Nunca olvidaré el momento en que más miedo he pasado en toda mi vida. Fue cuando María me despertó aterrada y me dijo que el barco estaba fuera de control. Miré por la claraboya y vi un mar que mecía a nuestro barco de madera sobre una montaña rusa de olas. Eran las 12 de la noche del 16 de agosto de 2014. Ahí empezó mi pesadilla, 22 horas de sufrimiento y agonía que han cambiado mi vida para siempre.
Cómo imaginarnos lo que iba a ocurrir cuando apenas dos días antes nos habíamos subido a un barco en la isla de Lombok (Indonesia) junto a veinte turistas y cinco tripulantes para un viaje paradisíaco. Islas desiertas, volcanes y el dragón de Komodo, nuestro destino final al que jamás llegamos. Nuestra aventura fue otra.
Era medianoche cuando al despertarme, bajé al puente para pedir explicaciones al capitán sobre lo que ocurría. Bajar por esas escalerillas era jugarse la vida. El barco era una atracción de feria. Un golpe de una ola me hubiera tirado por la borda. Traté de hablar con él, pero solo me respondió con un gesto con el pulgar hacia arriba y sonriendo. Jamás nadie me ha transmitido más inseguridad. Estaba desencajado.
Dos veces repetí la misma escena y en ambas pedí chalecos salvavidas para todos, pero nadie se atrevió a dármelos, porque abandonar el puente era jugarse la vida. Los cogí yo. Vi a otros pasajeros hacer lo mismo. Y entonces se produjo lo inevitable. Los motores se pararon y se encendieron las luces. El guía que chapurreaba inglés subió a la cubierta donde dormíamos: "Esta es una situación de emergencia, poneos los chalecos salvavidas, el barco se hunde".
Miré a María y, sin decirnos nada, supe que ahora el mando debíamos asumirlo los pasajeros. Pero aquel barco era un despropósito. No había radio, ni gps, ni balizas, nada. Estábamos condenados. El día anterior, el barco se había golpeado al encallar en un arrecife de coral. Ahora, justo en ese mismo lugar del casco, junto al tanque de gasolina, se había abierto un agujero. A un marinero, por llamarle de alguna manera, se le ocurrió la genial idea de hacer un fuego en proa y luego, con una antorcha, dirigirse a popa para hacer lo mismo. Un tropiezo y hubiéramos saltado por los aires.
El guía nos tranquilizó diciendo que una embarcación de madera tarda horas en hundirse. Fueron veinte minutos. No hizo falta saltar al mar, el agua nos llegó pronto a la cintura. Eran las dos de la madrugada y ya estábamos en el agua, en total oscuridad y silencio.
Nos alejamos del barco agarrados al único bote que había, para cuatro personas. Llevábamos gafas de buceo, tubo y frontales. De ese momento, guardo una imagen en mi memoria. Cuando aún no nos habíamos alejado mucho del barco, metí la cabeza en el agua y vi el barco partido en dos y nuestras mochilas hundiéndose hacia el fondo oscuro. Entonces pensé: "Lo que va ahí dentro no importa, solo importa sobrevivir".
Hubo una pequeña parte del barco que no llegó a hundirse, sino que flotaba. Apenas cabían ocho personas en ese pedazo de barco. Salvo los cuatro que ocupaban el bote y los ocho que se encaramaron a los restos del barco, los demás estaban dentro del agua con sus chalecos salvavidas.
Al amanecer, vimos una isla con un volcán en erupción. Estaba a ocho kilómetros, pero el mar no invitaba a nadar. Pensé que vendrían a buscarnos, pero recordaba que aquello era Indonesia. Al cumplirse diez horas de espera, el guía del barco decidió nuestro destino: "Nadie va a venir a buscarnos porque nadie sabe que nos hemos hundido".
Miré a María y le dije que teníamos que nadar hasta la isla, que una noche más en alta mar sería la última. Tratamos de nadar todos juntos alrededor del bote. Me até con una cuerda a él (como todos), subí y remé con un trozo de madera. Pero aquello no funcionó: como no avanzábamos, el descontrol se apoderó de la situación.
Fue entonces cuando tomé la decisión más trascendental de mi vida. Le dije a María: "Si no nos vamos, moriremos". Ella asintió. Se lo comenté a Jorge y Víctor, los otros dos españoles que iban en el barco, con quienes habíamos compartido muchas horas en ese viaje, pero no quisieron venir. Nunca más se supo de ellos.
María lloró porque sabía que muchos de los que se quedaban atrás, junto a aquel pequeño bote salvavidas, podían morir. Sinceramente pensé que no volvería a ver a muchos de ellos. Era consciente del riesgo tan alto de nadar solos. Una vez en marcha no había vuelta atrás: era vivir o morir. Nos besamos, nos dijimos que nos queríamos y arrancamos.
Volábamos, impulsados por la adrenalina. No había hambre, ni sed, ni frío ni dolor. De los tiburones, que abundan en la zona, ni siquiera me preocupé. Siempre a unos metros uno del otro, nos animábamos pese al oleaje, las fuertes corrientes y las medusas que esquivábamos todo el rato. Las condiciones eran horribles. La perdí una vez, durante veinte minutos. Pero no desesperé, volví a ella.
Al cabo de seis horas, cazamos a otros tres que habían abandonado el grupo media hora antes que nosotros. Cayó la noche y el mar nos dio una tregua. Las aguas se calmaron un poco, lo que significaba que nos aproximábamos a la isla y que ya no estábamos en mar abierto. De ese momento también guardo una imagen alucinante: metí la cabeza en el agua y todos nuestros cuerpos brillaban por el plancton. Nos resultó útil para no perdernos unos a otros.
Ya estábamos cerca de la isla cuando divisamos dos luces al este. Eran las 22.00 horas. Llevábamos casi un día entero en el agua. Tocamos nuestros silbatos y gritamos como nunca, con medio cuerpo fuera del agua. Fueron cinco minutos eternos. Los que tardó aquella canoa con dos pescadores en llegar hasta nosotros. Estaban allí por pura casualidad. Me cogieron por los hombros como un pescado, y me derrumbé. Se fue la adrenalina y vino el dolor. El precio de nadar varios kilómetros durante ocho horas en esas condiciones. El precio que pagué al mar por dejarme vivir.
Mi cuerpo había estado al límite de sus fuerzas, pero mi mente más. Aquello no fue tanto un reto físico como mental. Vi cómo subían a María y a los tres pasajeros restantes. Llegamos a la orilla, me arrodillé y me dejé caer en la arena. Ella junto a mí. No hablamos, solo nos miramos. Todo el mundo me hace siempre la misma pregunta. ¿pensaste en la muerte? Yo sabía que la muerte estaba ahí, que estaba presente, pero no la vi, solo vi a María.
Hoy, dos años después, no hay día que no recuerde lo que viví. De los veinticinco náufragos, finalmente rescataron a veintitrés. A todos, a excepción de Jorge y Víctor. Pienso en ellos y me digo: "Podía haber sido yo". Convivo con ello. Al grupo que parmaneció en los restos del barco los salvó, de milagro, un carguero que se cruzó con ellos cuando iban a la deriva.
Muchos me llaman héroe, pero solo soy un superviviente. Volví a mi trabajo nada más llegar a España y me metí corriendo al mar tan pronto como me fue posible. Tenía que normalizar mi vida para recuperarme.
Dicen que lo que no te mata te hace más fuerte, qué gran verdad. Cada 16 de agosto nado en el mar, allí donde me encuentre, para recordar lo fuertes y vulnerables que somos ahí dentro. Necesito tener esa sensación. Después me siento junto a la orilla, de noche, miro al frente y no puedo creer lo que hice. Da miedo, pero el miedo te impulsa a vivir y a tomar decisiones.
Ahora relativizo todas las cosas. Por ejemplo, antes de mi viaje a Indonesia, estaba frustrado porque una lesión en el tobillo me impedía practicar mis deportes favoritos. Incluso cuando alguien hablaba de jugar al fútbol, trataba de no escuchar. A partir del naufragio, dejé de preocuparme por eso y adopté otra actitud. ¿Que no puedo jugar al fútbol? Vale, tengo el alpinismo, mi otra gran pasión.
Y también me acuerdo a menudo del momento en que, durante el naufragio, eché la vista atrás y vi que nuestras mochilas se hundían. Ahora sé que ni mi cámara fotográficas ni mi móvil ni tantas otras cosas materiales son de gran importancia.
No acudí a psicólogo alguno, porque la mejor está en casa. La gente te ayuda y trata de empatizar, pero es imposible. En un caso así, solo alguien que ha pasado por lo mismo puede comprenderte, y yo la tengo a mi lado cada noche. No tengo reparos en hablar del naufragio, me alivia.
También aprendí a perseguir mis sueños. Siempre había jugueteado con la idea de hacer rutas turísticas sobre la historia árabe de Madrid, una de mis pasiones. Pero, aunque lo deseaba con fuerza, no me había atrevido. A mi vuelta de Indonesia todas las dudas se disiparon. ¿Es eso lo que quiero de verdad? Pues adelante. El mar me transformó, me llevó a un umbral desconocido de mi mente y mi cuerpo, y me enseñó a luchar por mis deseos.
Tras el naufragio, mi padre atravesó una mala época, y pasé mucho tiempo a su lado. Nada me importa más que mis amigos, mi familia y mi mujer. A los dos meses de nuestra vuelta, María se quedó embarazada de Malena, que ya tiene 18 meses. Y ahora, cada noche, le susurro al oído en su cuna: "Hija, recuerda, viniste del mar".