Tengo la enfermedad de Ollier, una patología rara que, en España, afecta aproximadamente a 1 de cada 100.000 personas. Esta enfermedad hace que me salgan tumores en huesos y cartílagos, provocando ciertas dificultades de movilidad que requieren de un control médico exhaustivo para prevenir que se hagan malignos.
También convivo con la epilepsia, que se me manifestó por primera vez a los 17 años, y desde entonces he sufrido varias crisis. Pero tampoco quiero dramatizar, porque me considero una persona tremendamente positiva y vital. De hecho, estoy convencida de que mi enfermedad me sirve para disfrutar más de la vida, para aprovechar cada momento y no enredarme con problemas pequeños.
De entre todos los momentos que he vivido, no hay nada comparado con la maternidad. Cada vez que mi salud me provocaba alguna dificultad, mi primera pregunta, invariablemente, era: "Pero eso no me impedirá ser madre, ¿verdad?". Por suerte, no hubo nada que me lo impidiera.
Pero claro, al tener una enfermedad tan poco frecuente, nadie sabía de qué manera mi cuerpo reaccionaría a las hormonas del embarazo. Podría afectar a mi epilepsia o a mis tumores. Al principio, los médicos respondieron dubitativos a mi deseo de ser madre y mi embarazo fue declarado de alto riesgo. Pero mi marido y yo lo tuvimos claro y decidimos asumir los riesgos.
Hasta donde se conoce, la enfermedad de Ollier no tiene un patrón hereditario, sino que es de etiología congénita (es decir, aparece en la concepción o durante el embarazo). Así que, tras haber reunido toda la información posible, y contrastándola con diferentes especialistas a nivel nacional, tuvimos la total confianza en que todo saldría bien y pocos meses después.... me quedé embarazada. Había muchos riesgos e interrogantes sobre mi estado de salud, pero afortunadamente, me mantuve asintomática durante los nueve meses de embarazo y la perspectiva de ser padres nos hizo mantener los miedos a raya.
Eso sí, el parto fue complicado, alargándose durante 16 horas. Y, tras el mismo, no se sabe si por una cuestión hormonal o por el esfuerzo, la enfermedad de Ollier se descompensó. Por fortuna, es algo que ya está superado, aunque sigo pensando que, a la vista de mi historial, lo mejor habría sido programar una cesárea. Sea como sea, lo importante es que, después de todo, Lucas estaba entre nosotros. Ver esa cara, coger esa manita y respirar su olor nada más nacer, hizo que todo mereciera la pena. La vida no podía habernos hecho un mejor regalo.
A partir de entonces, mi enfermedad me ha impuesto algunas limitaciones como madre. Por ejemplo, debido a mi dificultad para levantar peso, no he podido coger en cuello a mi niño tanto como me habría gustado. Pero mi enfermedad me ha obligado constantemente a buscar soluciones. Así que me hice con una mochila ergonómica y problema superado: mi pequeño vivió pegado literalmente al corazón de su madre durante sus primeros años. Son recuerdos imborrables para ambos.
La epilepsia también me ha obligado a llevar una vida muy pautada: control médico, dieta estricta, nada de alcohol y un descanso nocturno de ocho horas. Es la manera de evitar nuevas crisis. Por tanto, mi marido se ocupó de las tomas nocturnas durante los primeros meses de Lucas. Gracias a mi enfermedad, hemos sido un verdadero equipo. Hemos llevado la crianza al 50%, en un equilibrio perfecto. Mis padres, mi hermano y mi marido, han sido, son y serán los grandes pilares de mi vida, personas dignas de admirar.
Aunque mi discapacidad es orgánica, y no física, he tenido que soportar la presión a la que se ven sometidas muchas madres con discapacidad. Y es que, en muchas ocasiones, las mujeres con discapacidad sufrimos una doble discriminación por ambas condiciones.
Y la cosa se complica si le sumas la variable maternidad. Mucha gente puede pensar en nosotras como mujeres vulnerables y con dificultades para ser madres. Por eso se hace necesario visibilizar que no existe un solo un tipo de maternidad, sino tantos como mujeres. Algunas, con distintas capacidades, pero con un único objetivo: dar amor a su hijo, y en eso, no existen diferencias.
Además, los embarazos de las mujeres con discapacidad suelen estar muy planificados. En mi caso, como ya he escrito, consultamos a varios especialistas y nos informamos sobre cada detalle. Fue una decisión arriesgada porque desconocíamos el efecto sobre mi cuerpo, pero calculamos los riesgos y nos preparamos al máximo.
En mi trabajo, la enfermedad tampoco me ha supuesto ninguna dificultad. Tengo una discapacidad reconocida del 37%, lo que no me impide desempeñar mi puesto de trabajo. De hecho, soy trabajadora social en el ámbito de la discapacidad, una actividad que me llena por completo y que me ha permitido descubrir a muchas personas que han convertido sus limitaciones en capacidades hermosas, originales y únicas.
Ahora Lucas tiene cinco años y, como anticiparon los médicos, no se le ha detectado mi enfermedad. Y en lo que a mí se refiere, aunque los tumores están ahí, mi situación es estable. No sé lo que pasará en el futuro. Pero, en realidad, ¿quién lo sabe? Así que no voy a perder el tiempo pensando en ello. Sencillamente, quiero disfrutar de mi trabajo y, sobre todo, de mi hijo y de mi familia. Tendré una enfermedad, sí, pero eso no empaña que me sienta una auténtica privilegiada.