La Matrioska activa el modo veraniego. Para que estas semanas de calor sean más refrescantes, hemos invitado a varias autoras a que os escriban las cartas de los próximos domingos, al igual que hicimos el año pasado. Habrá reflexiones, relatos, autoficción y más sorpresas y compañía, tanto para las que están en la piscina como para quienes languidecen en el sofá con las ventanas cerradas a cal y canto. Todo, con un hilo conductor: ️EL VERANO. Signifique lo que signifique este año.
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Este verano deberíamos haber viajado a Cracovia. No conozco Cracovia y ni siquiera he buscado fotografías de la ciudad para tener una idea precisa de lo que nos vamos a perder, pero me la solía imaginar de alturas bajas y casitas con balcones atildados, pausada y respirable. Nuestra estancia en familia iba a ser perfecta: por las mañanas, mientras yo asistiría al taller sobre no ficción al que estaba invitada, mi marido visitaría los parques infantiles con la nena, y por las tardes pasearíamos juntos los tres por los recorridos monumentales, alegremente ebrios de sol y de lo que ofrezca la licorería polaca, y un poco orgullosos de haber deconstruido ese tópico tan I love Dick sobre el hombre que acepta residencias artísticas para huir de su familia. Más tarde, como cada agosto, visitaríamos a mis suegros en Valencia, que tendrían tantas ganas de ver a su nieta que se la llevarían a la playa hasta bien entrada la tarde y nosotros, su padre y yo, podríamos volver a follar haciendo un poco de ruido o, lo que es aún más fantasioso, retomar la escritura, empezar una novela, contarnos a nosotros mismos lo que nos ha estado sucediendo estos dos últimos años.
Claro que cuando imaginaba este verano idílico desde el invierno anterior al coronavirus, había muchas cosas con las que no contaba, y no me refiero a lo que ahora resulta obvio –las cancelaciones, las restricciones de movilidad, el miedo al contagio, los ahorros evaporados– sino a lo que debería haberme resultado obvio en su momento pero que, por un fracaso de mis dotes imaginativas, escapó de mis cálculos. Y es que en enero de 2020, cuando acunaba a un bebé de seis meses y soñaba con el verano perfecto, no podía prever que se nos acercaba una pandemia, pero tampoco adivinaba lo que se gestaba entre mis brazos. Ya era madre, pero no tenía ni idea de lo que es un maldito niño; ni del tipo de niño en el que se convertiría mi hija, que debió crecer entre lobos.
Al principio todo es más o menos fácil porque no se mueven. Lloran, exigen comida, te revientan los ciclos del sueño, pero no se mueven. Los dejas en una trona, te giras a vigilar el horno y, a la vuelta, siguen donde estaban. No gatean por una casa que, por mucho que limpies, siempre está demasiado sucia para la intimidad que desarrollan con los rodapiés y el suelo, ni encuentran los cristales rotos que permanecían ocultos para el ojo humano, ni se los llevan a la boca y los mastican hasta devolverte la sonrisa ensangrentada del Joker. Con Noa, la tregua de la estasis nos duró 7 meses. Empezó a caminar a los 10, confinada en un apartamento de 45 metros cuadrados sin pasillo y, por aquel entonces, todo cuanto faltaba y fallaba era culpa del encierro. En cuanto reconquistáramos los exteriores, las cosas volverían a ser fáciles. Qué ilusos. Cuando al fin salimos a la calle, descubrimos que nuestra vida anterior a la pandemia no era una vida que hubiera quedado en suspenso, sino que había sido pulverizada. Nada de lo que solía funcionar nos funciona ahora. La niña ya no quiere estar en brazos; se arroja de ellos. En el parque infantil, desdeña los columpios, que la constriñen, y también se arroja de ellos. La perseguimos con el bote de hidrogel siempre a punto mientras ella, con el estilo libre de un mono borracho, corre a la caza de otros niños a los que saluda a guantazos. Sus madres repiten “no pasa nada, no pasa nada” mientras se alejan disimuladamente y siempre sonrientes. He descubierto que, en los parques infantiles, las madres sonreímos como si nos estuvieran apuntando con un rifle, con una rigidez botulínica que espanta.
La reapertura de los columpios, regalo de la Nueva Normalidad, es un regalo ponzoñoso, pero en ellos se dibujan los contornos del verano que me espera, de mi Nuevo Verano, que no se parecerá en nada a aquel que planificamos hace meses, ni a ninguno de los que vinieron antes, pero que, visto lo visto, menos mal. Porque ya no me imagino Cracovia como una ciudad tranquila y paseable, sino como una trampa de callejuelas con asfalto irregular por las que Noa se abriría y reabriría brechas siempre supurantes; pienso en el Mediterráneo tiñéndose del rojo sangre de mi sangre; y en las pobres lumbares de mis pobres suegros tras pasar un rato a solas con la nieta. El sol valenciano me parece el enemigo y ya no quiero jornadas de playa, bolsas para transportar cadáveres llenas de enseres imprescindibles y siempre a falta de algo que olvidaste en el último momento, ni quiero sentirme la celadora de un psiquiátrico cada vez que tenga que inmovilizar entre mis piernas a la niña para echarle crema. El verano es una amenaza a la que prefiero enfrentarme desde la seguridad de mis escenarios conocidos. El verano, constato de pronto, ya no es mi territorio. Lo fue durante muchos años y ahora le pertenece a ella. Como ese anillo familiar que se guarda en un cajón hasta que llegan la hora del relevo y la herencia, se lo entrego en esta misma frase, vuelta ya performativa, y me dispongo a contemplar cómo lo transita hasta prenderle fuego, de equinoccio a equinoccio, guardándole las espaldas.
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