La mayor parte de la gente es buena la mayor parte del tiempo. Sin embargo, en las circunstancias adecuadas, podemos ser egoístas, despóticos y crueles. Y tal y como pusieron de manifiesto experimentos clásicos de las ciencias sociales como los que citamos a continuación, estas circunstancias no están tan lejos.
1. Milgram: obedecemos la autoridad ciegamente
En 1961, el psicólogo de la Universidad de Yale Stangley Milgram estaba perplejo por el juicio en Israel a Adolf Eichmann, uno de los principales organizadores del Holocausto. Eichmann intentaba escudarse en que obedecía órdenes, al igual que los nazis juzgados en Nuremberg.
Milgram quiso poner a prueba hasta dónde obedecemos las órdenes sin llegar a plantearnos estas instrucciones y diseñó un experimento en el que los participantes tenían que apretar un botón que provocaba una descarga eléctrica cada vez que otro participante fallaba una pregunta. Además, la intensidad de esta descarga se incrementaba con cada error. Lo que no sabía quien apretaba el botón es que quien recibía las descargas en realidad estaba actuando y no sufría dolor ninguno.
A pesar de que quien recibía las descargas gritaba cada vez más, el 65% de los participantes llegaba a infligir el dolor máximo y sólo el 35% paró antes de llegar a este nivel. Muchos seguían a pesar de mostrarse nerviosos, agitados e incluso enfadados, obedeciendo a un experimentador que les pedía que siguieran, con frases como “por favor, continúe” e incluso “no tiene otra opción, debe continuar”.
Según Milgram, el estudio muestra cómo “personas comunes, que simplemente hacen su trabajo y sin ninguna hostilidad por su parte, pueden formar parte de un proceso destructivo terrible”, al no disponer de “los recursos necesarios para resistir la autoridad”.
En 1966, el psiquiatra Charles K. Holfing terminó de poner los pelos de punta al mundo cuando en su célebre experimento del hospital médicos desconocidos pidieron a enfermeras que administraran dosis peligrosas de un medicamento ficticio a sus pacientes. Aun sabiendo que su actuación podía ser letal, 21 de las 22 enfermeras habrían obedecido órdenes.
2. La Ola: el fascismo no nos parece tan malo, una vez dentro
En 1967, Ron Jones, profesor del instituto Cubberley de Palo Alto (California), se vio incapaz de explicar a sus alumnos cómo fue posible que los ciudadanos alemanes aseguraran haber ignorado el exterminio de la población judía, y decidió que lo mejor era demostrarlo con un experimento: inventó un movimiento llamado “La Tercera Ola. El lema era “Fuerza a través de la disciplina, fuerza a través de la comunidad, fuerza a través de la acción y fuerza a través del orgullo”.
Comenzó imponiendo algunas normas sencillas a sus alumnos, como levantarse antes de hacer una pregunta, para ir introduciendo los sucesivos días nuevas nociones de disciplina y comunidad, incluyendo un saludo similar al nazi. A partir del tercer día comenzaron a unirse alumnos de otras clases y el movimiento contaba con emblema y tarjetas identificativas. Es más, los alumnos se espiaban y delataban, e incluso se llegó a intimidar a quienes criticaron el movimiento. Uno de estos alumnos, Mark Hancock, explicó en 2008 al Telegraph que “La Ola era como un estado policial con líderes, seguidores y la resistencia”.
Jones, sorprendido (y asustado) por el alcance del experimento, decidió ponerle fin, pero a lo grande. Aprovechando que uno de los chicos le había preguntado si un anuncio de la revista Time en el que salía una ola era algún tipo de mensaje secreto, el profesor explicó a sus alumnos que el movimiento en realidad formaba parte de una iniciativa nacional y que al día siguiente se anunciaría un candidato a la presidencia de Estados Unidos. Los alumnos, entusiasmados, se lo creyeron.
El quinto y último día de la Ola, Jones reunió a sus alumnos y les mostró un televisor sin señal, en lugar del esperado discurso, y les reveló que habían formado parte de un experimento sobre cómo el fascismo había creado un sentimiento de superioridad en la sociedad de la Alemania nazi.
Algunos de los alumnos se echaron a llorar.
3. La cárcel de Stanford: el poder nos corrompe
El profesor de psicología Philip Zimbardo diseñó un experimento pensado para investigar las causas de conflicto en cárceles: en 1971 veinticuatro estudiantes fueron divididos aleatoriamente entre prisioneros y guardias en una prisión falsa montada en el sótano de la facultad de psicología de la Universidad de Stanford. Los participantes enseguida perdieron el control, aplicando medidas autoritarias y llegando a la tortura psicológica, siendo todo esto aceptado por muchos de los prisioneros y por el propio Zimbardo. Dos de los encarcelados abandonaron el experimento, que se tuvo que cancelar al cabo de sólo seis días.
Según Zimbardo, este experimento fallido revela cómo “la naturaleza humana no está bajo el control de lo que nos gusta catalogar como libre albedrío, sino que la mayoría de nosotros puede ser convencido para comportarse de forma completamente diferente a cómo creemos ser”. De hecho, uno de quienes participó como carcelero reconoció las imágenes de las torturas de Abu Ghraib como “familiares”: “Enseguida supe que probablemente sólo eran personas muy normales y no manzanas podridas, tal y como el departamento de defensa intentó presentarlas”.
4. Una clase dividida: estamos llenos de prejuicios
Muzafer Sherif llevó a cabo un polémico experimento en 1954 con un grupo de adolescentes a los que llevó a un campamento de verano y dividió en dos grupos. Estos grupos sólo entraban en contacto para competir, con lo que se introdujeron tensiones que se solucionaron cuando ambos equipos comenzaron a colaborar en juegos y problemas.
Otro experimento similar (y también controvertido) sobre discriminación fue el llevado a cabo por Jane Elliot, quien en 1968 dividió a su clase en un grupo de niños con ojos azules y otro con ojos marrones, explicando que uno era superior, lo que llevó a que los niños mostraran comportamientos incluso crueles. Al cabo de unos días, Elliot intercambió los papeles.Cualquier excusa puede servir para que nos sintamos parte de un grupo y demos preferencia a sus miembros; incluso preferir a Klee sobre Kandinsky puede ser usado para crear identidad de grupo y mirar con desprecio a los que se cree que prefieren al otro pintor.
No somos inmunes a los prejuicios que existen en la sociedad, ni aunque formemos parte del grupo discriminado. En 1939, Kenneth Clark y Mamie Clark mostraron una muñeca negra y otra blanca a niños negros de 6 a 9 años, haciéndoles una serie de preguntas, como con cuál querían jugar, cuál era la más bonita, cuál era la que tenía peor aspecto, y terminando con un “dame la muñeca que más se te parezca”.
La mayoría prefería jugar con la muñeca blanca, a la que se le atribuían los rasgos positivos. Y el 44% decía que la que más se le parecía era la blanca. (La cadena de televisión estadounidense ABC replicó el experimento recientemente, con resultados que muestran que la situación desde entonces ha mejorado, pero sólo en parte).
5. El efecto espectador: no ayudamos si lo podemos evitar
Kitty Genovese murió asesinada el 13 de marzo de 1964, a pesar de que 37 vecinos presenciaron los hechos sin hacer nada al respecto (si bien es cierto que en este caso hay muchos matices). Intrigados por el suceso, John Darley y Bibb Latané desarrollaron una serie de experimentos en 1968 con el objetivo de averiguar por qué pasó algo así y si podría volver a pasar.
En uno de ellos, el participante hablaba con otra persona utilizando un intercomunicador, al estar en habitaciones separadas (la excusa era que iban a hablar de temas personales). Durante la conversación, la otra persona simulaba un ataque epiléptico, que podía oírse claramente. El 85% de los participantes dejaba la habitación e iba a buscar ayuda. Pero cuando el experimento se organizaba de modo que los participantes creían que había otras cuatro personas con él, sólo se levantaba el 31%.
El estudio confirmaba que la responsabilidad se diluye cuando hay más testigos de cualquier hecho y tenemos que superar la tendencia a pensar “ya se encargará otro” o, simplemente, “si nadie hace nada, no será tan grave”.
Epílogo: Y además, los científicos también pueden ser horribles
Muchos de los estudios citados no se podrían repetir hoy en día por cuestiones éticas, sobre todo en lo que se refiere al consentimiento informado y al hecho de que en muchos casos se engañó a los participantes. Un caso de experimentador que se excedió en este sentido fue Wendell Johnson en un experimento que hoy en día se recuerda con el nombre nada sutil de “El Estudio Monstruo” (sólo falta acompañarlo de truenos y relámpagos).
Lo curioso es que las conclusiones de este trabajo apuestan por la bondad (el refuerzo o consecuencias positivas funciona mejor para el aprendizaje que el castigo o consecuencias negativas), pero su forma de probarlo fue, digamos, algo excesiva: escogió a 22 huérfanos, 10 de ellos tartamudos. A la mitad del grupo le enseñó a superar la tartamudez con refuerzo positivo (ánimos, elogios y aplausos) mientras que la otra mitad sufrió consecuencias negativas (recriminaciones y castigos, además de que los profesores dijeran a todos los niños que tartamudeaban, lo hicieran o no).
Ninguno de los niños que no tartamudeaba llegó a mostrar este rasgo al final del estudio, que duró seis meses, pero sí que desarrollaron problemas de autoestima. De hecho, seis de ellos recibieron una indemnización de casi un millón de dólares en 2007 por parte de la Universidad de Iowa.