Solo tengo en la memoria algunos flashes del día en que me cayó un rayo. Por ejemplo, recuerdo que me disponía a acompañar una prueba de submarinismo desde una barca en la bahía de Pollença. Y también que, pese a que había amanecido despejado, unas nubes muy negras se aproximaban hacia nosotros. Y mi siguiente recuerdo ya procede del hospital: abrí los ojos, miré hacia el techo blanco, escuché los pitidos del monitor cardiaco, pi-pi-pi-pi, y, aunque todavía desconocía el qué, comprendí que algo grave me había ocurrido.
Los detalles concretos de aquel 6 de mayo de 2012 tuvieron que contármelos: que se desató una gran tormenta eléctrica, que un rayo entró por mi mano izquierda y salió por un lateral de mi cabeza, que caí fulminado, que el cuerpo se me puso de color negro, "que olía a socarrado", según me dijo mi madre luego, que pasé 28 días en coma en el hospital de Son Espases, que mi evolución era incierta porque nadie en el hospital tenía experiencia con personas atravesadas por un rayo (dicen que en España hay una posibilidad entre 10.000.000 de que esto nos suceda) y que mi vida pendía de un hilo.
Sin embargo, a los 28 días, abrí los ojos. En ese momento, de hecho, no podía hacer otra cosa más que abrir los ojos. Me hubiese encantado decir a mi familia: "No os preocupéis, que saldré adelante". Me hubiese gustado fundirme en un abrazo con ellos. Pero, aunque podía pensarlo, mi cuerpo no respondía a las órdenes de mi cerebro. Es una sensación nefasta, de una impotencia brutal, pero, por suerte, fui recuperando movilidad con el paso de las semanas.
El 8 de mayo de 2012, dos días después de mi accidente, cuando aún me encontraba en coma, mis amigos crearon un grupo de Facebook para animarme. "Yo tengo un amigo más fuerte que un rayo", se leía en su primera publicación. Al despertar del coma, los comentarios de apoyo -en la página de Facebook, pero no solo en ella- me animaron muchísimo.
Si mis amigos fueron un apoyo constante desde el principio, también lo fueron todos los especialistas que me trataron. Afortunadamente, el rayo me había afectado físicamente, pero no cognitivamente, de modo que mantuve mis capacidades de raciocinio, de memorización y de aprendizaje. Todo esto fue muy importante porque, a mis 20 años, no solo tuve que aprender a caminar, como se ve en la siguiente imagen, sino también a realizar otras funciones básicas como leer, escribir y comer sin ayuda. En un lento goteo, fui reconquistando mis movimientos.
Durante mi recuperación hubo días dificilísimos. Mientras luchas para completar el movimiento más simple, mientras repites por enésima vez cada ejercicio de rehabilitación, no dejan de agolparse ciertas preguntas en tu cabeza: "¿Cómo quedaré después de esto?". "¿Qué cosas podré hacer y cuáles no?". "¿Volveré a ser el mismo?". Y, sobre todo, "¿por qué tuvo que ocurrirme a mí?".
Por suerte, mi familia no se separó de mi lado ni un segundo y estoy tremendamente orgulloso de ellos. Una de las claves de mi recuperación fue cuando mi tío me hizo la siguiente propuesta:
—Antes del accidente me dijiste que querías participar en la prueba de natación de un ironman por relevos. ¿Y si lo intentamos?
Aquello parecía una utopía, pero nos propusimos un plan de entrenamiento exhaustivo. Y el 10 de mayo de 2014, dos años y cuatro días después de mi accidente, con el dorsal 3605, nadé los 1,9 kilómetros de la prueba de natación del Ironman 70.3 Mallorca. Acabé agotado y logré salir del agua a trompicones. Pero los aplausos de la gente desde la orilla me impulsaron. Durante unos segundos me sentí el rey del mundo. Por supuesto, como aún arrastraba problemas de movilidad, tardé mucho en completar la prueba, pero eso fue lo de menos: ni siquiera el vencedor debió sentir una felicidad como la mía.
Acercarme otra vez al mar después de lo que había pasado no me dio ningún miedo, porque siempre lo he considerado como una parte de mí mismo. Eso sí, ahora hago más caso a los partes meteorológicos. Curiosamente, poco antes de mi accidente, me hice un tatuaje que contenía tres dibujos: un ancla, un pez y un rayo. Sí, me tatué un rayo poco antes de que me cayera un rayo. Si lo llego a saber, me hubiese tatuado un billete del euromillón. Ya no es mi único tatuaje: actualmente, una cicatriz sigue el recorrido del rayo sobre mi piel.
Siempre me había gustado el deporte, pero nunca me lo había planteado como una profesión. En la época del accidente, mi objetivo era ser bombero. Sin embargo, aquel rayo debió cargarme con una energía nueva, porque después de haber nadado en el ironman, di un nuevo salto en mi recuperación y me animé con la bicicleta. La sensación del viento en la cara me resultó fascinante. Y, sobre todo, la sensación de descender una montaña, mirar hacia arriba, y comprobar la distancia que, después de tantos obstáculos, he sido capaz de completar por mí mismo. Empecé a devorar kilómetros y acabé ganando la medalla de bronce en triciclos adaptados en el Mundial de Sudáfrica de 2017.
Pese a todos mis logros, en ocasiones me invade la rabia al pensar que, de haber sido más cautos y de no haber navegado aquel 6 de mayo de 2012, nada de esto habría pasado. Pero ya no me atormenta la pregunta "¿Y por qué yo?". He enfocado mi vida en otra dirección y he conocido el cariño más profundo de quienes me rodean. Y aún me queda mucho camino que recorrer... literalmente. Porque mi gran reto, ahora mismo, consiste en correr de nuevo. Mi cuerpo todavía no me lo permite, porque no he reuperado la misma movilidad que antes del accidente, pero estoy decidido a que algún día caiga esa barrera, igual que han ido cayendo todas las demás.
Texto redactado por Álvaro Llorca a partir de entrevistas con Joan Reinoso.