Soy consciente de que a muchas mujeres les lleva más tiempo, pero los dos años que tardé en quedarme embarazada fueron eternos. Mi familia me apoyó durante todo el proceso, y estoy muy agradecida, pero durante todo ese tiempo es inevitable sentirse sola y hacerse muchas preguntas: ¿lo lograré algún día? ¿por qué me pasa esto a mí? ¿acaso soy una persona defectuosa? ¿debería seguir o tirar la toalla?
Mi historia con la infertilidad comenzó a los 22 años, tras mi primera revisión ginecológica. Delante de mí, la ginecóloga empezó a hablar con un colega suyo de "una cosa muy grande" que tenían que quitarme "sí o sí". Luego me explicó que tenía endometriosis, un problema que aparece cuando las células de la matriz crecen en otras áreas del cuerpo. Esto, según dijo, podría causarme infertilidad, así que me propuso que, si quería ser madre, me quedase embarazada, y que luego me quitaría los ovarios.
¿Cómo? ¿Quedarme embarazada a los 22 años? ¿De un novio con el que solo llevaba seis meses? ¿De verdad la doctora pensaba que eso era posible?
Visto lo visto, me fui a pedir una segunda opinión a una clínica privada. Y en ella me confirmaron que sí, que padecía una endometriosis severa, pero que se operaba y punto. Que luego podría seguir con mi vida normal. ¡Y menos mal que no hice caso a la primera doctora! Mi novio de entonces me dejó cinco días antes de ser operada. ¡Como para haberlo elegido padre de mis hijos! La operación salió bien y mis ovarios siguieron en su sitio. También me dijeron que no tendría problemas para ser madre, por lo que jamás sospeché lo que vendría luego.
Al año siguiente de la operación empecé a salir con quien ahora es mi marido, aunque no nos casamos hasta 2011. Justo un año después, en junio de 2012, a mis 29 años, decidimos que ya estábamos preparados para ser padres, así que empezamos nuestra búsqueda.
Todos los ingredientes parecían a favor. La edad era óptima, porque el descenso de la reserva ovárica y de la calidad de los óvulos no empieza hasta los 35 años. Año tras año había ido a revisión por mi endometriosis, y ya no había ni rastro de ella. Así que, como la mayoría, imagino, el primer mes pensaba que sería algo rápido. Pero vino la regla, y al mes siguiente, y al siguiente...
En enero decidí hacerme otra revisión, por si acaso durante los meses que llevaba sin anticonceptivos me había vuelto a salir algún quiste. Y, ya que estábamos, nos hicimos los primeros exámenes de fertilidad: mi marido tenía los espermatozoides con poca movilidad y yo tenía la antimulleriana bastante baja.
Fue un golpe muy duro. Todo había ido bien en los últimos años, así que no me lo esperaba. Pero bueno, había que ponerse manos a la obra si quería cumplir mi deseo de ser madre. Antes de la fecundación in vitro, que es más intrusiva (requiere un pequeño paso por el quirófano y la toma de más medicación), decidimos probar suerte con la inseminación artificial. Pero aquel intento fue casi anecdótico, ya que la poca movilidad del esperma de mi marido hizo que el resultado fuese negativo.
Entonces sí, pasamos a la fecundación in vitro. Como mucha gente sabe, esta técnica permite fecundar un óvulo con un espermatozoide en el laboratorio, y luego transferir el embrión al útero para que nazca el bebé.
Hasta en tres ocasiones me sometí a la fecundación in vitro, y en las tres ocasiones los resultados fueron negativos. Pero mi relación con la fecundación in vitro no solo fue una acumulación de negativos, sino que incluso la endometriosis, que llevaba 8 años sin aparecer, se había venido arriba con las estimulaciones. Otra vez vuelta al quirófano (el celador ya bromeaba conmigo) y laparoscopia para quitarme una trompa, aislarme la otra (no la pudieron quitar porque la tenía muy pegada al ovario) y limpiarme múltiples adherencias de endometriosis que habían aparecido.
Como podéis imaginar, este proceso fue como una montaña rusa, donde las noticias buenas y malas se sucedieron a ritmo de vértigo. Emocionalmente, es muy complicado seguir un ritmo así, donde se pasa de la esperanza a la frustración con demasiada rapidez. Según un estudio, el 65% de los que abandonan antes de lograr el embarazo lo hace por cansancio psicológico, antes que por razones médicas o económicas.
Y eso que las razones económicas son poderosas. En Teruel, donde vivo, la sanidad pública cubre la inseminación artificial. El tratamiento de la fecundación in vitro también está cubierto, aunque hay que desplazarse a Zaragoza y la lista de espera ronda los dos años. Por eso recurrí a la sanidad privada, aunque los ciclos pueden costar miles de euros.
Muchas mujeres que tratan de quedarse embarazadas atraviesan un proceso semejante. Pese a que la infertilidad no implica graves dolores, no conlleva limitaciones físicas, ni representa una amenaza para la supervivencia, su diagnóstico trae alteraciones emocionales semejantes a otras enfermedades. Aunque depende de la situación personal (por ejemplo, mientras mayor sea la mujer, más estrés suele traer aparejado), las mujeres pueden sentir depresión o ansiedad.
Luego, también está el riesgo de que la vida en pareja se resienta. Todo esto supone un gran desgaste emocional. En mi caso he tenido mucha suerte. Mi pareja ha sido uno de mis grandes pilares. Y siempre hemos estado de acuerdo en las decisiones importantes, otro aspecto fundamental. Porque si cada miembro de la pareja tiene opiniones diferentes respecto al número de tratamientos a realizar, o hasta dónde están dispuestos a llegar, también puede ser motivo de alejamiento.
Participar en un foro de infertilidad y leer un par de libros sobre el tema me sirvió para cambiar totalmente mi actitud. Dejé de ocultar mi problema. Soy infértil, ¿y qué? Ahora hablo de ello sin complejos. Es más, acabo de publicar un libro que se llama Plantando cara a la infertilidad. Confío en que sea útil a la gente que atraviesa la misma situación, porque hay muchas más parejas en España que pasan por lo mismo: una de cada seis parejas, según algunos cálculos.
Como decía, mis intentos con la fecundación in vitro no dieron resultado. Y dar el salto a la ovodonación no fue sencillo. Intentaba hacerme a la idea, pero se me hacía muy duro. Siempre nos habían dicho que mi abuela, mi madre y yo nos parecíamos mucho, y yo quería que mis hijos tuviesen mi carga genética.
Pero tras el tercer fracaso en la fecundación in vitro y con las complicaciones de la endometriosis, ya no nos quedaban muchas opciones. Si la única solución era la ovodonación... ¡pues adelante! Me mentalicé de que yo llevaría al bebé dentro de mí, de que yo lo alimentaría, y, sobre todo, de que yo lo cuidaría. Sin darme cuenta, había pasado el duelo genético.
De esta forma, inicié mi primer tratamiento de ovodonación. El momento de la transfer fue muy bonito, y en cuanto me pusieron los embriones los sentí de inmediato como míos. Llegó el momento de la betaespera, que es el período desde el final del tratamiento hasta la prueba de embarazo (la "beta" es el valor de la hormona betaHCG que determina si ha habido embarazo o no, y de ahí su nombre).
En ese momento, no hay que hacer nada más que esperar el resultado, pero es un periodo muy duro. Si el mero hecho de esperar la nota de un examen suele ser motivo de nerviosismo, ¡imaginad lo que se siente cuando se trata de un embarazo!
Tras doce días de betaespera, tuve la alegría más grande de toda mi vida. BETA POSITIVA. Por fin estaba embarazada. Y una semana más tarde se confirmó en una ecografía que esperaba mellizos. Tras un embarazo complicado y un parto prematuro, la vida me hizo el mejor regalo del mundo. Mis niños ahora tienen poco más de un año y no puedo ser más feliz.
Aunque tenga un final feliz, esta es una historia dura. Como la que atraviesan todas las parejas a las que les toca lidiar con problemas de infertilidad.
* Para que no te pierdas nada, nosotros te mandamos lo mejor de Verne a tu móvil: ¡únete a nuestro Telegram telegram.me/verneelpais!
* También puedes seguirnos en Instagram y Flipboard. ¡No te pierdas lo mejor de Verne!