“¡Tengo mazo de huevos, pero no tengo incubadoras!”, grita una chica de camino al estanque del Parque del Retiro. A su lado, otro joven que va con sus amigos se escandaliza: “¿Cómo puede haber ahí un Omanyte al lado de un Scyther?”, dice señalando a la nada con el dedo. “Solo cazo pájaros, tío”, protesta un adolescente, “podría aparecer algún bicho más raro”. Escuchando esto, el Retiro a las 11 de la noche, un día entre semana, puede parecer un sitio raro: una chica con huevos, un chaval con visiones... Pero no. Para los que estamos en el parque a esas horas suena completamente normal. Porque vamos todos a lo mismo: jugar a Pokémon Go. Y a que nos dé un poco de aire fresco, que es Madrid en agosto.
Cuando estaba entrando por la puerta de Felipe IV y solo veía a gente salir, casi me quedo con un pie fuera. Eso de meterme sola en el Retiro no me convencía. Ya saben, el miedo de la noche en un sitio más o menos oscuro donde podría no haber nadie. O eso pensaba.
Terminé entrando, eso sí, mirando para todos lados y escondiendo un poco la pantalla del móvil para que las familias que salían no pensaran que a la juventud se nos había ido la olla con este juego. Que ya hemos oído de todo:
Porque, claro todos sabemos que:
La realidad es que nos gusta. Y no solo a dos o tres frikis, sino a mucha gente que nunca había sido aficionada a los videojuegos. Y aunque ya se han visto titulares de que la fiebre por Pokémon Go ha acabado, lo cierto es que de las más de cien personas que me encontré en el Retiro esa noche, solo una docena iban sin usar el juego. Fue una sensación impactante incorporarme a una masa de gente formada de forma espontánea y que iba toda hacia el mismo sitio: el estanque del Retiro.
Allí nos esperaban cuatro pokeparadas (donde nos dan pociones y pokebolas para cazar pokémones) con cuatro cebos en constante funcionamiento. Me explico, esos cebos atraen a las criaturas, por lo que si pones uno hay más posibilidades de que te aparezcan. Si pones cuatro, lo que pasa es esto:
Los pokémones aparecen de cinco en cinco, una maravilla, vamos. Y lo impactante no estaba en el mundo virtual, sino fuera: más de un centenar de personas haciendo lo mismo que yo. Todos en silencio y en penumbra con solo el reflejo de la pantalla del móvil con Pokémon Go. Sentados en las escaleras que daban al lago, a los pies de la estatua de Alfonso XII, entre las columnas, en los leones… Estaban por todas partes. Y no eran solo adolescentes pandilleros, había parejas, grupos de amigos, familias y también gente sola.
Todo estaba tranquilísimo, hasta que a un niño le dio por gritar: “¡Pikachu, Pikachu!”. Las decenas de personas que estábamos ahí reaccionamos como si nos hubieran pinchado. “Oh no… es un pájaro”, dijo con tanta pena que no podías ni enfadarte por la equivocación. El ambiente era tan bueno que hasta a los vendedores de cerveza les daba pena irse de allí. “¡Cómo ha cambiado el tema, eh! Nada, ya nos hacemos el porro nosotros”, dicen mientras pasan riéndose unos chavales.
“Eso es lo que más me gusta de venir: el ambiente. Hay superbuen rollo y la gente está supertranquila”, me comenta una pokemaníaca que acabo de conocer. Eso sí, sin levantar la vista de la pantalla porque está ocupada capturando a un Rattata gigante. “Lo mejor de todo es que el juego ha conseguido que gente que estaba todo el día en casa viciada, ahora tenga que salir por ahí y relacionarse”.
Y así es: la gente comenta, charla, se pregunta trucos, comparte páginas para intentar encontrarlos, se lamenta cuando todos los pokémones que aparecen están repetidos... Esas cosas que se hacen en un grupo, pero en un grupo de gente que no se conoce de nada.
Todos dicen de irse, pero de ahí no se mueve nadie
Pasan de las 11, el parque cierra en menos de una hora y el Retiro sigue lleno de ‘cazapokémones’. Lo normal sería currar mañana, pero de ahí parece que no se mueve nadie. Eso sí, intentos hay. “Tío, son más de las 11, nos deberíamos ir ya. ¡Anda, un Diglett!”, se autocorrige un ciclista con su compañero. “Locos, ¿nos vamos ya o qué?”. Respuesta: “¿A dónde? Si yo no tengo nada que hacer en mi casa”.
“Venga una ronda más de pokeparadas y nos vamos, ¿eh?”, se dicen padre e hija. Para mi sorpresa, la iniciativa de quedarse no es de ella sino de su progenitor, al que está enseñando el juego. “Papá, te voy lo a terminar prohibiendo, ¡eh! Te estás viciando mucho. Llamas a todo pokenevera, pokecocina…”. “¡Mira, un pokeperro, vamos a cazarlo!”, contesta riéndose. Si ya dicen que no hay nada más bonito que compartir hobbies con los hijos. Sobra decir que 40 minutos después seguían sentados en las mismas escaleras.
Cuando a las 00.30 yo di por concluida la caza, padre e hija y otra decena de supervivientes seguían sentados en el estanque. Aunque el parque ya debería haber cerrado, de ahí no los echaba nadie. Mientras tanto, compartieron con todos los presentes sus planes del día siguiente: incluir a la prima e “ir a ver qué hay en el parque de la Rosaleda”. Claro, que el padre está emocionado: “No sabía que eran tan normales. Este es como un gato”, dice en referencia a Persian. “Sí, mira, un gato con un cuerno. Supernormal”. Los rifirrafes no acaban con el plan familiar: mañana unos sándwiches y a subir de nivel. Si es que, ¡lo que Pokémon ha unido que no lo separe el hombre!