Cella comenzaba a trabajar en una pizzería de Texas e hizo un comentario con el que muchos nos podríamos sentir identificados.
“Ew, mañana comienzo un trabajo de m****a”.
Pero lo publicó en Twitter y lo leyó su jefe, quien le informó de que estaba despedida antes de comenzar.
En octubre de 2012, Lindsey Stone se hizo una foto frente a un cartel del cementerio militar de Arlington que pedía silencio y respeto. En la foto, Stone aparecía mostrando el dedo corazón y simulando un grito. La colgó en Facebook porque ella y una amiga publicaban imágenes en las que llevaban la contraria a carteles en tono de broma, como quien hace una foto de una señal que prohíbe sacar fotos.
Pero esta imagen se difundió más allá de su perfil de Facebook y causó la ira de quienes creyeron que estaba faltando al respeto a los veteranos de guerra. Como explica Jon Ronson en So You’ve Been Publicly Shamed, Stone recibió miles de insultos y acabó siendo despedida.
El director de cine Nacho Vigalondo fue despedido de El País en 2011 por bromear con el holocausto. En Twitter, Zapata habló de este despido y de los chistes de mal gusto, citando un par de ellos (entrecomillados): uno sobre el holocausto y otro sobre Irene Villa.
Cuatro años más tarde, Zapata fue elegido concejal del ayuntamiento de Madrid y se rescataron esos tuits. El escritor y político se vio obligado a renunciar a la concejalía de cultura y el 7 de julio declarará como imputado de un delito de humillación a las víctimas del terrorismo en la Audiencia Nacional.
Estos tres ejemplos son una clara muestra de cómo usamos a menudo las redes sociales: como si estuviéramos charlando con unos amigos, a pesar de que todos sabemos que Twitter y las redes sociales son medios públicos.
Pero esta confusión en realidad tiene sentido. Lo resumía Delia Rodríguez en Memecracia: los virales que nos gobiernan: “En el fondo, dice el profesor L. O. Sauerberg, de la University of Southern Denmark, lo que está ocurriendo es que con la nueva cultura digital estamos viviendo una vuelta a lo oral después de quinientos años de dominio de lo escrito, marcados por la invención de la imprenta, el denominado Paréntesis Gutenberg”.
Internet es "un lugar donde los memes circulan en libertad, no constreñidos al cuerpo de un libro. Un sitio donde reunirnos con nuestra tribu a charlar, donde nos contamos entre nosotros historias verdaderas y falsas y donde guardamos poco respeto a la autoría individual frente al dominio público".
La cultura escrita se caracterizaba “por la composición original, individual, autónoma, estable y canónica”, pero ahora estamos en transición hacia una cultura digital “que es sampleo, remezcla, préstamo, rediseño, apropiación, recontextualización”. Es lo que Thomas Pettitt llama quilting, es decir, coser una colcha a base de retazos.
Pettit, profesor también de la Universidad de Southern Denmark y uno de los principales estudiosos del Paréntesis Gutenberg, recuerda a Verne que este nuevo contexto tiene sus riesgos, como se ha visto en los tres ejemplos antes mencionados: “Todo lo que compartimos digitalmente puede y muy probablemente será recontextualizado. Ajustarnos a la situación y ser más cuidadosos nos va a costar una generación de vergüenza pública. Aunque también puede pasar lo contrario: todo el mundo se relajará más en lo que concierne a la recontextualización porque es simplemente parte del ambiente”.
Es decir, esta vuelta a la conversación y a una cultura que reaprovecha, recontextualiza, edita y se apropia de contenidos para darles otro significado (como en el caso de los memes o de los vídeos editados) también tiene sus riesgos. En este nuevo contexto, “el creador no tiene poder para determinar qué ocurrirá” porque, al contrario de lo que ocurre con un texto impreso, “cualquier contenido digital se puede modificar”, nos parezca justo o no.
Esto también ocurría antes de que la imprenta fuera la tecnología dominante: “Autores medievales como Chaucer temían que los escribas pudieran interferir en sus textos y, por supuesto, la mayor parte de las obras medievales, como el folklore, han cambiado tanto que nadie sabía, ni le importaba, quién era el autor”, explica Pettitt, que no en vano también es especialista en tradiciones orales medievales.
Pettitt cree que “la preocupación por la transgresión de estos límites es un reflejo residual de la forma de pensar durante el Paréntesis Gutenberg”. De hecho, añade que también se puede hablar de un Paréntesis de la Privacidad, “que ha durado más o menos lo mismo (y probablemente fue un resultado) del Paréntesis Gutenberg. Antes de 1600, la privacidad se consideraba algo malo: a saber las cosas malas que podías hacer cuando nadie miraba". Además, "la privacidad no sólo era poco habitual (todo se hacía en público) sino que casi no existía como concepto”. Pettitt explica que el deseo por la privacidad llega con el libro impreso (en parte, con la costumbre de leer a solas) y probablemente desaparecerá con él.
Es cierto que no entendemos la privacidad del mismo modo que hace años y que los nuevos medios favorecen este cambio de actitud. Ya no enseñamos las fotos de las vacaciones a amigos y familiares, sino que las publicamos en Facebook e Instagram.
Pero al margen de que todo esto esté ocurriendo y que difícilmente sea evitable, ¿es positivo? Es cierto que tenemos acceso a muchas más historias y contenidos, además de a nuevas formas de narrarlas. Pero también hay inconvenientes y consecuencias que no hemos aprendido a controlar.
Pettitt subraya que no está a favor del final de la imprenta o de la muerte del libro: “Somos estudiosos que observan y analizan lo que ocurre”. En este caso, “cómo los cambios en los medios tecnológicos afectan nuestra forma de pensar”. En lo que se refiere a cómo explicamos historias, todo apunta, concluye Pettitt, a que se parecerá más a cómo se hacía en la Edad Media que en el siglo XX.