Nuestros encuentros navideños parecen verbenas de pueblo. Somos una familia muy, pero que muy numerosa, así que en Navidades nos juntamos a comer más de setenta personas. Puede sonar caótico, pero tenemos incluso un comité encargado de que todo salga bien.
Primero, os presentaré a mi familia. Yo tengo 95 años y estoy casada con Miguel, que tiene un año menos. Ambos tuvimos nueve hijos, que nos dieron 22 nietos y 14 bisnietos. Acordarse de todos los cumpleaños y los santos es un auténtico desafío, pero nunca se me escapa ninguno.
Antes vivíamos en una casa muy grande, con un hermoso patio y más cacerolas que un regimiento militar. Pero mis hijos se fueron mudando con sus parejas e hijos, así que Miguel y yo nos cambiamos a una casa más pequeña, donde ya no tenemos espacio para meter a tanta gente.
Cuando hacíamos las comidas navideñas en casa aprovechábamos hasta el último rincón. Por ejemplo, en la habitación de estudio de mis hijos colocábamos las bandejas con comida, en plan autoservicio.
La especialidad entonces eran los rollos de carne, cuya preparación era relativamente sencilla para estas ocasiones. Aunque recibir a tanta gente pueda sonar heroico, las comidas masivas nunca me asustaron: estaba acostumbrada a alimentar a quince personas cada día.
Pero bueno, eso se acabó y ahora las celebramos en un hotel cercano, aquí en Antequera. Además de las ventajas más obvias (ya no hay que preparar el menú ni fregar los cacharros), los familiares venidos de otras ciudades pueden alojarse ahí mismo. Porque hay gente que viene de Granada, de Córdoba, de Madrid, de Canarias... De los setenta que solemos juntarnos ahora, la mitad aproximadamente vienen de fuera. Así que es una ocasión única, al margen de las bodas, para que nos veamos todos.
A veces, en estas fechas me acuerdo de los que ya no están entre nosotros. Pero no hay mejor terapia que verse rodeada de tantas generaciones. Es una alegría ver a gente de tantas edades diferentes relacionándose, hablando y divirtiéndose. Y yo me entretengo mucho, arriba y abajo, hablando con todo el mundo, porque siempre procuro charlar un rato con cada uno de los asistentes.
Aunque no siempre puedo hablar con la gente tanto como me gustaría. Si dedicase cinco minutos de conversación a cada una de las 74 personas que me acompañan, ¡pasaría seis horas y diez minutos hablando!
No es fácil coordinar a tanta gente, así que mi familia ha creado una comisión organizativa, que parece el comité organizador de unos Juegos Olímpicos o de una Expo. La comisión se reúne un par de meses antes de que llegue la Navidad y en ella están representadas todas las ramas de la familia.
El primer gran reto al que se enfrenta esta comisión es el de elegir la fecha navideña en la que pueda juntarse más gente. Es como cuadrar el presupuesto de una gran empresa. Este año tuvimos que celebrar la comida el pasado domingo, porque así logramos reunir a 75 familiares. Sí, fuimos muchos, pero nada comparado con el año 1997, cuando nos juntamos 108.
Una vez fijada la fecha, el comité se encarga de elegir el menú, los regalos y la programación. Sí, la programación. Porque, como decía al principio, nuestra comida parece una verbena popular. La novedad de este año ha sido la actualización de nuestro árbol genealógico. Desde la última vez que se actualizó, en 2008, ha habido 32 entradas nuevas.
Además de este acto, hay otros que se repiten año tras año. Por ejemplo, se celebra un tedeum, que es una acción de gracias de carácter religioso. También organizamos un pequeño concierto, con guitarras y una batería pequeña que suele traerse mi hijo Federico. Pero a mí, lo que más me gusta, es el momento del baile.
Dedico un rato a bailar con cada uno de mis hijos y nietos varones. Mi marido, que es más serio que yo y le gustan los boleros, suele decirme en esos momentos: "¡Chiquilla, chiquilla, que se te ha olvidado tu edad!". Pero me pierden los pasodobles como "El gato montés".
En estas comidas, también disfruto mucho con los más pequeños. Siempre llevo el bolso cargado de gominolas para repartirlas. Ellos suelen protagonizar pequeños teatrillos e incluso algún año se han atrevido a imitar a los mayores.
Los niños siempre tienen algún representante en la comisión organizativa, para que se sientan implicados y no se aburran durante nuestras largas comidas. Porque las más cortas duran cinco horas. Y las más legendarias han llegado a las diez horas. Aunque, en esos casos, yo me retiro antes a descansar, que mi cuerpo ya no está para maratones.
Me consta que algunas reuniones familiares suelen acabar en discusiones de todo tipo: de fútbol, de política, de vinos... de lo que sea. Pero, por fortuna, y pese a la abundancia de cuñados en la mesa, nosotros no tenemos ese problema. Y eso que tengo familiares de izquierdas y de derechas. Pero casi siempre nos limitamos a contar anécdotas que hemos vivido durante el último año y todos acabamos cantando juntos el villancico de nuestra familia, que empieza así:
Ande, ande, ande
Mira los Manzanos
Vamos al tedeum
Como buenos hermanos.
En la iglesia trinitaria
Hace un frío inhumano
Se congelan las orejas
Los pinreles y las manos.
No recuerdo ningún altercado importante, y eso que llevamos juntándonos para estas comidas desde los años setenta. Pese a sus altas y sus bajas, los nacimientos y los fallecimientos, me atrevería a decir que lo único que han cambiado son las fotografías: primero fueron en blanco y negro, luego en color y ahora son digitales. Mi alegría por ver a la familia unida sigue siendo la misma.
Pero os voy a confesar una cosa: hay un día al año que soy igual de feliz o más que en nuestra reunión navideña. Se trata del 20 de abril, justo cuando empieza la primavera, que es el día de mi aniversario con Miguel. Este último año celebramos nuestro sexagésimo sexto aniversario, pero si sumas nuestros años como novios, hemos pasado 75 años juntos.
Mucha gente nos pregunta si tenemos algún secreto, si hay alguna receta para que nos sigamos queriendo después de tanto tiempo. Yo les digo que hay que saber pedir disculpas y perdonar al otro. En todas las parejas hay discusiones, pero no todas saben olvidarlas a tiempo.
Texto redactado por Álvaro Llorca a partir de entrevistas con María Luisa Recio y Federico Manzano.