Soy hija del camino y de la casualidad, porque nací en Madrid, pero podría haber sido a 6000 kilómetros o a la mitad.
Soy hija del camino y de la casualidad porque, aunque abrí los ojos en España, francamente, me da igual.
Soy hija del camino y en él sigo porque allí me dicen que soy de aquí y acá me dicen que soy de allá.
Rechazo el término de migrante de segunda generación y, sin embargo, admiro a mi padre por tener experiencia migratoria, por salir de casa sin fecha de vuelta, por llegar a Madrid en invierno, cuando no sabía lo que era el frío, ya que, en el ecuador del mundo, la rasca, la lluvia y las nubes bajas y espesas continúan siendo calor. Le agradezco que nos haya transmitido su Guinea, su Niefang. Rabié cuando descubrí que el país del que nos habló solo existía en su memoria y que cambió desde el minuto siguiente de su partida, de igual modo que lo hizo él.
Hay quien piensa que estar en contra de la expresión “migrante de segunda generación” oculta complejos y no. Yo soy guineoecuatoriana y española, las dos, no soy mitad, mitad, asumo todas las partes que me han conformado, a pesar de sus miles de pesares, políticos, culturales e históricos. He tenido dos pasaportes, aunque, en uno de mis países sea ilegal. Me gustaba contar con algo físico que certificara esa doble realidad posible e impensable. De manera que, si no me gusta no es por no querer asumir la experiencia migratoria de mi progenitor, sino porque considero que, especialmente en la forma en la que hablan de nosotras en los medios de comunicación, esconde el no reconocimiento y el asombro perpetuo por nuestra españolidad/catalanidad/ galleguidad, etc…
Vivo en un municipio del extrarradio madrileño al que, durante algunos años, dieron el sobrenombre de “la Extremadura del Norte”, pero a ninguna amiga le dicen que es migrante de segunda generación y, técnicamente, lo son. Cuando mi padre llegó de su tierra, aquello todavía era provincia de esto, pero yo sí lo soy y ellas no, cosa que demuestra que, muchas veces (sobre todo cuando el asunto que se trata tiene connotaciones negativas), hablar de migrantes es hablar del color. De lo contrario, también usarían ese término con el periodista Hermann Tertsch, hijo de un austríaco o con el secretario general de VOX, Javier Ortega Smith, cuya madre es argentina.
En el Estado español se racializa la nacionalidad, así que española es ser blanca y a las demás tienen que explicarnos, puesto que no podemos ser a secas. Nos ponen muchos apellidos, nos preguntan que si somos “españolas-españolas”, “vascas-vascas”, “catalanas-catalanas”, como si nos estuvieran hablando desde un lugar con eco. Nos exigen, cuando aún no nos conocen, que nos remontemos a nuestras antepasadas para intentar entender por qué somos negras. Lo cierto es que no quieren saber quiénes somos sino de dónde venimos para así enjaularnos en una categoría. Yo he sido africana, guineana y guineoecuatoriana. Ahora que hay más personas originarias de todo el mundo, soy dominicana, brasileña y cubana. ¿Sentirme? Me siento a ratos, y hablo en primera persona del plural desde muchos flancos. Pero a diario, me considero de mi Alcorcón, el lugar que conozco, donde me conocen y tengo un nombre, el sitio en el que me saludan mis vecinas, el espacio aprehensible de mi infancia y de los afectos.
Sin embargo, los que ponen etiquetas duermen tranquilos colocando todo, supongo.
Crecer en un entorno que duda de ti y que te encarcela en los estereotipos que acarrean las banderas con las que te visten tiene consecuencias.
Hay quien piensa que basta con que pase el tiempo o con que haya más personas de orígenes diversos para que todo vaya genial, sin pensar que la península Ibérica nunca fue 100% blanca (desde el Sur, se ven las costas de África), que el tiempo no hace magia y que son necesarias políticas y estrategias concretas de trabajo para acabar con problemas que llevan décadas dándose de la misma manera.
A través de mi canal de YouTube, “Nadie nos ha dado vela en este entierro”, en el que entrevisto a personas africanas y afrodescendientes residentes en el Estado español, he podido comprobar que nuestras experiencias como hijas e hijos de la casualidad, independientemente de nuestra edad, se parecen bastante y que eso genera que, en general, sintamos cierta desafección nacional, que nos instalemos en el desarraigo y lo llamemos hogar, que nos identifiquemos con el país de nuestras madres y/o padres o que creemos naciones alternativas que están más vinculadas con los recuerdos amables, con los pueblos, los barrios o con movimientos culturales como puede ser el hip hop. Asimismo, observo cómo muchas personas admiten que nunca pensaron que podrían hacer gran cosa a nivel laboral debido a que no veían (les mostraban) a nadie como ellas en determinados puestos. O algo todavía más perverso: cuando prosperan, llegaron a creerse que no eran como el resto y que eran excepciones, dando crédito a una construcción de la otredad exógena que nos infravalora como comunidad y nos convierte en una masa homogénea y amorfa.
Y yo, entre medias, me fui a vivir a Guinea Ecuatorial y me di de bruces con la realidad, porque lo que tenía en la cabeza sobre mi otra tierra, me lo había inventado, mezclando recuerdos paternos de infancia, edulcorados por la maldita nostalgia y con deseos fervientes de sentirme, al fin, en casa. Y volviendo al principio, mi casa, está en el camino.
Lucía Mbomio es periodista y autora de la columna semanal Barrionalismos en El País Madrid.