado. La persona que me las ha regalado es la madre de una de las pacientes a las que atendía como voluntaria. Mi paciente murió hace unas semanas, pero su madre ha querido agradecerme la atención prestada durante los últimos días a su hija, su única hija, que solo tenía 30 años. A partir de ahora, cuando me pregunten por qué me hice voluntaria en cuidados paliativos pensaré en el agradecimiento de esta madre.
Me hacen la pregunta a menudo, porque solo tengo 21 años y no es habitual encontrar voluntarios tan jóvenes entre enfermos terminales. Y, hasta ahora, tampoco he sabido muy bien qué contestar. Hice mis primeros trabajos de voluntariado a los dieciséis años, acompañando a grupos de ancianos en Navidades. Más tarde trabajé con otra gente que lo necesitaba. Pero esto es otra cosa, nunca me había sentido como aquí. Si todos tenemos una misión cuando nacemos, ahora sé que esta es la mía.
Hace unas semanas, la señora que me ha regalado las barritas de chocolate, su hija y yo pasábamos muchas horas sentadas delante de un ventanal. La hija no podía hablar y apenas podía moverse por el estado tan avanzado de su enfermedad. Pero un día tomó mi mano y la acercó hasta su cara para que la acariciase. También podría mencionar ese gesto tan tierno a quienes me preguntan por qué hago esto. Los pacientes terminales agradecen mucho el calor humano, y los voluntarios estamos ahí para prestárselo.
En mi vida tampoco había tenido una relación muy estrecha con la muerte. Creo que empezó a interesarme a raíz de una presentación que hice hace dos años, junto a una compañera, en la facultad de Psicología. Elegimos el duelo porque normalmente no se habla de él, como si de esa manera alejásemos la muerte de nosotros. Y una vez que empecé a leer cosas sobre el tema, quise saber más y más. Y creo que, en parte, eso me trajo al Hospital Centro de Cuidados Laguna, donde durante el verano participé en un programa de voluntariado de la Obra Social La Caixa, el cual retomaré pronto.
Recuerdo a otra paciente de 40 años. Ella era consciente de que se encontraba cerca del final, de que no podría completar muchos de sus planes en la vida. Pero lo llevaba con mucha personalidad: me pedía que le leyera fábulas -le encantaban las fábulas- porque no quería dejar de aprender y de hacer cosas. Al principio, ante una petición así, se te encoge el alma. Pero luego piensas "es verdad, vamos a aprovechar lo que queda". Siempre he aprendido algo con cada paciente.
Además de los pacientes, debemos prestar mucha atención a sus familiares. Cuando entras a una habitación y les preguntas qué tal van las cosas, siempre te dicen cosas como:
-Bueno, hemos pasado una noche mala, pero ahora estamos mucho mejor.
-Esta mañana teníamos mucho apetito y nos hemos comido todo el desayuno.
A la vista de los pacientes, sus familiares siempre se esfuerzan en mostrarse positivos, en ocultar sus flaquezas. Pero, a veces, en el pasillo, a unos metros de la habitación, conviene preguntarles:
-¿Qué tal estás tú?
Entonces les cambia la cara y las respuestas son otras. Aprovechan para descargar la tensión acumulada durante horas y horas en el hospital. Los voluntarios tenemos que prestar la misma atención a los pacientes y a sus familias. Al fin y al cabo, cuando todo haya pasado, ellos habrán de seguir con su vida, y más vale que estén preparados.
También creo que mi juventud anima a las personas. Al verme tan joven, no sienten reparos en preguntarme cosas sobre mi vida, y así surgen muchas conversaciones. En la facultad de Psicología te explican que no es bueno abrirse mucho ante los pacientes, pero yo he visto cómo lo hacían otros voluntarios y ahora sé que puede resultar muy útil.
Gracias a otros voluntarios, que me acompañaron durante mis primeras jornadas en el centro, he aprendido la importancia de la empatía, de la paciencia y de la fortaleza. Sí, conviene ser muy fuerte mentalmente en este trabajo. Antes, en mis primeras prácticas, no era tan consciente, y eso me acabó pasando factura. En una ocasión, un paciente del hospital donde trabajaba me dijo que aquella misma tarde le amputarían una pierna. Al día siguiente, verlo tan triste y sin pierna me dejó una huella de la que apenas fui consciente entonces. Salí del hospital, pasé por la universidad, hice algunos recados y, al llegar por la noche a mi casa, me derrumbé y comencé a llorar.
Vamos demasiado rápido por la vida, y ahora procuro dedicar el trayecto de vuelta a mi casa a interiorizar todo lo que veo en el hospital. Tras ese breve ritual de desconexión, que dura media hora, ya estoy en disposición de hablar sobre lo que haga falta. No todo el mundo quiere enterarse de los casos que veo, así que los reservo para quien muestra interés.
Pero, por lo general, mi voluntariado no me impide seguir con mi vida normal. Más bien al contrario: la enriquece. Tengo amigos, salgo de vez en cuando, voy a conciertos... hago lo mismo que todo el mundo a mi edad. Al final, ser joven no es incompatible con la solidaridad, ni mucho menos. También hablamos de ello en las redes sociales e intercambiamos información sobre programas de ayuda. Entre mis amigos, mis familiares y mi novio hay muchas personas que desafían el estereotipo de que la juventud pasa de todo.
Muchas veces, la gente que se interesa por mi labor, también me pregunta: “¿Qué le dices a una persona que está a punto de morirse?”. Pero hay preguntas que no tienen una respuesta. Ni somos dioses ni tenemos que buscar siempre el comentario perfecto para nuestros pacientes. Normalmente basta con estar ahí, a su lado.
Texto redactado por Álvaro Llorca a partir de entrevistas con Rocío Quemada.