En algún momento de los últimos meses, Pablo Iglesias e Irene Montero decidieron que iban a comprarse una casa en las afueras de Madrid. Lo que vino después es conocido: escándalo mediático y político, disensiones entre sus militantes y un referéndum interno que ha terminado avalando el liderazgo de la pareja. Con la palabra central de esta historia, chalé, pasó una historia más o menos parecida en la lengua española, aunque en este caso la validación de la palabra no vino por vía del voto de los hablantes sino por el uso continuo que se le dio a la voz.
Empecemos por el principio. En algún momento de la historia de nuestro idioma, los hablantes decidieron que tenía sentido introducir en español el vocablo "chalet"; eso, en concreto, ocurrió a finales del siglo XIX, época en que empezó a usarse en la literatura española esta palabra, traída desde el francés, en concreto, importada de la zona francohablante de Suiza.
Uno de los primeros diccionarios del español en incluir esa voz (el de el de Miguel de Toro y Gómez, publicado en 1901) la definía como "casita suiza; casita de campo que imita al chalet suizo". Se apuntaba así a las casas de montaña alpinas, hechas con madera y base de piedra, como origen de la voz. Ese sentido de "tipo de vivienda extranjera" se ve en los casos de los primeros literatos que emplearon el término: la escritora Gertrudis Gómez de Avellaneda la usa en la obra La montaña maldita (1851), ambientada en Suiza, y 30 años más tarde otra mujer, Emilia Pardo Bazán, retrataba en su obra Un viaje de novios este tipo de construcción y se justificaba sobre el hecho de tener que usar una palabra extranjera para nombrarla:
Yo siento tener que dar a tan lindos edificios, que en Vichy abundan, el nombre extranjerizo de chalet; pero ¿qué hacer si en castellano no hay vocablo correspondiente? Lo que aquí denominamos choza, cabaña o casa rústica, no significa en modo alguno lo que todo el mundo entiende por chalet, que es una concepción arquitectónica peculiar a los valles helvéticos.
La palabra es extranjera pero tenía cierto parentesco con otras palabras españolas. De hecho, Suiza y Cádiz se hermanan con la historia del chalé. El origen de "chalet" y el de la palabra Caleta, famosa playa de Cádiz, es el mismo: ambas derivan del sustantivo "cala", que se usa desde antiguo en español, tomado de la lengua occitana. El nombre "cala" seguido del diminutivo "ete, eta" ha dado "caleta" en español, y en el francés de los suizos dio "chalet". O sea, "caleta" y "chalet" son palabras hermanas, salidas de un mismo origen etimológico pero con paisajes de uso bien distintos. Kichi González, alcalde de Cádiz y también político de Podemos, afeó a Montero e Iglesias la compra de ese chalé, pero este es el argumento lingüístico para que se amiguen de nuevo.
En su primera etapa de uso en español, la palabra chalé equivalía más bien a un refugio pequeño de montaña, y no tanto a una casa de grandes dimensiones. Piensa en la casita alpina del abuelo de Heidi que se describía en la novela de Johanna Spyri (1880) y que se pintaba luego en los dibujos animados: eso era un chalé. Por eso, cuando la Real Academia Española incluyó por primera vez esta palabra en el diccionario (en la edición de 1927) la asociaba con una casa con una función y medidas concretas: "casa de recreo de no grandes dimensiones". Hoy, en cambio, su definición se ha modificado, porque los propios hablantes hemos asociado la palabra chalé a edificaciones no pequeñas.
Es cierto que en el mundo hispanohablante existían ya en el siglo XIX viviendas rodeadas de jardín, y eran llamadas de formas varias: fincas, quintas, o incluso "hotelitos", no con el sentido de negocio de albergar huéspedes, sino con el mismo valor que ahora tiene chalé; muchas calles y barrios españoles llamados "calle / avenida / barrio de los hotelitos" reciben ese nombre, precisamente, por tener construcciones del estilo de los chalés. Pero la cuestión está en que los hablantes comenzaron en el XIX y principios del XX a utilizar esta voz extranjera y poco a poco se generalizó en el idioma. Como en política, las palabras se someten al juicio de los hablantes, que las abrazan o rechazan según sus gustos. El referéndum más constante, abierto y cotidiano es el que los hablantes hacemos al expresarnos, sin que nadie nos convoque o movilice para ello.
Generalizado el uso, comenzó la fase de adaptación de la palabra "chalet" a los esquemas propios del español. En una lengua donde los finales consonánticos en –t no son muy comunes, se recomendó ya en los años cincuenta del siglo XX la forma "chalé" como adaptación hispánica de la voz francesa; así, sin –t se registra su definición en el diccionario actual de la Real Academia Española. Hispanizar "chalet" como "chalé" ayuda, además, a que la formación del plural ("chalés", según recomienda la Academia) reduzca una variación que se multiplica si la palabra acaba en –t: chaletes, chaleses, chaleres... Algunas de estas formas se siguen registrando en el habla corriente, muchas veces con sentido humorístico.
Muchas palabras francesas acabadas en "et" han sido adaptadas en español guardando esa t final (es el caso de "ballet") o añadiéndoles una vocal final, o sea, con "ete" (como como bufete, carrete, gabinete, paquete...), pero "chalete" no tuvo mucho éxito y por eso se ha seguido otro patrón, el de eliminar la consonante. Es el mismo modelo que, por ejemplo, hemos usado para la forma gouttelette (en francés significa gotita) y que se ha adaptado al español como "gotelé", palabra con la que designamos a la pintura de pared que simula la existencia de gotas chicas en los muros, una realidad decorativa que, sin duda, debería perder todas las votaciones en que se viese implicada. Pablo e Irene: no aprovechéis el tirón de la victoria en este referéndum para preguntar por lo del gotelé, porque en eso perdéis seguro.