Lo que vas a leer a continuación, probablemente, te genere incomodidad.
En mi primer parto, mi hijo nació muerto. Fue un parto normal, con sus contracciones, con sus dolores, con sus angustias, pero sin la recompensa de estar trayendo vida al mundo.
Yo ya sabía que mi hijo venía muerto, así que tampoco hice ningún esfuerzo por verlo. Los llantos de los otros recién nacidos se escuchaban desde mi habitación en la maternidad, y yo solo quería irme de allí. Pero una matrona me insistió muchísimo:
-De verdad, creéme, será mejor que lo veas.
Y no os podéis imaginar cuánto lo agradezco. Ahora guardo con mucha ternura su imagen, envuelto en una toalla, con sus ojos cerrados, con sus brazos minúsculos pero perfectamente formados, tras 22 semanas de embarazo... mi pequeño Javier.
No estaba clara la razón por la que había perdido a mi hijo, ya que el parto había transcurrido con absoluta normalidad y en la autopsia no encontraron nada. Así que un médico me dijo entonces: "Es como si hubieses perdido a un familiar en un accidente de tráfico".
Pero no, no es lo mismo. Yo había perdido a mi padre en un accidente de tráfico y juro que no es lo mismo. No podía conformarme con esa explicación.
En general, somos muy torpes a la hora de tratar con quienes atraviesan un duelo. Tras haber dado a luz un hijo muerto, a mí me decían: "Es mejor que haya muerto ahora a que muriese después de haber nacido". O: "Míralo por el lado bueno, es mejor que haya muerto ahora a que hubiese nacido enfermo". O: "Aún estás a tiempo de tener otro". Estas frases, aunque bienintencionadas, no traen ningún consuelo. En un momento así, no hace falta sacarse justificaciones de la chistera, porque hay cosas que ocurren sin ninguna justificación. A veces, un gesto vale más que mil palabras, y basta con mostrarse cercanos con la persona que sufre.
Hablar tan abiertamente de la muerte de una criatura inocente es incómodo. Nos hemos acostumbrado a orillar las historias tristes, cuando en realidad son de lo más natural. Pero quizás deberíamos dedicar más tiempo a hablar de ello.
Un mes después de que Javier naciera muerto, volví a quedarme embarazada. Todo iba por buen camino, pero, como una fotocopia del parto anterior, empecé a sentir unas contracciones que me llevaron al hospital. Y, otra vez, mi bebé nació sin vida. Era una niña y se llamaba Sara.
En este caso, fui yo quien insistió en verla. Solo tenía 18 semanas, por lo que aún venía envuelta en la placenta y no estaba tan formada como su hermano. Pero, aun así, me consuela mucho haberla visto.
Llegar a casa después del hospital y, otra vez, encontrarse con toda una colección de ropa y juguetes sin estrenar, me provocó una sensación de vacío que va más allá de lo descriptible.
Todos aquellos objetos, junto con las ecografías, ahora están en cajas. En un principio, no tenía ni idea de cómo relacionarme con esos recuerdos. Sentía una necesidad incontrolable de acercarme a ellos, de abrir esas cajas, de tocar las pequeñas prendas. Pero, al mismo tiempo, tenerlas entre mis manos me deshacía por dentro.
No sabemos reaccionar ante el duelo de los demás, pero también somos niños ante el propio. En mi caso, y en el de muchas madres que he conocido y que han pasado por la misma situación, no podía evitar sentirme culpable.
Por ejemplo, al cruzarme con una mujer embarazada, me invadía la ira. ¿Acaso me estaba convirtiendo en un ogro? ¿Acaso era lo normal? También es complicado gestionar el duelo de cara a los seres queridos, porque quieres protegerles de tu propio sufrimiento. Cada Navidad, por ejemplo, quería prender dos velas por mis hijos muertos, pero no quería arruinar la fiesta a mis familiares. En esas condiciones, ¿qué es lo correcto? De hecho, ¿hay algo que sea correcto?
Apuntarme a un grupo de duelo prenatal y perinatal fue una gran decisión, porque hablamos abiertamente de aquello que fuera callamos por incomodidad. Y éramos muchas, muchas más de las que pensaba.
Tras el parto de Sara, sí que recibí una explicación a mis problemas: sufría incompetencia cervical (el cuello de mi útero se abría al alcanzar el feto un peso considerable). Eso sí, todavía quedaba la opción del cerclaje (que me cosieran el cuello del útero entre las semanas diez y doce de gestación). Y si quedaba esa opción, yo quería agarrarme a ella.
Fue el comienzo de un proceso larguísimo de tratamientos en el que sufrí otros dos abortos espontáneos. En ambos casos, antes de las doce semanas de gestación. Apenas tenemos cifras sobre abortos naturales, pero suele decirse que entre el 10 y el 15% de los embarazos tienen este final. Y el 85% de estos abortos naturales se produce en las primeras 12 semanas de gestación. Sí, es muy probable que entre esas mujeres con las que te cruzas cada día de camino al trabajo, o incluso entre tus compañeras de trabajo, se hayan producido varios casos, aunque no lo sepas.
Y si no lo sabes es porque el aborto natural trae un duelo desautorizado socialmente. Si no había nacido, ¿cómo puedes sentir su ausencia?, se pregunta la gente. Pero las mujeres embarazadas empiezan a sentirse madres desde que reciben la noticia. Es imposible sustraerse a las proyecciones felices de lo que será tu vida, con tu pequeño al lado, parques, juguetes, algún disgusto, risas, sus primeras palabras.
Como decía antes, hemos pasado muchos años intentándolo. Y el año pasado volví a quedarme embarazada. Nos habíamos mentalizado tanto para el peor de los escenarios, que nunca dejó de sorprenderme que fuera sumando semanas.
Ahí, inmovilizada en la cama desde el principio, porque mi embarazo, cómo no, se consideraba de riesgo, llegué a la semana doce y me practicaron el cerclaje. Luego, superé la semana 18, la misma a la que se fue Sara. Y la 22, en la que murió Javier. Y sin dejar de sentirlo como un milagro, superé la semana 24, a partir de la cual el bebé puede nacer como prematuro. La semanas pasaron y, después de seis años de intentonas, aquí tengo a María, justo a mi lado, pequeña y hermosa, en su cuna, aún sin haber cumplido los tres meses. Probablemente era mi último cartucho, porque yo ya tengo 44 años, y no sé qué habría sido de mí de no haberlo logrado.
Tampoco puedo decir que este milagro haya cerrado mi duelo. Me surgen dilemas para los que no estoy preparada. ¿Será bueno vestir a María con la ropa de Sara? ¿O debería dejar esa caja intacta?
Desde luego, los nombres de Javier y Sara no aparecerán en el libro de familia, que no entiende de sentimientos, pero yo he tenido tres hijos. Sé que hablarlo es incómodo, pero la vida y la muerte a menudo se entrelazan con estas formas crueles, y deberíamos hablar más de ello para que muchas mujeres sientan el abrazo que necesitan en sus duelos.