Miles de personas creyeron que era su deber no solo preocuparse por la youtuber Marina Joyce, sino también compartir sus teorías al respecto en redes sociales. Como ya apuntaba Caitlin Dewey en The Washington Post, muchos seguidores de esta youtuber fueron víctimas de la llamada “interacción parasocial”. Es decir, creían que Joyce era su amiga.
El caso se comentó muchísimo la semana pasada: los seguidores de Joyce habían notado algunos cambios en ella durante los últimos meses. Había perdido peso. Parecía desorientada. Tenía moratones. Decenas de miles de detectives aficionados se preguntaron en Twitter si tenía problemas de drogas. ¿La estaban maltratando? O, peor, ¿la habían secuestrado? ¿La había secuestrado el ISIS? También hicieron exámenes detenidos de fotografías al más puro estilo CSI, llegando a ampliar una fotografía hasta ver (o creer ver, mejor dicho) a un tipo con pasamontañas en el reflejo de sus ojos.
El asunto llegó al extremo de que la policía se presentó en su casa de la youtuber para comprobar que se encontraba bien. Y así era.
Muchos tuiteros no querdaron satisfechos con el tuit de la policía. Ni con la retransmisión en directo de Joyce al día siguiente. Ni con la entrevista que concedió a otro youtuber estadounidense. Exigían saber más, a pesar de lo que tuiteó Karim Abridged, youtuber y amigo de Joyce: "No tenemos derecho a compartir la vida y los problemas de nadie. Esto no es un maldito programa de televisión, es la vida de la gente".
Pero en realidad los fans de Joyce no se comportaban como si todo fuera un programa de la tele. Al contrario: lo hacían como si le estuviera ocurriendo a uno de sus amigos.
Tú no me conoces de nada, pero yo lo sé todo sobre ti
El término “interacción parasocial” (o intimidad a distancia) fue acuñado por los psicólogos Donald Horton y Richard Wohl en 1956 para describir esta sensación unilateral de conexión entre una persona y un famoso (o un personaje ficticio).
Tal y como recoge Science of Us, estos psicólogos hablaban de cómo los medios de comunicación “crean la ilusión de una relación cara a cara con el artista. Las personas más remotas e ilustres se ven como si estuvieran en nuestro círculo de amigos; lo mismo ocurre con los personajes de las historias que se narran en estos medios”. Es decir, en ocasiones nos puede resultar difícil gestionar que sepamos más sobre muchos famosos que sobre personas a las que consideramos amigas.
Aunque esta sensación de cercanía es una ilusión, los sentimientos que genera son reales, como recuerda la psicóloga Jennifer Golberck en Psychology Today. Por ejemplo, ver una serie de televisión sirve en ocasiones para mitigar parcialmente la soledad e incluso puede protegernos ante los sentimientos de rechazo provocados por problemas con amigos, familiares o nuestra pareja, según se explica en Scientific American. Se habla incluso de “rupturas parasociales”: un estudio citado por Science of Us muestra que hay gente que lo pasa tan mal cuando sus personajes favoritos dejan de aparecer en antena como ante el fin de una amistad real.
Un contexto nuevo para un fenómeno clásico
Hay que insistir en que todo esto no es nuevo. El fenómeno lleva describiéndose desde los años 50, mucho antes de que llegara internet. Tampoco es exclusivo de jóvenes y adolescentes. Y, por supuesto, tampoco son nuevas las teorías de la conspiración.
Pero eso no quita que el caso de Joyce muestre algunas diferencias con lo que ocurría hace veinte, treinta o cincuenta años. El fenómeno no es nuevo, pero algunas de las circunstancias sí son diferentes.
- La relación de un youtuber (o de cualquier famoso) con sus seguidores no es tan unidireccional como podía ser la de una estrella con sus fans hace treinta años. Es evidente que un youtuber no puede dedicar a cada uno de sus seguidores el mismo tiempo que ellos le dedican a él, pero los youtubers sí responden a comentarios (o al menos, pinchan en “me gusta”) y contestan a preguntas, a veces en vídeos en los que se fomenta este diálogo.
- Se comparte más información y en más ocasiones. Un youtuber no solo publica uno o dos vídeos cada semana, sino que tuitea, cuelga fotos en Instagram y publica vídeos en Snapchat. Cada día hay contenidos nuevos.
- Estos contenidos son cada vez más íntimos. De las estrellas solíamos saber dónde veraneaban o con quién se habían visto en algún restaurante más o menos exclusivo. Los youtubers publican fotos de sus desayunos en Instagram, cuelgan vídeos titulados "50 cosas sobre mí" y muchos se graban en su propia habitación, una habitación que no es muy diferente a la de cualquiera de sus seguidores.
- Hay una mayor retroalimentación entre los seguidores. Hoy en día es más fácil encontrar a otras personas con gustos en común y con quien compartir comentarios, críticas o, en el caso de Joyce, teorías de la conspiración. Ni siquiera hay que buscar en páginas o foros especializados: están en YouTube, en Facebook y, por supuesto, en Twitter, donde en apenas un par de días se publicaron más de 700.000 tuits con la etiqueta #savemarinajoyce (salvad a Marina Joyce). Por cierto, el último vídeo que hasta entonces había publicado suma casi 30 millones de reproducciones y la youtuber ha pasado de 600.000 a unos dos millones de suscriptores.
Hay que añadir que entre estos tuits no solo había fans preocupados, sino también mucha gente que hasta hacía poco ni siquiera sabía quién era Marina Joyce. Aunque eso no fue obstáculo para dar voz a suposiciones sin contrastar y publicar sus propias teorías más o menos improvisadas sin ningún tipo de cautela, multiplicando el alcance de estas elucubraciones.
Todo esto no es necesariamente malo. O no del todo. Estamos ante un caso extremo: una joven de 19 años y su familia se encontraron con cientos de miles de especulaciones acerca de su estado de salud, lo que no es algo fácil de gestionar ni aun estando en la mejor de las condiciones. Pero también es una muestra de que las redes sociales no nos están aislando ni nos están robando la empatía.
Eso sí, este caso también deja claro que aún no tenemos ni idea acerca de cómo usar estas redes. Ni siquiera sabemos cuándo es mejor callarse que decir lo primero que se nos pase por la cabeza. Estamos aprendiendo a gestionar, entre otras cosas, que la barrera entre lo público y lo privado se está difuminando cada vez más. Y, de momento, se nos está dando regular.