Te aseguro que no eres el único que naufraga en la distinción entre azul klein, azul pavo y azul azafata. Colores como el orquídea, el lima, el menta, el berenjena, los flúor o los empolvados nos muestran que los nombres para los colores van variando y últimamente se refinan hasta el detalle en el español actual. No es un fenómeno nuevo: estamos ante uno de los grupos de vocabulario que más se renueva, perdiendo y ganando. Por eso, el mundo del colorido, en sus cambios y su recorrido histórico, puede usarse como muestra para explicar por qué mucho de lo que pensamos sobre las lenguas es falso.
Por ejemplo, tú defiendes que es una genuflexión humillante hacia el inglés que nos hayamos traído de esa lengua palabras como “nude” (un tono parecido al rosa palo) o “caqui” (palabra que vino del inglés y que en última instancia tiene un origen oriental). No te pongas la mano en la frente asustado por estos anglicismos cromáticos; también el español le prestó al inglés el nombre del río Colorado y del estado que le da nombre. Francisco de Ulloa lo recorrió en el siglo XVI y llamó a su desembocadura mar Bermeja por el color rojizo de sus aguas. Los préstamos no van solo en una dirección.
Tú piensas que el español se está empobreciendo porque está perdiendo nombres de colores que antes se usaban más. El “crudo” de antes (llamado así por el color de la lana sin blanquear) se llama ahora sobre todo beis (del francés beige). Pero el español también perdió nombres latinos de colores: nuestros antepasados distinguían entre el color negro mate (lo llamaban ater) y el brillante (niger). No es más pobre el español comparado con el latín; simplemente nosotros expresamos el matiz (mate / brillo) con un adjetivo añadido.
Ponerse rojo, colorado...
Tú crees que la lengua se estropea porque la gente ya no dice “granate” sino “burdeos”, y que así las palabras-de-toda-la-vida se van a perder, pero palabra de toda la vida te puede parecer “rojo” que, en cambio, no se usaba apenas en la Edad Media, cuando los hablantes usaban más “bermejo”. Otro nombre para el rojo, el colorado, es preferido en América (junto con “encarnado”) y en buena parte de Andalucía para denominar a este color. Los adolescentes andaluces antes se ponían colorados, y posiblemente se pongan rojos ahora. Los medios y los productos globales hacen que se borren algunas de esas diferencias. Pese a ello, llamar celestes a los ojos azules sigue siendo muy frecuente en parte de Andalucía.
Tú eres capaz de decir que con tanta gente de diversa procedencia que llega a tu ciudad, la lengua se va a terminar corrompiendo con tanta mezcla. Y no te das cuenta de que lo que percibes como legítimamente hispánico y no extranjero puede muy posiblemente haber sido una novedad para nuestros antepasados. Son arabismos nombres de colores como el azul o el añil (la planta de la que se sacaba la pasta azul oscura que dio nombre al color era llamada en árabe nîl). Germánicas son denominaciones de colores como el gris y el blanco, que también reemplazaron a otras: en la Edad Media llamaban pardo a lo que hoy llamaríamos gris, y gris se empleaba sobre todo para el color de la piel de ardilla llamada grisa. La palabra germánica blank de la que proviene blanco barrió a las formas latinas albus y candidus.
Tú piensas que el español es sobre todo un patrimonio de España y te olvidas de que en América hay más hablantes, más variedades y más oportunidades de crecimiento para el español. El “fosforito” que acompaña al verde, naranja o rosa como denominación de color es muy reciente, de finales del siglo XX, pero si miras qué significa fosforito en el ámbito americano verás que allí, desde la acepción “cerilla”, tiene muchísimas otras acepciones: un tipo de emparedado en Argentina, una persona muy delgada en Nicaragua, alguien que se enfada pronto en Venezuela... El equivalente de una paleta cromática es cualquier lengua en su conjunto de variedades.
Los dialectos del castellano
Pero claro, tú a lo mejor crees que si hablamos de dialectos o variedades del español estamos apuntando a todo lo que no coincide con la Castilla fundacional, y que el estándar coincide punto por punto con la forma de hablar castellana. Pues mira, sietecolores es nombre para el jilguero en Burgos y Palencia, y golorito (derivado de la palabra color con diminutivo) llaman a este pájaro en La Rioja. El castellano de Castilla también tiene su propia dialectología interna.
Tú sostienes que si hay tantos cambios en las lenguas es porque lo de los colores antes era muy subjetivo, nada científico, que hoy lo tenemos más claro con las etiquetas numéricas para los colores. Pero algunos de nuestros nombres de colores vienen del antiguo vocabulario científico. Amarillo viene del lenguaje médico: la palabra latina que significaba “amargo” (amarus) dio lugar a amarellus, adjetivo con el que se designaba a quien tenía el color pálido de quien padece de una enfermedad de hígado, órgano que antiguamente se relacionaba con la secreción de humor amargo.
Tú te pones en los postres de la cena familiar a argumentar que los extranjeros tienen mucho morro porque el español es más fácil de aprender y más lógico que las lenguas que tú estudias en una academia. Y no te has parado a pensar en que nuestros estudiantes de español como segunda lengua tienen en los derivados de los nombres de colores uno de los grupos léxicos que más les amargan la vida, ya que cada color tiene una terminación distinta. En inglés, basta con añadir –ish siempre (reddish, greenish), pero en español lo que no es blanco del todo es blanquecino o blancuzco, lo que es un poco rojo es rojizo, si es un poco azul dirá azulado, en tanto que lo que es un poco gris será grisáceo y amarillento lo que sea un poco amarillo. Pensar que la lengua propia es más fácil y lógica que el resto es otro prejuicio lingüístico más.
Tú piensas, en fin, que debo escribir negro sobre blanco que la lengua es uniforme y no debería cambiar. Y yo lo que pretendo explicarte es que prejuicios lingüísticos hay de todos los colores.