Verne

Los corazones
están hechos
para romperse

Corazon
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Ocho escritores cuentan sus citas más desastrosas y otras dosis de sabiduría deprimente para sobrevivir a la marea pegajosa del 14 de febrero. Suélteme el brazo, señor San Valentín.

Las mariposas en el estómago son contracciones de los intestinos: el efecto de una reacción fisiológica a situaciones de estrés como encontrarte un león en la sabana africana, o tropezar en el bar con la persona que te gusta. El cuerpo libera adrenalina, el corazón se acelera y la sangre del estómago se desplaza hacia los músculos para ayudarnos a luchar o a huir. Así lo llama la ciencia, de hecho: reacción de lucha o huida. Nuestro sistema nervioso lo interpreta bien. Pero nosotros lo interpretamos mal y nos quedamos allí, sentados en el bar, poniéndoles metáforas a los intestinos. “Lo malo del amor es que muchos lo confunden con la gastritis”, decía Groucho Marx, “y cuando se curan del malestar, se encuentran con que se han casado”.

La culpa la tienen todas esas películas y libros que nos han vendido una y otra vez la fantasía de un amor único, a prueba de todo, predestinado a completarnos. Desde que somos chicos, la industria cultural nos coloniza el deseo y la necesidad de ser queridos con los mitos del amor romántico, y llegamos al mundo de las relaciones con el temor a perder algo infinito. El problema es que las ilusiones de amor hollywoodense se pagan con tiempo de vida. En los casos más leves con malas citas, mal sexo, malos noviazgos. En los más graves con matrimonios tristes, miedo a la soledad y glorificación del drama. Tuvieron que pasar 20 años del estreno de Titanic para que Kate Winslet reconociera que en la tabla había lugar para Jack. No hacía falta que se muriera congelado.

Nosotros queremos ahorrarte tiempo. Por eso les pedimos a varios escritores que escarbaran en sus recuerdos y nos contaran sus peores citas, sus encuentros más desastrosos. Ahí afuera hay amor, pero el camino para encontrarlo no está amenizado con violines: está poblado de fracasos y malentendidos, de ridículo y desencanto. Conocer a otros es una aventura extraña. Jorge Luis Borges lo decía con más elegancia que nuestros intestinos: “Es el amor. Tendré que ocultarme o que huir”.

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Dick pics

Gabriela Wiener (Perú)

Fue mi primera cita formal, eso quiere decir que fue la primera vez que un chico me dijo, después de verme una vez, que quería verme por segunda vez. Lo mejor de mi primera cita fue que no fue una cita ciegas. Aunque, claro, las personas inseguras solo estamos seguras de algo: que en una segunda mirada verán todos nuestros defectos. Así que estaba nerviosa, pero no estaba sola. Esa tarde en la Concha Acústica del Campo de Marte ―suena a una rave en una playa extraterrestre pero solo es un auditorio al aire libre en Lima, Perú― mi hermana menor y yo conocimos a dos chicos que parecían hermanos. Y aunque no lo eran, el encuentro ya tenía el sello inequívoco de “Cuando Frozen se encuentra con Rain Man”. Sus madres eran de izquierda y feministas de la época, como nuestra madre, lo que probablemente haya influido en la educación y en las buenas maneras de sus hijos. O al menos eso me pareció.

    Hasta ese momento yo solo había conocido chicos que demostraban su deseo sexual tirándome bolas de mocos y diciendo mi nombre con eructos, no invitándome al cine. La cita era rara para ser una primera cita: una cita dos por dos. En la que no te mandan con tu hermano sino con tu hermana. Una cita, en realidad, que lindaba con el porno de hermanas. Una cita en el cine para tocarse levemente en la oscuridad con tu hermana pequeña al costado.

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    Nos vestimos y peinamos durante todo el día y a las tres de la tarde ya estábamos rumbo al cine Pacífico, en Miraflores, donde todos los adolescentes limeños tenían sus primeras citas. El Pacífico está dentro de una pequeña galería con varias puertas. Nos colocamos cerca a la boletería, esperando, pero no los vimos. Como no llegaban, fuimos hasta la puerta, probamos en una puerta y luego en la otra, pero nada. Esperamos mucho, quizá no muchísimo. Y luego nos fuimos. Tiempo después supimos que ellos también habían estado ahí buscándonos. Eso dijeron. Siempre me quedará la duda.

    Cuando eres adolescente que te abandonen te parece lógico y comprensible. Bueno, sé que esta debía ser la confesión de la peor primera cita de mi vida, la cita que no existió y aquí debería poner la palabra fin. Pero lo cierto es que siento que esa cita fallida en realidad no terminó ese día en que mi hermana y yo regresamos a casa sin pena ni gloria. A esos dos que no llegaron a nuestra primera cita los volví a ver.

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    El chico que me gustaba se convirtió en mi primer novio, uno de los primeros con quien fui más allá de un beso ―yo tenía 13 años―, el primero que me escribió un poema, y el primero también que me dejó al mes de empezar porque le dije que no quería tener sexo todavía. Lloré durante semanas. Pero cuando eres una mujer joven, hasta eso te parece comprensible.

    Muchos años después, el otro, el que iba a salir con mi hermana, me contactó por Facebook, y después de algunas conversaciones, empezó a mandarme fotos de su pene sin que se las hubiera pedido. Supongo que todo eso me parecía cada vez menos comprensible. No sé cómo habrán terminado ellos, pero fue así como terminó la peor cita de mi vida. ¡Y estos eran los hijos de las feministas!

    Gabriela Wiener es escritora y periodista. Algunas de sus obras más conocidas son ‘Nueve Lunas’, ‘Dicen de mí’ y ‘Sexografías’. @gabrielawiener

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"Un fracaso en amor es, para el hombre, como una misión cumplida. Los corazones están hechos para romperse".

Oscar Wilde

Bruto,
bruto, bruto

Alberto Chimal (México)

Hace muchos años fui con una novia, llamémosla G, a una fiesta de su grupo de amigos. No teníamos una relación estable: había momentos tormentosos, en parte porque yo era muy bruto (un año antes, una noche, nos habíamos empezado a besar sin declaración de por medio, y desde entonces andábamos, y yo no me animaba a pedirle 'formalizar' nuestra relación) y en parte porque G ―para no entrar en detalles― era pasivo-agresiva y un poco controladora.

    No era la mejor combinación. Y tampoco fue la mejor combinación cuando, llegados a la fiesta, todos salvo yo, que desde entonces no bebía, se pusieron borrachos rapidísimamente y hubo una escena entre mi novia y otra chica, R, la novia de un amigo común. G odiaba a R, y no le disgustaba dar a entender de vez en vez que era a causa de algún interés por el amigo: un tipo llamado V, que por lo demás era bastante amable e incoloro y no se metía con nadie.

    Luego de la escena G se encerró en un baño. Logré que me abriera, la vi llorar sentada junto al excusado y (bruto, bruto, bruto) en vez de tratar de consolarla (aunque ¿de qué?) la presioné tan blandamente como era posible para que me dijera si estaba enamorada de V. "¡Pero si tú eres lo que más quiero!", me dijo, y me besó entre lágrimas y muy a la francesa. Entonces me di cuenta de que se había metido al baño a vomitar.

    Alberto Chimal es dramaturgo y ensayista. Ha publicado el libro ‘Manos de lumbre’ y es coguionista de la película ‘7:19 la hora del temblor’. @albertochimal

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“Nunca amamos a nadie: amamos, solo, la idea que tenemos de alguien. Lo que amamos es un concepto nuestro, es decir, a nosotros mismos”.

Fernando Pessoa

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Distorsionado
San Valentín

Wenceslao Bruciaga (México)

El mentado Día del Amor y la Amistad es una mentira inventada por Hallmark para comprar sus diabéticas tarjetas de felicitación que solo tienen el efecto adecuado en la cordura heterosexual. Los 14 de febrero suelen ser la bancarrota dentro del sudor gay. Aquellos que salen bien librados se debe a la romántica conclusión de que son gays haciendo de bugas con todo y sus utopías de monogamia.

    Podría recordar aquel San Valentín en el que un galán me propuso celebrar nuestras cinco semanas de noviazgo (que en tiempo homosexual vendría siendo unos dos años y medio) con una típica cena en su departamento, hasta entonces desconocido para mí, y en estricto apego al reglamento de la experta en romances urgidos, Yuri: velas, música y champán. Y poppers. Muchos poppers. Tres horas antes de lanzarme al departamento, recibí el mensaje de un bato cuya quijada y copete me evocaba a Mike Ness, el grandote vocalista de Social Distorsion. Eso y que en las fotos salía con gorra de los Bravos de Atlanta, me tenía pervertidamente obsesionado. Tras perseguirlo como groupie, me preguntó, por fin, si estaba libre esa noche como para celebrar un San Valentín con la intensidad de los revolcones con tipos que perfectamente sabes nunca volverás a ver tu vida. Es decir, que sin pensarlo dije que sí. En un principio iríamos a un hotel, pero después me pasó la dirección en la bandeja de entrada.

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    Creo que era tiempo del Gay.com. Cancelé al novio con un pretexto de lo más prosaico, la quinta muerte de mi abuelita o algo así, a pesar de que la salsa de tres quesos (mi favorita) “estaba a punto de hervir”, me aclaró con un tono de inconfundible frustración. Compré una caja de Cialis (un medicamento contra la disfunción eréctil) y me lancé. Cuando toqué el timbre, mi novio abrió la puerta aún con el mandil puesto. El bato de la quijada a lo Mike Ness y la gorra de los Bravos de Atlanta eran su roomie.

    Wenceslao Bruciaga es escritor y periodista. Es autor de ‘Un amigo para la orgía del fin del mundo’, ‘Funerales de hombres raros’ y ‘Tu lagunero no vuelve más’. @distorsiongay

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“Amar duele. Es como entregarse a ser desollado y saber que en cualquier momento la otra persona podría irse llevándose tu piel”.

Susan Sontag

Persígueme

Marta Sanz (España)

Pasé toda mi infancia enamorada de un niño que se parecía a Errol Flynn. Podía imaginármelo, tipo Robin de los Bosques, con mallas verdes y un bigotito que aún no le había salido. Persistí en mi amor desde el parvulario hasta quinto de primaria que fue el momento en el que me cambiaron de colegio y de ciudad. Se me rompió el corazón y luego me enamoré, aunque un poco menos profundamente, de otro niño que también se parecía a Errol Flynn.

    Sin embargo, transcurridos un par de años, regresé a mi antigua ciudad para pasar unos días de vacaciones y me encontré con mi amor en el centro de la pista de la discoteca StarLight. Mis sueños se hicieron realidad porque bailé con Errol dos canciones lentas. Él sostuvo dulcemente mi cintura, sin apretarme ni manosearme, mientras yo apoyaba mi cabecita loca en el hueco de su hombro. Las luces de la bola de cristal se reflejaban en nuestro pelo y en nuestra piel con granos. Nos despedimos con un suave beso.

    Regresé a mi ciudad con el corazón partido nuevamente. Pero, en esta ocasión, estaba además nerviosísima. Porque se había abierto la puerta a una esperanza, porque Errol había dejado de ser ese amor imposible que me ponía la zancadilla, y yo, tan lejos, no tenía manera de comunicarme con mi amor para decirle: "Sí, sí, sí, persígueme, descúbreme en el escondite, bailemos juntos, ponme la zancadilla, levántame la faldita para demostrarme que me quieres, sí, sí, por fin". Así que escribí a la que había sido mi mejor amiga en la ciudad de Errol Flynn. Una carta gordísima llena de sellos. Me gasté un dineral en sellos para enviar la carta certificada y urgente. En ella le suplicaba a mi amiga que, por favor, le contase a Errol que yo lo llevaba amando desde los cinco años y que la tarde del StarLight había sido la más feliz de mi vida. Mi amiga acusó recibo y me aseguró que le transmitiría a Errol todos mis mensajes. Mi peor cita fue una no cita. Nunca supe nada más del niño que se parecía a Errol Flynn.

    Marta Sanz es escritora y crítica literaria. Autora de novela, ensayo, cuento y poesía, algunos de sus títulos son ‘Amor fou’, ‘Monstruas y centauras: nuevos lenguajes del feminismo’ y ‘Black, black, black’.

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Aquello de la seguridad

Raquel Castro (México)

Tenía veinte años e Internet empezaba a ponerse de moda (hablamos de 1997). Hasta entonces, todos mis amigos por correspondencia electrónica estaban fuera de México (Estados Unidos, Inglaterra, Israel) pero acababa de conocer en línea a un chico que estudiaba Ingeniería Aeronáutica en el Poli y que, además, estaba metidísimo en la escena gótica, que era justo mi onda. Así que luego de muchos mails y largas conversaciones por ICQ —uno de los primeros programas para chatear— (y luego otras varias por teléfono) quedé de verme con él. Quedamos para el 14 de febrero porque éramos darks y no creíamos en cursilerías; y porque ese día había una promoción de cervezas en una pizzería no muy lejos de su escuela.

    Así que me puse un vestido largo de terciopelo negro, que mis amigos de la uni decían que era "mi vestido de voltéame-a-ver", y saliendo de clase hice la excursión de la facultad del FES Aragón al Casco de Santo Tomás.

    La cita fue de pesadilla. No por culpa del individuo, pues en realidad era (es) un tipazo. El problema fue que me acompañaron a la cita dos de esos amigos míos de la uni, por aquello de la seguridad. El plan originalmente era que iría solo uno de ellos, pero “no supieron cómo decidir quién”. Y la segunda parte del plan era que, en cuanto viéramos que el encuentro era seguro, me quedaría yo sola con mi date, pero a mis amigos “se les olvidó”.

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    Fuimos a una pizzería y mis amigos no solo comieron y bebieron como vikingos (vaya que aprovecharon la promoción de San Valentín), sino que, además, se dedicaron a contar todas las anécdotas vergonzosas que tenían sobre mí (que de verdad eran muchas) y hacer todo tipo de comentarios maliciosos sobre mi acompañante, además de hacerle un extenso examen sobre bandas góticas para ver si era “auténtico goth o un poseur” (examen que pasó con honores). Mucho tiempo después confesaron que estaban celosos “como grupo”: qué tal que los cambiaba por nuevas amistades ¡del poli! o que me olvidaba de ellos por andar con el geek gótico. Pero, mientras, lograron que la nueva relación entrara a la friend zone a una velocidad pasmosa y que nunca saliera de ahí.

    Raquel Castro es escritora y guionista. Ha publicado varias obras de literatura infantil y juvenil como ‘Dark Doll’ y ‘Ojos llenos de sombra’.

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“Hay quien ha venido al mundo para amar a una sola mujer y, consecuentemente, no es probable que tropiece con ella”.

José Ortega y Gasset

Una vacuna antirrábica

Carlos Velázquez (México)

Nos conocimos en la fila de un cajero de Banamex. Yo traía una playera de los Smashing Pumpkins. Me dijo que su hermano era fan. Era morena, bajita y sexy como un disco al que todavía no le has arrancado el celofán. Intercambiamos números. Todavía no existía WhatsApp. Así que nos mandábamos mensajes de texto. Cada uno valía un peso. Lo que dificultaba la comunicación. No por tacañez de parte de ambos. Porque era preferible invertir en una llamada. Pero a mí me intimidaba un poco. Estaba demasiado correosa. Demasiado atlética. Y me llamaba todos los domingos para invitarme a la Alameda.

    Por fin acordamos una noche salir a tomar una cerveza. Nos metimos en un barecito que tenía la peor banda de covers de toda la provincia mexicana. Pero ella cantaba con pasión, como si en lugar de a unos hueseritos de cuarta estuviera ante los mismísimos Caifanes. A la una de la mañana me invitó a su cuarto. Vivía con sus papás. Tuve que atravesar un zaguán estrecho sembrado de perros que me lanzaban tremendas tarascadas, y si no fuera porque estaban amarrados habrían acabado con mis nalgas.

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    Nos besamos. No sé si fue La célula que explota o la cerveza pero nos encueramos en el acto y comenzamos a coger. Varios minutos después ella tuvo un orgasmo y comenzó a darme de cabezazos. Yo trataba de contenerla, pero al parecer era multiorgásmica porque no paraba, y cada vez que se estremecía su cabeza acababa en mi jeta. Por fin se detuvo. Me pidió disculpas. Siempre le pasaba. Media hora después le dije que tenía que marcharme. Me despidió con un acalorado beso en la puerta de su cuarto, que estaba hasta el fondo. Venía tan madreado que me olvidé de los perros. Uno me mordió en la pantorrilla. Todavía tengo la cicatriz.

    Al día siguiente desperté y me vi al espejo. Tenía un ojo morado. Me cubrí la cabeza con una toalla para salir de mi casa. Tomé un taxi y fui a que me pusieran una vacuna antirrábica. Me mandó varios mensajes de texto. Soy fulanita, la enfermera que conociste en el cajero. Cuando quieras puedes venir a mi casa. Al fin que ya sabes el camino. No regresé. De milagro no me había roto aquella noche la nariz.

    Carlos Velázquez es escritor. Su obra, crónicas y cuentos retratan la realidad del norte de México. ‘Aprende a amar el plástico’ y ‘La efeba salvaje’ son dos de sus últimos libros. @Charfornication

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“—Ya he salido con listos. Salí con uno que tenía dos doctorados. Nos pasábamos todo el tiempo en la cama con la luz encendida, corrigiendo su currículum —dijo con un suspiro”.

Lorrie Moore

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La audición

Tamara Tenenbaum (Argentina)

Tenía 20 o 21 años y llevaba un tiempo chateando por Twitter con un impresentable que en esa época era bastante popular en mi círculo, una figurita política de décima línea, pongámosle: es completamente irrelevante quién era. Un día me invitó a salir, pero cuando llegué al bar había dos tipos más. “Y bueno”, pensé, “estarán terminando algo, ya se van”. Pero no. Pasé un rato largo escuchándolos organizar un evento en otra ciudad, a cinco o seis horas de Buenos Aires, la ciudad donde vivo y donde estábamos: recuerdo particularmente una discusión sobre una parrilla que podía funcionar para la cena de camaradería, pero que había que pensarlo: “La última vez que fuimos las papas de la ensalada rusa estaban pasadas, puré eran”. Debate político de calidad, lo que se dice.

    Mientras tanto, el susodicho me acariciaba la rodilla y me besaba como si fuéramos pareja y no dos personas en algo así como una primera cita. Hasta el final de la noche me pregunté si no me estaría confundiendo con otra.

    Corzon

    En un momento determinado, el susodicho pareció recordar mi existencia y me preguntó: “¿Vos venís al evento, no?”. Me quedé mirando, sin entender, hasta que uno de sus pajes (para entonces había entendido que los otros chicos eran algo así como eso), me dijo: “Avísame ahora, así organizo las estadías”. Me empecé a reír, por supuesto, y le dije que de ninguna manera me iba a ir de viaje con él: “Básicamente, ni te conozco”.

    Parece que agoté su paciencia porque dio un golpe en la mesa y se fue al baño, enojado. Uno de los pajes lo siguió y yo me quedé con el otro, que meneó la cabeza y me dijo: “Venías bien, venías bien”. Se ve que estaba audicionando para primera dama y no me había dado cuenta, la muy dormida. Por suerte, mi príncipe azul estaba tan borracho que al rato me fugué sin que nadie pudiera —o quisiera— correr a alcanzarme.

    Tamara Tenenbaum es ensayista y periodista. En su libro ‘El fin del amor. Querer y coger en el siglo XXI’, explora cómo vive las relaciones la generación actual. @tamtenenbaum

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Una mancha amarilla

Brenda Navarro (México)

La primera vez que recibí una tarjeta de San Valentín, fue en cuarto año de primaria. Me la regaló el niño que me gustaba, era un corazón blanco, con un chocolate en el centro. Me emocioné mucho. Ese día, la escuela decidió celebrarlo con una kermés donde había un registro civil para casarnos.

    Yo quería casarme con este compañerito, la tarjeta me parecía una invitación a hacerlo. No pudimos porque él se portó mal y no lo dejaron salir al recreo. Yo sí salí y lo que obtuve fue una persecución de los amigos de otro de nuestros compañeros para que me casara con él. No quise, me rebelé, intenté zafarme y mis amigas me ayudaron.

    Como no hubo poder humano que hiciera que me casara, el niño que quería casarse conmigo me aventó una naranja por la espalda. Así terminé el único y último día que celebré el 14 de febrero: con dolor de espalda, una mancha amarilla en mi blusa blanca y un cierto odio a la celebración. No he vuelto a celebrar ningún Día del Amor y la Amistad.

    Brenda Navarro es escritora y directora del proyecto ‘Enjambre Literario’. Acaba de publicar su primera novela, ‘Casas vacías’. @despixeleada

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