Lesbianismo: cuando el armario se abrió, estaba lleno de palabras

La escasísima visibilidad que ha tenido la homosexualidad femenina se nota también en el lenguaje

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Orgullo Gay 2018

Salir del armario es en lo personal un valiente acto de coherencia con la propia identidad, es en lo social un hecho de reivindicación y ha sido en lo lingüístico un interesante punto de partida para que se dé un cambio en el vocabulario.

En los últimos 20 años se han puesto en circulación términos para hablar de la homosexualidad sin connotación ofensiva y se usan ya comúnmente siglas inclusivas de identidades sexuales discriminadas (LGTBI). Si miramos hacia atrás, la situación era otra, ya que los vocablos utilizados en español para hablar de homosexualidad eran mayoritariamente insultantes. Con todo, había una obvia descompensación en ellos: se usaba un amplísimo número de adjetivos para la homosexualidad masculina, pero en cambio la homosexualidad femenina en español se señalaba históricamente con apenas dos términos: marimacho y machorra.

En un paralelismo con los nombres de plantas, donde el ejemplar que no da fruto es llamado ‘macho’, el adjetivo ‘machorra’ se aplicaba para hembras animales que no concebían por ser estériles. En un viaje que es muy común para los significados, ese sentido pasó del mundo animal a lo humano, y la palabra empezó a designar a la mujer que no podía tener hijos, a la que no quería casarse o a la que tenía apariencia masculina. El testimonio más temprano de este empleo lo tenemos en 1495, cuando se imprime un diccionario español con definiciones en latín compuesto por el sevillano Elio Antonio de Nebrija y en el que se define a la mujer machorra como ‘mulier mascula’ (en castellano, mujer masculina).

El otro adjetivo histórico usado en un sentido similar fue ‘marimacho’. Marimachos eran todas aquellas mujeres con comportamiento varonil. La antigüedad del uso se verifica también en diccionarios antiguos del español; por ejemplo, en el suplemento al diccionario de Sebastián de Covarrubias de 1611, se afirmaba que marimacho era el nombre que había puesto la gente “a unas mujeres briosas y desenvueltas que parece haber querido naturaleza hacerla hombres, si no en el sexo a lo menos en la desenvoltura’.

En ambos casos, marimacho y machorra tenían un valor despectivo en su aplicación a mujeres. En cambio, no tuvo tal sentido ofensivo un tercer adjetivo usado en español para designar a lo que se entendía como mujer varonil: varona. La palabra varona se utilizaba para traducir al latín ‘virago’ y se aplicaba para calificar a heroínas o diosas de la antigüedad que fueron célebres en guerras, batallas o en menesteres que se tenían por típicos de los hombres. Por ejemplo, un autor del siglo XV (Alonso Fernández de Madrigal) decía de Minerva, diosa de la guerra, que fue “fembra e no varón, mas llamáronla varona, que es mujer teniente e condición del varón cuanto al esfuerzo e valentía”. Como vemos, se aceptaba con naturalidad el alejamiento del estereotipo femenino en mujeres distanciadas en el tiempo y el espacio en que se vivía: las antiguas eran varonas pero las de la época se quedaban en machorras o marimachos.

En el siglo XIX, nuevos términos empiezan a circular para nombrar a las lesbianas. En libros de medicina e higiene que trataban la homosexualidad como una patología o enfermedad, aparecen formas como ‘desviada’ o ‘invertida’ (igual que sus equivalentes masculinos desviado e invertido), palabras que han tenido cierta continuidad en el siglo XX y que hoy resultan discriminatorias.

Por otro lado, en esa misma fecha también, y con especial intensidad a finales del XIX, comienzan a usarse para designar a la homosexualidad femenina palabras emparentadas con la antigüedad grecolatina y rescatadas de libros de historia y literatura antiguas. La referencia literaria principal es obviamente la poetisa griega del siglo VI a.C. Safo de Mitilene, originaria de la isla de Lesbos, que da lugar al primer icono de homosexualidad femenina en la literatura. Si su figura no fue borrada de la cultura occidental era porque se sostenía que los poemas de Safo a las mujeres hablaban de amistad platónica y no de amor real.

Palabras como lesbio, lesbense o sáfico se utilizaron en español desde la Edad Moderna, pero como adjetivos gentilicios o de referencia literaria: se hablaba de versos sáficos para un tipo métrico usado en poesía, de vino lesbense para el procedente de la isla griega o de lesbiano para aludir al habitante de ese lugar.

En español, prácticamente hasta el siglo XX no se encuentra ningún caso de empleo de lesbianismo o lésbico para hacer referencia a la homosexualidad, pero la situación comienza a cambiar en los años 30 del siglo pasado y ya dos novelas de los años 50, una española y otra americana (Entre visillos, de Carmen Martín Gaite, y La región más transparente, del mexicano Carlos Fuentes) deslizan usos de ‘lesbiana’ entre sus páginas. Esta palabra pudo tener uso ofensivo en determinados contextos, pero desde luego nacía menos connotada y cargada de sentido negativo que machorra o marimacho.

Por su parte, también desde el XIX se extendió otra palabra más, también de resonancia antigua: tribadismo (desde el griego tribo ‘frotar’) que, junto con tríbada, se usa en la actualidad de forma neutra para hablar de lesbianismo y lesbiana.

Hoy, junto con términos neutros y no marcados como lesbianismo o lesbiana, tenemos un amplísimo grupo de palabras que coloquialmente se emplean para designar a las lesbianas (aquí puedes ver un diccionario muy completo al respecto). El panorama es, pues, contrastante con la situación antigua, en la que el desequilibrio entre las múltiples formas de apelar al varón homosexual y las pocas para designar a la mujer mostraba en la lengua un reflejo de la situación de escasísima visibilidad que ha tenido la homosexualidad femenina en la vida cotidiana de la cultura occidental.

No es un mero juego de palabras el verso de Alejandra Pizarnik: “Las palabras son claves, son llaves”. La llave que abrió el armario no fue lingüística, pero cuando la homosexualidad femenina salió masivamente del armario, ‘marimacho’ y ‘machorra’ empezaron, afortunadamente, a dejar de ser las palabras claves.

Tortilleras en España, areperas en Colombia, cachaperas en Venezuela

L. P.

Las palabras actuales para denominar a las lesbianas están sometidas a una fuerte variación geográfica. En México encontramos voces como manflora o cambuja (originariamente se usaba para aludir al mestizo que venía de indio y negro); en Puerto Rico bucha, en Cuba tuerca... La diferencia más curiosa se da en los nombres derivados de la masa de pan: tortillas, arepas o cachapas dan lugar a términos como tortillera (en España), tortera (El Salvador y Perú), arepera (en Colombia y Ecuador) o cachapera (en Venezuela y Puerto Rico); pastelera y panadera se dicen en Perú y gran extensión tienen también bollo y bollera en España. La vinculación entre la homosexualidad femenina y el léxico del pan y la masa es, pues, muy amplia en español. El antiguo refrán “sábado sin bollo domingo machorro” aunque una en sí dos palabras hoy referentes al lesbianismo no tenía en su momento ninguna doble lectura, significaba que si el sábado no se amasaba pan el domingo no habría qué comer, por tanto sería un día estéril o ‘machorro’.

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