La Matrioska activa el modo veraniego. Para que estas semanas de calor sean más refrescantes, hemos invitado a varias autoras a que os escriban las cartas de los próximos domingos. Habrá reflexiones, relatos, poesía, autoficción y más sorpresas y compañía, tanto para las que están en la piscina como para las que languidecen en el sofá con las ventanas cerradas a cal y canto. Todo, con un hilo conductor: ️☀️EL VERANO🌊 Si quieres recibirlas en tu correo, suscríbete aquí.
Esta newsletter está escrita por Ana Gómez Pérez-Nievas (@paisdejarl)
El verano empieza en ese preciso momento en que te das cuenta de que escuchas tan nítidamente a los vecinos que ya no distingues si forman parte o no de tu familia. Las ventanas abiertas son eso: agujeros por los que transportarse a las vidas ajenas.
De pequeña fui experta en formar parte de la vida de los otros a través de las ventanas de la casa de mi abuela. Podría decirse que vi crecer a los vecinos, sin llegar a observarlos jamás en persona, solo a través de una pormenorizada escucha, verano tras verano, de su íntima cotidianidad. He escrutado historias ajenas como si me fuera la vida en ello, con la misma laboriosidad que he buscado defectos míos en el espejo durante la adolescencia: “Algo encontraré”.
Se oía el temblor de la lavadora que ponían por las noches, para ahorrar. Su estruendo traspasaba también las ventanas cerradas, e incluso ahogaba el griterío de aquellos gemelos correteando por la casa, escapando de su madre. Mi solidaridad con ella acababa cuando empezaba esa lavadora que debía ser grande como una piscina, si no, no me explico el ruido que emitía.
Se escuchaba también a María quejarse de que su marido hacía un batiburrillo con la ropa, y de que ella era la única que se preocupaba por qué comida faltaba en la casa. Como si él lo viera todo ya “repuesto” en una especie de proceso mágico: “Como siempre está ahí, ¡nunca ves que la leche se acaba! Pero está ahí por algo...”, gritaba, susurrando, eso sí, en la parte de los puntos suspensivos. El bar/pensión de enfrente, que luego desapareció, donde los carajillos empezaban a las seis de la mañana, también contenía ese velo de puro y cigarro: “No te asomes así a la ventana, muchacha, que te vas a caer”, me advertían desde abajo. Claro, es tan fácil caerse por una ventana.
Y todo esto en el edificio contiguo. Porque en el mío vive mi familia de verdad, la que por lazo de sangre y no por vecindad me pertenece. Ahí sí que se escucha todo a través de unos extraños vasos comunicantes que unen nuestros pisos, como si hubiera micrófonos de La Vida de los Otros colocados en las tuberías para que podamos percibir la realidad aumentada. No hay otra forma de entender si no que ni mi tía ni mi abuela ni mis primos pueden tirar de la cadena en ese edificio sin que yo me entere. Y oye, a menudas horas, a veces, llegaban Gus y Tito.
A través de mis ventanas abiertas se escuchaban también las campanadas de la plaza Nueva. Cuando explico a la gente que sonaban (suenan) cada cuarto de hora, nadie comprende. Cada cuarto de hora significa que si tienes insomnio, el -precioso por otra parte- reloj del centro de mi ciudad natal te espera y te señala como un espía: han pasado quince minutos más. Después 30, 45 y todavía no te has dormido. Y finalmente las horas: una, dos, tres, cuatro, que corren despacio y largas como una tormenta de verano, tan estruendosa y espesa como fugaz.
Desde las ventanas abiertas de mi casa escuché una vez un grito sordo que nunca se me olvidará, y que después me enteré de que era un vecino cuando le informaron de que sus padres habían muerto en un accidente. Es imposible reproducir con palabras ese rugido animal, pero cuando levantamos la persiana para sacar nuestras cabezas, mi hermana y yo lo vimos correr calle arriba y abajo, y pensamos que era un loco en medio de algún tipo de ataque. La locura, ya se sabe, a veces es simplemente la conciencia más graduada.
Mi hermana y yo, siempre investigadoras, vimos desde la ventana de mi abuela a una persona colarse con un saco a los hombros, como si fuera Papá Noel, a través del tejado de la casa de enfrente. Estábamos utilizando unos prismáticos de propaganda, con los que nos creíamos detectives, cuando vimos a ese hombre forzar la ventana del segundo y entrar. Nadie en nuestra familia nos ha creído hasta el día de hoy pero ese tío se llevó todo lo que quiso y no lo repartió por Navidad.
De adolescente, he pasado muchos veranos en balcones ajenos, cotilleando las vidas ajenas. Era el Instagram de los años 90. Una calurosa e infinita tarde de agosto, con la nitidez que te dan los porros y la placidez que te dan las pipas para pasar las horas sin hacer nada, escuchamos a la pareja de vecinos discutir sobre su hija Luisa:
-Al Honey no va a ir.…Y punto.
-Pero si está ahí al lado, en medio del pueblo, y así no coge el autobús para ir a la Noctua. Que luego el autobús está lleno, y se ponen a hacer autostop y… Encerrada en casa no se va a quedar.
-Me da igual donde vaya, pero es muy pronto para ir a esa discoteca.
-Pero si el Honey ni siquiera llega a discoteca. Es como un bar, pero ellas se creen que es para adultos.
-Sí, pero sirven alcohol a menores.
-Como en todos los bares de todos los pueblos de La Ribera.
-Ya, pero... He visto a chicas salir de ahí cayéndose. Seguro que porque han bebido el chupito ese, el machaquito.
-Por favor, Antonio, no has pasado por ahí en tu vida. Y le dicen machacao. Irá aunque no le dejemos. Al menos así sabemos dónde está.
-No, y no.
Ya no había más discusión. Pobre Luisa. No la conocíamos pero la sentimos como a una hermana. Nos había costado muchísimo que nos dejaran hasta las 11 en el Honey. Nunca supimos si a Mario le pasó lo mismo cuando tuvo su edad.
De mayor (pongamos joven), cuando me he mudado de casa, acostumbrarme a los nuevos sonidos me resulta más complicado que comprar en Ikea. Paso, primero, por el pánico: empiezo a creer que el ruido me rodea, me envuelve y me va a comer como un monstruo de Stranger Things. Y que por las noches me será imposible dormir NUNCA JAMÁS por los siglos de los siglos PORQUE YO NO ME VUELVO A MUDAR. Después puedo llegar sentir ternura: “Ay, qué maja esa vecina, por favor, qué graciosa mira lo que ha dicho, quiero ser su amiga”.
La sororidad también me visita. Porque Marcelo, que es un poco alcohólico, y según María Altagracia cada vez que llega por las noches, tropezándose (esto lo añado yo), se enfada por todo, también me tiene harta a mí. Y qué horror tener que seguir aguantando a los marcelos de la vida, madremía basta ya.
Suelo volver a la rabia. Porque las adolescentes que escucho desde mi terraza, que están haciendo pijamada y comentando los últimos ligues de Sofía (que menos mal que no las escucha, porque si no...) también me sacan mi lado hater al principio. “¡Salid a los bares! ¡Ocupad las calles!”, te dan ganas de gritarles. Pero entonces piensas que qué lástima, que probablemente se sientan más seguras ahí dentro, y cambias de estrategia: te apetece bajar y decirles que dejen de criticar a Sofía, que dejen a Sofía bailar como ella quiera, reguetón, twerking o lo sea, y con quien quiera. Y de paso, contarles que no pierdan el tiempo pensando en cuerpos que luego no tendrán, ni en novios de los que jamás se acordarán.
Por último, si los vencejos me dejan, con su vuelo atropellado que parecen querer estamparse contra mi terraza, puedo volver a la calma. A ese escuchar el gorjeo de algunos pájaros mientras la ciudad despierta y los nombres se hacen carne y hueso, cuando te das cuenta de que no estamos solas. Que la mujer de Marcelo, la vecina enferma con tos de fumadora en las últimas, las amigas de Sofía, o Lucía, la que está vomitando porque ayer salió y flipó muchísimo porque al volver dos tíos se le quedaron mirando cuando abría el portal, todas esas mujeres están ahí cerca sintiendo algo muy parecido a lo que vivo yo desde mi ventana.
Las ventanas abiertas nos enseñan también que las tardes de verano son largas y hambrientas, y que, como dice Elena Medel, solo el hombre duerme en la casa. La mujer, no. Porque, aunque gracias al feminismo muchas ya no están esperando a Marcelo, todavía es difícil para otras tener esa pánfila mirada al mundo con la que empezar a roncar nada más apoyar la cabeza en la almohada.
Además, los sonidos colándose a través de las ventanas me hacen pensar, siempre -rabia, ternura, solidaridad, y calma- que la vida corre por las colmenas terroríficas que nos rodean, y que no somos tan importantes como para dejar de verla.
*********
Si alguien te ha reenviado esta carta y quieres suscribirte, puedes hacerlo a través de este enlace. Y si quieres cambiar tus suscripciones a las newsletters de EL PAÍS, puedes hacerlo desde aquí. Si nos quieres contar algo, decirnos qué te ha parecido nuestra carta o hacernos una sugerencia, puedes escribirnos a lamatrioska@verne.es. Y si quieres llamarnos feminazis, pincha aquí.