Cada día acudo a un gigantesco centro comercial. Allí me visto con un mullido uniforme rojo y me cuelgo una barba blanca aún más mullida. A continuación, me siento en un trono, en mitad de la zona de cafeterías y restaurantes, y comienzo a recibir a un torrente de niños sobreexcitados, los cuales esperan, ni más ni menos, que cumpla sus deseos navideños. Jamás había tenido tanta responsabilidad en un trabajo.
Es la primera Navidad que me visto de Papá Noel en un centro comercial. Y, aunque no sea una labor precisamente bien remunerada ni duradera, puedo afirmar que es el trabajo que más he disfrutado en mis 53 años de vida.
Y eso que he tenido muchos trabajos y mi currículo podría inspirar una saga de novelas. Empecé como vendedor ambulante con mi padre, recorriendo España en una furgoneta cargada con lo que fuera: porcelanas, peces vivos, sábanas... Luego me pasé a la construcción, donde nunca faltó el trabajo durante los locos años dos mil.
Pero las cosas se complicaron con la crisis, y empecé a alternar el paro con trabajos esporádicos. Quizás el más pintoresco fue cuando una discoteca me contrató para que, durante una fiesta de Halloween, pasara toda la noche metido en un ataúd. Al menos, ese día no me cansé mucho.
En resumen, he pasado por muchos trabajos y por eso puedo opinar, con conocimiento de causa, que ninguno ha sido tan gratificante como ponerme en las orondas pieles de Papá Noel. De hecho, estoy convencido de que jamás seré tan valorado en un trabajo. Mis clientes, que son los niños, me adoran. Si no me gustaran ni los niños, ni los centros comerciales, ni las Navidades, este trabajo sería un infierno. Pero, por suerte, me encantan las tres cosas.
Y gracias a mi labor como Papá Noel he sido testigo de escenas tan tiernas que podrían derretir el hielo de Laponia. Como cuando se acercó una niña y, al preguntarle qué quería de regalo, me respondió: "La paz en el mundo". O la escena de aquel niño que me dijo: "Yo solo pido ver a mi padre, que no pudo venirse a España con nosotros y aún sigue en Colombia".
Pero tampoco hay que engañarse: la mayoría de niños me piden juguetes. Y es justo reconocer que suelen ser comedidos en sus demandas. Aunque, claro, siempre hay excepciones, como aquel niño que me pidió conocer a Justin Bieber o el que me pidió un Ferrari rojo. A ver, chavales, que la magia tiene un límite y eso se escapa incluso a mis superpoderes navideños.
Otra de las razones por las que me gusta este trabajo es que me permite asomarme a la sociedad española y a sus cambios. Normalmente, entablo una breve conversación con los pequeños, que más o menos es así:
-¿Qué quieres de regalo?
-Un scalextric y un balón de fútbol.
-Claro que sí. Pero acuérdate de dejar galletas para los renos y obedece siempre a papá y a mamá.
Pero, en una ocasión, tras conversar con un niño, levanté la cabeza y me encontré con que tenía dos mamás. Desde entonces, procuro ser más cauteloso para no herir sensibilidades.
Pasar tantas horas sentado en el mismo sitio, además de despertarme el apetito por el olor que me llega de los restaurantes, también me ha permitido reflexionar. En cada niño que sube a mis brazos, me veo a mí mismo hace casi medio siglo. Con cada familia que me encuentro, veo a mi propia familia.
En mi infancia no tuve grandes regalos. Mi primera bicicleta la compré con mi propio dinero. Pero mis recuerdos más felices de la Navidad no tienen que ver con ningún regalo, sino con los momentos en que nevaba y visitábamos la casa de nuestros vecinos para pedir el aguinaldo. En ocasiones, además de darnos una peseta, nos invitaban a tomar algo caliente.
Por mi situación económica, yo tampoco he podido dar grandes caprichos a mis dos hijos, que ahora tienen 12 y 17 años. Pero me he esforzado para que, aunque ya nadie conozca a sus vecinos, apenas nieve, ni se repartan aguinaldos, se lleven recuerdos bonitos de estas fechas. Porque la ilusión, que es lo que queda al final, no tiene precio.
Pero esto no solo va de chavales. A veces, en el centro comercial, han sido los padres quienes se han sentado a mis rodillas. Una mujer me pidió un novio. Y una pareja quiso que intermediara en su discusión. Todas estas cosas escapan a mi jurisdicción, pero me ha permitido entender que los adultos también necesitamos un Papá Noel.
Yo he tenido la suerte de encontrarlo cuando lo he necesitado. En algunas temporadas apenas lograba llevar comida a casa. Entonces, o bien los responsables de Cáritas o bien los otros padres del colegio de mis hijos, me dieron lo que necesitaba. Aquello sí que fue un milagro navideño. Por eso, si nos cuidamos entre nosotros, veremos más a menudo el brillo que ilumina los ojos de los pequeños en Navidad. Sí, desde mi trono en este centro comercial, sueño con que sea Navidad todo el año.
Texto redactado por Álvaro Llorca a partir de entrevistas con Félix Tejero.