Me tocó el Gordo, pero sigo levantándome cada día a las 7.00

Mi vida no ha cambiado tanto (salvo en el banco, donde ahora me hacen la ola)

"No aparezco en la imagen para conservar mi anonimato"

Hay frases que transforman vidas. Algunas te las dice un amigo y son tremendamente profundas. Otras las encuentras en un libro y resuenan en tu cabeza durante semanas. La frase que cambió mi vida, sin embargo, se pronunció en un bar de carretera:

-Por favor, que sean dos bocadillos de lomo, dos Aquarius y un décimo de lotería.

Pienso en aquel día y recuerdo a dos personas caminando resueltas hacia la barra, saludando con confianza a los parroquianos y actuando como si fuesen conscientes de que aquella frase acabaría provocando un cambio de 200.000 euros en sus vidas.

Pero la imagen que vieron los demás debió ser muy distinta: dos compañeros viajando 300 kilómetros por trabajo, a bordo de un coche con 13 años de antigüedad por el norte de España, resollando penosamente por el calor de agosto y odiando un poquito porque el resto de parroquianos seguramente se dirigían a sus destinos vacacionales.

Por suerte, nada más llegar a la barra, mi compañero pronunció aquello que aún suena a música para mis oídos:

-Por favor, que sean dos bocadillos de lomo, dos aquarius y un décimo de lotería.

En aquella ocasión, nos pareció divertido comprar un décimo a medias en pleno mes de agosto, pero tampoco le concedimos mayor importancia. Era un número cualquiera, ni mi terminación favorita ni ninguna fecha especial. Sencillamente, el que nos dieron. Engullimos nuestros bocadillos y continuamos el viaje sin que ocurriera nada memorable... hasta que cuatro meses más tarde sonó mi teléfono.

-Tío, que nos ha tocado.

Desde el primer momento, supe que no era broma. Aquella excitación en el tono de voz no la impostaría ni el mejor de los actores. Yo me encontraba delante de mi escritorio, recién salido de una reunión. Y no fue fácil contener la primera oleada de excitación.

Había ensayado mentalmente ese momento muchas veces. Sin ir más lejos, en la víspera del sorteo había mantenido la clásica conversación con mi compañero: "¿Te imaginas si mañana nos toca la lotería?".

Durante el año apenas gasto dinero en lotería y apuestas. Pero la cosa cambia cuando se acerca Navidad. Entonces, cumplo con todos los rituales del jugador premium: detrás de cada décimo apunto concienzudamente con lápiz el nombre de las personas con quien lo juego, y también comparto fotografías de todos mis números con el resto de jugadores. El año en que gané la lotería, había gastado unos 200 euros para el sorteo de Navidad.

He dejado el relato en el momento en el preciso instante en que me invadía una oleada de excitación por la noticia. Lo primero, busqué la fotografía del décimo que le había enviado a mi compañero y la comparé con un listado online de números premiados. El doble check funcionó, me había tocado el Gordo.

En ese preciso instante nacieron dos de mis obsesiones. La primera, por favor, que el décimo no se perdiese. Y, la segunda, que no se enterase mucha gente. En mi trabajo estaba negociando un aumento de sueldo porque llevaba tiempo sin sentirme valorado. Ponerme a pegar saltos tras haber ganado 200.000 euros podría mandar el mensaje de que ya no era necesario. Así que me contuve -con grandes esfuerzos- y no se lo conté a ningún compañero.

Ese día apenas levanté la mirada del suelo, porque soy una persona expresiva y no quería delatarme. Frente a las escenas que se forman en las administraciones de lotería, con la famosa lluvia de cava y las típicas frases estilo "esto me servirá para tapar algún agujero", yo parecía salido de un velorio.

No quería pasarme el tiempo dando explicaciones, ni que la gente me tratase de otro modo. Esto último lo probé en mis carnes cuando me planté en una sucursal bancaria para cobrar el premio:

-Por favor, pase a nuestro despacho y póngase cómodo. Está usted en su casa. Aquí encontrará todo lo que necesita. Estamos a su servicio -me dijo una persona encorbatada que casi se parte por la mitad entre tanta reverencia.

No hace falta decir que, siendo un joven menor de treinta años que aún vivía con sus padres, nunca me habían tratado así. El principal cambio que el premio trajo a mi vida fue precisamente que logré comprarme un piso e independizarme. El otro gran cambio fue un coche nuevo. Pero no penséis en un descapotable de alta gama: me compré la última versión del mismo modelo que tenía antes, aquel con 13 años de antigüedad a lomos del que empezó esta aventura. Y tampoco me he permitido caprichos. En realidad, si ahora consulto mi cuenta bancaria, hay menos dinero en ella que antes del sorteo. Eso sí, a cambio llevo en el bolsillo las llaves de un piso en propiedad. También cambié de trabajo, no tanto porque me hubiese tocado la lotería, sino porque aquel aumento de sueldo no llegaba y lo hubiese hecho en cualquier caso.

Ha pasado el tiempo y solo una decena de personas saben que me tocó la lotería. Y todos suelen preguntarme: "¿Eres más feliz desde que te tocó la lotería?". Invariablemente, respondo que no. Por supuesto, me ha quitado algunos problemas y me ha proporcionado cierta tranquilidad. Es, más o menos, como si hubiese deshecho un nudo.

Sobre todo, por la vivienda, que, pese a ser una necesidad esencial, nos exige a los jóvenes dejarnos la piel años y años. Soy consciente de que es mucho más de lo que la gente puede permitirse y me siento afortunado. Pero cada mañana, igual que tú, me levanto temprano -en mi caso a las 7.00-, me siento delante de mi escritorio, trabajo 40 horas semanales y sigo luchando por las cosas de siempre.

Mañana jugaré seis décimos, que no está mal, aunque tampoco lo hago muy convencido, porque tengo la sensación de que mi cupo de suerte ya está cubierto. Si en el sorteo de mañana te encuentras entre los afortunados, te daría un consejo que, aunque se parezca al que te daría tu abuela, a mí me ha funcionado: actúa con la cabeza fría, porque conseguir el dinero es complicado, pero gastarlo es muy fácil.

José Miguel López es un seudónimo para salvaguardar la privacidad del protagonista. Este texto ha sido redactado por Álvaro Llorca a partir de entrevistas con José Miguel López.