De Goya a Maruja Mallo, siete artistas que encontraron en el disfraz un motivo para la reflexión

Marcel Duchamp llegó a crearse el 'alter ego' de Rrose Sélavy, que era él mismo disfrazado

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La verbena, de Maruja Mallo
La verbena, de Maruja Mallo

Ya ha llegado el carnaval y las calles de muchas ciudades se llenarán de disfraces. Aunque los asociemos con el jolgorio típico de estos días, los artistas usaron los disfraces con muchos otros fines, como la reflexión de su propia identidad o la crítica social. Sobre el disfraz habló Roger Callois, escritor y crítico literario francés que vivió en el siglo XX: "Uno no se disfraza solo para esconderse, se disfraza en igual medida para hacerse ver, para aparecer bajo una cobertura espectacular y atractiva, desconcertante y engañosa". A continuación te presentamos una selección de pinturas en las que el disfraz tiene un papel importante por distintos motivos que iremos descubriendo.

Autorretrato con máscaras, de James Ensor

Autorretrato con máscaras, de James Ensor, datado en 1889, en el Menard Art Museum de Aichi (Japón)

Un mar de esqueletos, demonios y máscaras grotescas inunda cada rincón de esta obra. En el centro, solo un personaje se atreve a mirarnos cara a cara y sobresale entre la multitud: es el propio artista, James Ensor. Este tipo de representación festiva no se sale para nada de la tónica general del pintor belga, al que casi podríamos llamar cariñosamente "el pintor de las máscaras". Su obra más conocida, La entrada de Cristo a Bruselas (1889), sigue la misma línea carnavalesca. Pero, ¿qué llevó al artista a representar este tipo de mascaradas?

Se cuenta que las máscaras burlonas de Ensor estarían inspiradas en un recuerdo de su más tierna infancia. Su familia poseía una tienda de recuerdos y curiosidades en la ciudad belga de Ostende, que lógicamente se llenaría de máscaras y toda clase de disfraces en la época del carnaval. En este autorretrato, igual que en otras de sus pinturas, le sirven para hacer una caricatura crítica de la sociedad en la que vive rodeado de personas vacías e hipócritas. Y lo deja bien claro: él no es como ellos. O, al menos, no quería serlo.

Arlequín con espejo, de Pablo Picasso

Arlequín con espejo, de Pablo Picasso, 1923, en el Museo Thyssen Bornemisza de Madrid

No se puede hablar en singular del arlequín de Picasso pues, a lo largo de la producción del que es considerado como el artista más importante del siglo XX, este simpático bufón se repite hasta la saciedad: de todos los colores, tamaños, formatos e incluso estilos, ya sea como protagonista o como personaje secundario. Nosotros hemos elegido el Arlequín con espejo por su particular riqueza.

Aquí, Picasso está fusionando en una misma figura varios personajes circenses por los que siente fascinación: en primer lugar, el arlequín, personaje nacido en la comedia del arte italiana, del que toma el sombrero de dos picos; en segundo lugar, los acróbatas, con su indumentaria típica; y, tercero, el Pierrot, un payaso del circo francés que solía llevar su cara oculta tras una máscara o un maquillaje especialmente logrado.

Este último recurso es el que le sirve para ocultarnos su identidad, pues aunque no lleva el rostro cubierto literalmente, los estudios sobre el cuadro creen que en realidad se trata de un autorretrato. No parece descabellado teniendo en cuenta que Picasso se sentía conectado con este personaje. Y ese no fue el único cambio que atravesó el lienzo: en el último momento, Picasso decidió cruzar las piernas del arlequín, de manera que los trazos antiguos aún pueden encontrarse bajo la pintura definitiva. Este tipo de modificaciones reciben el nombre de arrepentimientos o pentimentos, y ya les dedicamos un artículo en el que también mencionábamos otros arrepentimientos célebres del propio artista malagueño.

Rrose Sélavy, de Man Ray

Rrose Sélavy, de Man Ray, 1920-1921, en el Museo de Arte de Filadelfia, Estados Unidos

A comienzos de la década de 1920, Man Ray, famoso fotógrafo vanguardista, inmortalizaba a Marcel Duchamp como nunca lo habían hecho. El genio surrealista, responsable en gran parte de nuestra mirada y forma de entender el arte, había dejado de ser Marcel Duchamp para convertirse en una mujer: Rrose Sélavy, cuyo nombre es en realidad un juego de palabras en francés que viene a significar algo así como "Eros es la vida".

Más allá de una fotografía y un disfraz atrevido en un día aislado, Duchamp convirtió a la recién nacida Rrose en su auténtico alter ego, hasta el punto de que varias de sus obras aparecieron firmadas bajo este pseudónimo. Y es que su travestismo le ayudó a revitalizar su arte y se convirtió en una manera de seguir siendo él sin serlo.

El Carnaval del arlequín, de Joan Miró

El Carnaval del arlequín, de Joan Miró, 1925, en la colección de la Albright-Knox Art Gallery en Buffalo, Estados Unidos

He aquí un Miró en toda regla. Una representación surrealista del carnaval de la mano del que André Breton consideró el más surrealista de los surrealistas. Esta obra, de hecho, es bastante significativa en su carrera, ya que algunos críticos consideran que "marca la entrada definitiva de Miró al surrealismo".

Necesitamos la imaginación para identificar a la mayoría de los personajes. El protagonista es, como no, un arlequín de grandes bigotes, rodeado de multitud de personajes en un universo infantil y que roza lo onírico. Curiosamente todos los motivos que convirtieron a Miró en lo que hoy es, tienen un origen menos divertido de lo que a simple vista esta obra hace pensar: suele contarse que su inspiración procedía en parte de las alucinaciones que sufría por el hambre y de las manchas del techo en su estudio de París (donde se alimentaba a base de higos y chicles).

El combate entre don Carnaval y doña Cuaresma, de Brueghel el Viejo

El combate entre don Carnaval y doña Cuaresma, de Brueghel el Viejo, 1559, en el Museo de Historia del Arte de Viena (Austria)

En la plaza de un pequeño pueblo flamenco tiene lugar una batalla campal que enfrenta dos posturas muy distintas: los hinchas de don Carnaval, el simpático señor barrigón amante de los excesos, se enfrentan a los fanáticos de doña Cuaresma, una monja escuálida que ansía la virtud. No existe obra que refleje con mayor lujo de detalles la fina línea que separa ambas festividades y la disparidad de sus tradiciones.

Esta es una de esas obras que puedes observar miles de veces y seguirías dando con nuevos detalles, un auténtico Buscando a Wally. Estamos ante un mar de personajes, en un estilo que no podemos evitar asociar con El Bosco, al que Brueghel admiraba. Centrémonos en los carnavaleros, que aparecen disfrazados de múltiples maneras, ya que en realidad su único requisito es portar una máscara que más o menos les evite ser identificados mientras se montan la madre de todas las fiestas. Pero los seguidores de doña Cuaresma también tienen miga. Es sin lugar a dudas una auténtica caricatura de la época, en la que era una auténtica lucha entre dos formas de vivir estas fechas. Y es que... ¿para qué elegir bando?

La verbena, de Maruja Mallo

La verbena, de Maruja Mallo, 1927, en el Museo Reina Sofía de Madrid

Extravagante y, sobre todo, libre. Son dos adjetivos adecuados para definir tanto la obra como la personalidad de su autora, Maruja Mallo, uno de los exponentes femeninos más importantes de la historia del arte. Esta pintura pertenece a su etapa colorista y es precisamente eso: un auténtico estallido de color y personajes que rozan lo ilógico.

La verbena pertenece a una serie de obras en las que la pintora intenta inmortalizar desde su propia visión las fiestas populares de Madrid, un retrato de la sociedad madrileña del momento bajo unas leves pinceladas de ironía. Aparecen todos los elementos típicos de las fiestas en la capital: las barracas, el tiovivo, el típico martillo para medir tu fuerza, etcétera. Y en el centro de la composición, tres jovencitas disfrazadas de lo que parecen ángeles.

El entierro de la sardina, de Francisco de Goya y Lucientes

El entierro de la sardina, de Francisco de Goya, entre 1812 y 1819, en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando

El fin del carnaval es un momento triste para sus fieles seguidores, pero en una fiesta alegre la melancolía no tiene cabida y hasta el final se celebra por todo lo alto. Y así lo plasma Goya, con todos danzando en torno a un estandarte que representa al rey Momo, deidad griega muy ligada con el carnaval y que nada tiene que ver con el terrorífico bulo que tanto se difundió por redes hace poco.

No fue la única vez que Francisco de Goya plasmó las costumbres y tradiciones de la sociedad, bien para ilustrarlas o bien para criticarlas con la ironía y el humor inteligente que lo caracterizaban. Estamos en la más brutal de las fiestas, con toda clase de personajes enmascarados bailando en la que parece una noche sin fin. La presencia de personalidades eclesiásticas camufladas entre la multitud resulta cuanto menos chistosa, teniendo en cuenta que el carnaval era una festividad pagana y que la iglesia, junto con la monarquía, luchó con uñas y dientes por deshacerse de lo que consideraba el festival de los vicios. De hecho, llegó a estar prohibida en varias ocasiones, una de ellas cerca del momento en el que se pintó esta obra, pues el simpático de Fernando VII canceló su celebración. Este fin de semana celebraremos que todos sus esfuerzos fueron en vano.

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