Cuando eres niño el verano es sinónimo de playa, viajes en familia al pueblo, juegos en el barrio hasta las tantas... y de aventuras vividas en los campamentos. Puede que fueses a regañadientes, que al llegar no encontrases las imágenes bucólicas que habías visto en las series americanas o que volvieses a casa magullado, pero seguro que la experiencia no te dejó indiferente. En Verne hemos hecho un repaso a todas esas cosas que aprendías en los campamentos de antes, y que te marcaban para siempre:
- Aprenderás a presentarte en público sobre todas las cosas. Si existiesen los diez mandamientos del campamento de verano, este sería el primero. Había quienes se enfrentaban risueños a la tarea de exponer su vida y milagros al resto de compañeros y quienes sufrían su agonía en silencio. Pero no había nada que te librase del “Marcianito número uno, llamando al marcianito número cuatro”.
- A lavar tu propia ropa. Uno salía de casa con su nombre y apellidos marcado a fuego en todas sus prendas y … una pastilla de jabón Chimbo. Aunque en la mochila había una ‘muda’ para cada día de campamento en caso de emergencia, se hacía la colada. Había cosas irrecuperables, como los calcetines, que terminaban casi siempre en el cubo de la basura vencidos por el acartonamiento. Eso si sobrevivían, porque SIEMPRE perdías algo.
- A ducharte solo (o no). Cuenta la leyenda que había madres incapaces de reconocer a sus hijos a la vuelta del campamento y se pasaban días rascando aquella capa de mugre que cubría a sus retoños.
- Llamar a cobro revertido. Los teléfonos móviles solo se veían en las películas y el WhatsApp era ciencia ficción. Las llamadas a casa – escasas o inexistentes- se hacían desde un único teléfono fijo. Casi siempre el del bar-tienda del pueblo más cercano. La emoción que sentías cuando la operadora decía aquello de ‘tu llamada ha sido aceptada’ es indescriptible.
- La linterna era el objeto personal más preciado seguido muy de cerca por la cantimplora. Las linternas de petaca a pilas tenían el ‘súper poder’ de alumbrarte el –tenebroso- camino al baño en medio de la noche. Y mucho más importante: te permitían enviar señales en clave a otras tiendas de campaña o apuntar a los ojos de la gente para cegarlos. Cuando la luz se dirigía directamente a ti y llegaba acompañada de un adulto, estabas perdido. Ibas a salir a correr un rato.
- Si había una batalla que librar, era contra los mosquitos. Además de la linterna, en la mochila de un niño que se iba de campamento no podía faltar el repelente de mosquitos. Olía a rayos y te lo echabas más por el miedo en el cuerpo que te habían metido tus padres, que por el ‘peligro’ real que representaban. Cerrar la mosquitera de la tienda de campaña era un ritual mañanero que bajo ningún concepto podía olvidarse.
- Cantar en torno a una hoguera era guay. “♪♫ Madre anoche en las trincheras, laralala ♪♫” se entonaba al unísono y acompañada a la guitarra por el monitor de turno. Daba igual que fueses el tío más cool de tu barrio o el más pringado, la música amansaba a las fieras. Y las historias de miedo que venían a continuación, mucho más.
- El espíritu olímpico y el sentido de la (in) justicia: Si no eres Fermín Cacho la única medalla de plata que te has colgado en tu vida es, probablemente, la que ganaste en un campamento de verano. Y estaba hecha con papel de aluminio… Luego estaban los juegos con moraleja de países ricos contra países pobres. Si tenías la suerte de ‘ser’ de Estados Unidos cenabas hamburguesa, si ‘nacías’ en un país africano, te quedabas con las ganas.
- Identificar constelaciones. Sabías decir donde estaba la Osa Mayor, la Menor y la estrella Polar. La noche en la que se dormía a la intemperie - la noche de vivac - era el momento de gloria para lucirse y, si había que tirar de brújula para orientarse, se hacía sin problemas. Sobre todo si el campamento al que ibas era de los Boy Scouts.
- Hablar con acento de cualquier región de España. Si compartías litera con un gallego volvías hablando gallego. Si tu nuevo mejor amigo era de Aragón, mañico. O peor aún, a tu regreso eras una mezcla de acentos y dialectos que te convertía en la risión del barrio.
- A no dejar nada en el plato. Comías todo lo que te ponían porque estabas en mitad del monte- o de la nada- y no podías comprar otra cosa. Caerle bien al encargado de la cocina era una cuestión de vital importancia porque te aseguraba ración doble de postre. La comida estaba prohibidísima en las tiendas de campaña y barracones, pero nadie lo cumplía. Las hormigas campaban a sus anchas.
- La importancia de la puntualidad: la paciencia es una cualidad que profesaban tus padres, pero no tus monitores. Se desayunaba a una hora, te duchabas a otra y te acostabas cuando el reloj mandaba. Si no cumplías con los horarios te quedabas fuera de la actividad y punto. NO había nada más que hablar.
- El 'Día de la familia' siempre acababa en drama. Dos eran las opciones. Una, que tus padres estuviesen lejos y no pudieran ir a visitarte. Resultado: te sentías el ser más desdichado sobre la faz de la tierra. Dos, que tus progenitores fuesen a visitarte y... al final del día terminases llorando porque querías volverte con ellos a casa.
- La veteranía era un grado: Sí, los mayores siempre tenían las de ganar. Eran tus héroes y soñabas con te incluyesen en su grupo, pero te despreciaban totalmente. Si había que elegir un sujeto para untarle con pasta de dientes durante la noche y eras un mocoso, tenías muchas papeletas.
- Pero, por supuesto, aprenderías a hacer todas las 'cosas de mayores': a besar (porque en el campamento solías enamorarte por primera - o segunda - vez), a espiar a las chicas en el baño, a tragarte el humo del cigarro, a robar una botella de vino a los monitores... En aquel oasis de libertad te iniciabas en lo bueno, y en lo no tan bueno.
- A enviar cartas: los meses siguientes a tu vuelta, los de Correos se conocían el camino a tu casa de memoria. Nunca escribiste tantas y con tanto sentimiento. Cuando años después desempolvabas aquella correspondencia, querías asesinar a tu yo preadolescente.