Soy una persona gris, anodina e intrascendente.
Vivo en un pueblo de 8.000 habitantes, entre semana doy clases particulares de piano y los domingos salgo a pasear con mis amigas por la playa.
No bebo alcohol y me gusta tocar música en las misas y en las romerías que se celebran en mi pueblo.
Soy todo lo contrario a lo que te viene a la cabeza cuando piensas en una persona transexual.
Porque la imagen de la transexualidad ha estado, durante demasiado tiempo, ligada a la perversión, a la noche y a la oscuridad.
Y lo sé bien: cuando no era más que una niña cogí inocentemente una revista en casa de mis padres en la que se hablaba de los transexuales como seres desviados.
Esa fue la primera vez que leí la palabra "transexual". Y aún no hemos logrado desembarazarnos completamente de esa idea.
Es hora de aprender que l@s transexuales somos muy diferentes entre nosotros, y que, más allá de nuestra condición, cada un@ es un mundo.
Ojalá llegue el día en que no se nos prejuzgue como trans... y solo se nos valore por nuestra condición de personas.
Tengo el recuerdo de una infancia más o menos feliz en Pontedeume.
Durante la infancia, los niños y las niñas no se diferencian tanto. Si a esa edad estás montando en bicicleta, comiéndote un helado de fresa o correteando por la playa, no existe nada más.
El problema llega cuando las otras chicas empiezan a desarrollar sus caracteres sexuales secundarios y tú no. Y cuando los vecinos del pueblo empiezan a llamarte "mariquita".
La niña feliz que monta en bicicleta, que come helados y que corre por la playa, de repente, se convierte en una persona desconcertada, incomprendida, herida.
La pubertad fue, sin duda, mi época más solitaria.
A estas alturas, ya en la cincuentena, a mi memoria solo le apetece rescatar postales entrañables. Por ejemplo, cuando me encerraba en el baño para depilarme con una máquina que yo misma me había comprado. O cuando, a hurtadillas en la discoteca del pueblo, me ponía una falda.
Eso sí, entonces evitaba la pista de baile y me quedaba en las zonas más oscuras de la discoteca. Así vivimos l@s transexuales durante la pubertad: arrinconadas en las zonas sombrías.
A los 17 años, un poco asfixiada, me marché del pueblo para estudiar en una ciudad más grande, donde entré en contacto con otras personas transexuales. Eso amplió mis perspectivas, pero el sentimiento de autocastración mental no desaparece del todo.
Para que os hagáis una idea, en esa época aún seguía vigente la ley de vagos y maleantes, que contemplaba cárcel para homosexuales y transexuales.
Habiendo superado ya la veintena, hablé seriamente con un familiar, quien me recomendó a una sexóloga. La sexóloga me explicó que mi transexualidad era fruto de un complejo de Edipo. Vamos, que de transexualidad no tenía ni la más mínima idea.
A estas alturas, como digo, prefiero convivir con los recuerdos más agradables. Quizás sea un mecanismo de protección, porque duele pensar que jamás recuperaré los años de mi pubertad.
¿Con qué derecho la sociedad puede robar a una niña unos años tan maravillosos, tan llenos de asombro? Y, sobre todo, después de tantos años, ¿por qué lo seguimos permitiendo?
Hay quien dice: "Pueblo pequeño, infierno grande".
Y yo digo que, por suerte, en mi caso, esa frase no me representa.
Hace cinco años, a mis 50, cuando ya sumaba cinco de tratamiento hormonal, me reinstalé definitivamente en Pontedeume.
En los años previos, trabajando como audioprotesista, me moví bastante por el entorno rural. Y algunos de mis clientes fueron testigos de mi transición por el tratamiento hormonal. Ni uno solo me dedicó un mal comentario.
Esa experiencia previa me ayudó a que, en mi regreso al pueblo, no sintiera ni vértigo ni miedo.
No he detectado mala fe por parte de mis vecinos. En todo caso, desconocimiento. Ha habido gente que me ha dicho: "¡Habérmelo dicho antes!". Joder, como si fuera tan fácil. Me ha costado años en reunir las fuerzas necesarias para someterme a la transición. Y también me han dicho: "Qué suerte tienes que te hayamos aceptado". No, no es una cuestión de aceptación, sino de respeto. Y punto.
Aunque la mayoría me ve como un vecina más, hay quienes se resisten a hablarme en femenino. La primera vez, les digo que eso está mal. La segunda vez, les insisto en que no deben hacerlo. Y, la tercera vez, para mí, dejan de existir. Creo que tengo el derecho a exigir cierta sensibilidad.
No es tan difícil comprender que yo siempre he sido una mujer. Pero algunas personas cisgénero (es decir, aquellas cuya identidad de género y género asignado al nacer coinciden), al atesorar una posición de privilegio, son incapaces de ponerse en otra piel.
Es la condición humana: somos seres egoístas y, en ocasiones, solo nos planteamos las cosas cuando nos afectan personalmente.
Sea como sea, la relación con mis vecinos es muy saludable. Soy una persona habladora y casi todo el mundo me corresponde. También estoy involucrada en algunas actividades como el canto coral. Y, como decía antes, todos los domingos me junto con mi grupo de amigas para pasear. En resumen, una vida anodina, pero plena.
Muchas personas transexuales, durante algunas etapas de sus vidas, nos apoyamos en el asociacionismo.
Por ejemplo, justo antes de empezar mi transición, me puse en contacto con Transexualia, donde conocí a Cris, una persona muy importante para mí. Y nada más ver un programa de televisión sobre transexualidad, llamé a Chrysallis, y de ahí nació una estupenda relación personal con Natalia y Eva.
Y también participé, con una charla, en las XIX Jornadas de psicología y salud del Colegio Oficial de Psicología de Galicia.
En el pueblo, obviamente, no hay ninguna asociación para transexuales. Pero eso no me ha impedido mantenerme en contacto con personas que han atravesado lo mismo que yo.
Soy una activista transexual freelance.
Muchas personas transexuales de Galicia visitan mi casa de Pontedeume. Algunos profesionales que conocí en la sanidad pública, así como los integrantes de las asociaciones, les ponen en contacto conmigo, porque me consideran un buen referente, y yo las recibo encantada.
La mayoría de veces llegan padres desorientados con hij@s transexuales. Gracias a estas visitas, he conocido maternidades y paternidades maravillosas, muy comprometidas con el bienestar de sus hijos.
Yo sé que les tranquiliza comprobar que llevo una vida rematadamente normal. Y también les recuerdo que, por favor, una vez que sus niñ@s hayan completado su transición, no se olviden de educarles para que no perpetúen los roles de género.
Otras veces, directamente, me han visitado menores transexuales que necesitaban un poco de aire. En ese caso, me sale una vena un poco maternal, y les hablo de la importancia del conocimiento.
Si aprenden sobre su cuerpo, sobre sí mismas, sobre aquello que les rodea, entonces tendrán mejores herramientas para afrontar sus problemas y para desmontar a las personas reaccionarias.
La otra gran herramienta es, por desgracia, el dinero. Nadie mira mal a alguien transexual que se gasta 600 euros en un vestido. Si alguien transexual visita un restaurante de lujo, le recibirán como si fuese una grande de la realeza europea. Sí, el desprecio a la transexualidad también es clasista.
Pero no todas mis visitas son afortunadas. He recibido, por ejemplo, a una mujer transexual, de casi mi edad, que sigue sin dar el paso. Tanto su contexto familiar como su pueblo son mucho más opresivos que los míos. Me duele pensar que esa persona se sentirá, por el resto de sus días, como un puzle roto.
Me consta que yo he tenido mucha suerte.
Si, con el paso de los años, me he permitido ser optimista, recrearme en los recuerdos buenos, es porque mi tratamiento hormonal ha sido un éxito.
Quizás porque siempre he sido una persona andrógina, con una naturaleza muy femenina, he feminizado muy bien. Once años después de haber comenzado mi transición, quienes me ven por primera vez se dirigen a mí en femenino.
Mi presencia se diluye incluso en los entornos más femeninos, como en la cola para hacerme una mamografía. También hice mi transición legal y me cambié el nombre.
Y, pese a que mi transición haya sido tan satisfactoria, hay veces en las que me miro en el espejo y aún veo al muchachito que yo era, cohibido, atemorizado. No quiero pensar en lo que pasará por la mente de quienes no han logrado dar el paso de reivindicar su propia naturaleza.
Como decía al principio de este artículo, cada transexual es un mundo. Pero deberíamos sentirnos apelados y concernidos por cada uno de esos mundos. Si el cuerpo puede convertirse en una cárcel, al menos, que nadie viva en cadena perpetua.
Texto redactado por Álvaro Llorca a partir de entrevistas con Sandra de Castro.