Si tienes un iPhone, lo desbloqueas una media 80 de veces cada día, según datos de la propia Apple. Otro estudio anterior apuntaba que los usuarios de Android lo usan en 110 ocasiones diarias.
Esas 80 veces suponen unas cinco cada hora, contando con que pasamos despiertos unas 16. Es decir, una vez cada 12 minutos. Y eso sin contar los momentos en los que solo le echamos un vistazo al reloj.
En cuanto al tiempo que esto supone, un estudio de 2015 recogía que los estadounidenses pasan 4,7 horas diarias mirando el móvil. Según datos de Facebook, son casi cuatro horas al día (46 minutos en la propia red social).
Me parece un montón, así que me he bajado una app (Checky) que cuenta las veces que desbloqueo el teléfono y otra (Moment) que además controla cuánto tiempo paso mirando la pantalla.
La buena noticia: estoy por debajo de la media. La mala: aun así desbloqueo el móvil una media de 43 veces cada día, pasando con él 109 minutos (más de una hora y tres cuartos). Miro el el teléfono 2,6 veces cada hora (una vez cada 23 minutos) y cada una de esas veces le dedico algo menos de tres minutos.
Moments muestra la barra de tiempo en rojo. Cada día. Si pasara menos de una hora, saldría en ámbar, y si no excediera los 30 minutos, se quedaría en verde.
Nada en contra de los móviles
No soy un tecnófobo. Los vídeos virales sobre lo mucho que dependemos del móvil me dejan bastante frío, por ejemplo. El teléfono es útil (además de divertido): uso los mapas para no perderme, utilizo Whatsapp para mantener el contacto con familia y amigos que viven a cientos (o miles) de kilómetros, he zanjado decenas de discusiones estériles gracias a consultas rápidas en la Wikipedia y leo artículos que me envían por Slack. Incluso hablo por teléfono: en los últimos 11 días, 10 veces. Lo evito todo lo que puedo: para mí esto es una racha muy mala.
Tampoco tengo problemas con la parte supuestamente antisocial de los móviles, una queja que ni es nueva ni es exclusiva de los teléfonos: “En el siglo XVII, los lectores de periódicos en las cafeterías eran considerados antisociales que se complacían en un silencio hosco”, escribe Michael Harris en The End of Absence. ¿Qué se supone que tengo que hacer mientras espero el autobús? ¿Ponerme a hablar con un desconocido?
Pero es cierto que todo esto suena a excusa y que una gran parte del tiempo no utilizo el móvil para nada que realmente necesite hacer. Salto de una red social a otra, pasando de una bronca ridícula en Twitter a un vídeo aburridísimo en Snapchat.
El cerebro en pausa
También podría decir que se trata de minutos sueltos durante los anuncios o mientras espero que me sirvan el café. No es como si pudiera juntar todo ese tiempo en una sola vez y aprovecharlo para escribir una novela o para aprender a tocar el piano.
Pero, eso sí, este tiempo sin hacer nada, ni siquiera mirar el teléfono, es importante. Y, por culpa del móvil (entre otras cosas), lo estamos perdiendo. Como recordaba Scientific American, cuando estamos descansando y sin hacer (en apariencia) nada, el cerebro sigue trabajando, reelaborando y buscando conexiones entre ideas.
Estos ratos son esenciales, ya que nos sirven para dar sentido a lo que hemos aprendido recientemente, para replantearnos problemas, para repasar (y ensayar) diálogos y escenas, para recordar decepciones, para reafirmar deseos y objetivos, y, en definitiva, para “continuar escribiendo en primera persona la narración de nuestra vida”.
El móvil es útil, claro. Pero también necesitamos momentos en los que nada llame nuestra atención. Necesitamos tiempo para aburrirnos.
Por qué nos cuesta tanto dejar de mirar el teléfono
La pantalla del móvil se llena de notificaciones y alertas que nos proporcionan recompensas inmediatas, ya sean favs, retuits o mensajes. “Alcanzar un objetivo o anticipar una recompensa en forma de nuevo contenido tras completar una tarea puede excitar las neuronas del área tegmental ventral del mesencéfalo, lo que hace que se libere dopamina (un neurotransmisor) en los centros del placer del cerebro”, publicaba The Atlantic.
Es decir, miramos el móvil constantemente en busca de gratificación inmediata. Como comenta AsapScience en un vídeo sobre este círculo vicioso: “Suena un poco como una droga, ¿verdad?”. De hecho, The Atlantic añade que la liberación de dopamina es “la base de las adicciones a la nicotina, la cocaína y el juego”.
Sin ser tan dramáticos, es cierto que nos gusta contar con estímulos novedosos constantemente porque, como escribe Lars Svendsen en Filosofía del tedio, a menudo nos negamos a abandonar el mundo mágico de la infancia, "lleno de cosas nuevas y emocionantes. Quedamos suspendidos en un estadio intermedio entre la niñez y la madurez, en una pubertad sin fin”.
Una forma (parcial) de enfrentarse a esta rutina es desactivar todas las notificaciones. Tiene una desventaja, claro: cada vez que desbloqueo el móvil, el paseo cotidiano por las apps es más largo, ya que acabo mirando todas las redes y el correo, por si hay alguna novedad.
Pero al menos el teléfono no me molesta en el bolsillo. Ya casi no me vibra la pierna ni de verdad ni porque me lo haya imaginado. Y es que lo peor de las notificaciones es que interrumpen incluso aunque decidamos ignorarlas. Como recuerda Douglas Rushkoff en Present Shock, los avisos del móvil nos “arrancan del momento íntimo por el mero hecho de tener que tomar una decisión”. Tenemos que optar por sacar el teléfono del bolsillo o dejarlo allí.
El equilibrio es imposible
Al final, lo importante es la moderación. Es lo que siempre se dice. Todo en su justa medida. Una dieta equilibrada. Una o dos copas de vino, pero no la botella entera. Un poco de tele, pero no cuatro horas. Un poco de dinero, pero no diez o doce millones (esto último no se dice tanto).
Pero también es lo más difícil, claro. Ni siquiera resulta sencillo saber qué es un uso moderado.
A la mayoría, por ejemplo, nos parece fatal que alguien saque el teléfono mientras está con más gente. Al 82% de los estadounidenses, para ser exactos y según el centro de estudios Pew Research. Aun así, el 89% lo hace. No hace falta ser duros: a menudo es para compartir una foto de la velada (45%) o para buscar información que podría interesarle al grupo (38%).
Recuerdo mi último viaje sin móvil: fue en el verano de 2003. Me fui una semana a Berlín y dejé el teléfono en Barcelona porque para qué lo iba a necesitar. Mi familia tenía el teléfono del hotel, por si había alguna emergencia (que no la hubo).
Ahora no solo me lo llevo a todas partes, es que me siento incómodo si me lo he dejado en otra habitación. No soy el único, ni mucho menos: según datos de Telefónica, el 90% de los los españoles con smartphone no se aleja de sus teléfonos más de un metro en todo el día y el 72% no lo apaga para dormir. Lo cual tiene sentido porque a menudo se usa de despertador. Hablando de despertador, el 80% comprueba sus notificaciones nada más levantarse, imagino que para comenzar el día con un buen chute de dopamina. ¿Qué sería lo moderado? ¿Esperar una hora? ¿Dos?
Una forma de buscar ese equilibrio puede ser usar estas apps que permiten monitorizar el uso del móvil. En parte, su objetivo es similar al de las aplicaciones que buscan controlar tu actividad física: si ves progreso (y además lo compartes), te verás más motivado a mejorar. Moments se vende así y, de hecho, tiene opciones (de pago) que permiten poner límite al tiempo dedicado al teléfono.
Evidentemente, este tipo de aplicaciones tiene sus problemas: Moments me dice cuánto tiempo uso el móvil, pero no si ese tiempo lo empleo cotilleando fotos ajenas en Facebook o, en cambio, leyendo un libro porque he olvidado mi Kindle en casa. Y no es lo mismo.
Es cierto que al principio me daba bastante apuro ver cómo la barra llegaba al rojo e intentaba resistir la tentación de malgastar mi vida comprobando si me había llegado más spam. Pero la app pasó en seguida a formar parte de mi paseo por el móvil: entraba para ver cuántas veces lo había desbloqueado y cuánto tiempo llevaba acumulado, con lo que contribuía a que mirara el móvil más a menudo o, al menos, durante más tiempo. Al final, ya olvidé que tenía instalada la aplicación: solo he mirado los datos de los últimos dos o tres días para escribir el artículo.
Eso sí, estas apps consumen mucha batería. Así que al final contribuyen a que uses menos el teléfono porque, en fin, se apaga.
También es verdad que no me puse objetivos. Podría probar un límite. Un límite moderado. Una hora, por ejemplo. Y a partir de entonces, utilizarlo solo en caso de emergencia. Pero emergencia de verdad, de las de llamar a los bomberos porque estoy en llamas.
Sin embargo, lo cierto es que prefiero desinstalarme esta app y disfrutar tranquilo de mis pequeñas dosis de dopamina. Todavía no es un problema. Solo lo desbloqueo 43 veces. Hasta 80 hay margen. Ya lo dejaré cuando esté preparado.