Si alguien dice: “Espera un momento”, nos está pidiendo que aguardemos una cantidad de tiempo indeterminada que puede variar entre unos cuantos segundos y, quién sabe, unos cuantos siglos. Pero en la Edad Media un momento era una unidad de tiempo muy precisa, según recoge este tuit de la cuenta Fermat’s Library, que tiene 150.000 seguidores.
“Un día se dividía en 24 horas y una hora era igual a 12 intervalos del periodo de tiempo comprendido entre el amanecer y la puesta de sol. La hora se dividía en 4 puncta, 10 minutos o 40 momentos. Considerando una media de 12 horas solares, un momento es igual a 90 segundos”.
Esta definición se remonta a Bede el Venerable, monje benedictino inglés del siglo VIII. Suena muy exacta y casi dan ganas de enfadarse la próxima vez que un momento no dure esos 90 segundos. Pero aunque en la Edad Media tuvieran muy bien definido el concepto de “momento”, lo cierto es que su duración tampoco era tan exacta. Podía cambiar incluso dependiendo de la época del año. Y no había forma fiable de medirlo.
¿Cómo medían el tiempo en la Edad Media?
“La precisión en la Edad Media no la debemos tener en cuenta como ahora -explica Almudena Serrano Mota, directora del Archivo Histórico Provincial de Cuenca-. El tiempo en aquel momento respondía a las tareas agrícolas porque era un mundo agrario”. Es decir, se trata de divisiones muy básicas “determinadas por lo que ofrecía la naturaleza”. El día, la noche, las estaciones...
Los medios que existían para medir el tiempo eran rudimentarios y heredados del mundo grecolatino, como escribe Jacques LeGoff en La civilización del Occidente medieval: relojes solares, de arena y clepsidras, “incapaces de medir tiempos datables, tiempos que se puedan poner en cifras”, pero adaptados a sus necesidades.
También se usaban velas, como explica Serrano Mota, que recuerda que “se calculaba que una vela corriente duraba unas cuatro horas”. En ocasiones, “se clavaban pequeños tornillos para dividirla”. Cuando la cera se consumía y caía el tornillo, se sabía que había pasado una cantidad determinada de tiempo. En todo caso, ninguno de estos medios serviría para medir de forma precisa un momento.
¿Y cómo sabían qué hora era?
Había relojes de sol y, si el sol se ocultaba, las campanadas de la iglesia “marcaban los momentos de los oficios a los que asistía el clero, especialmente los monjes”, que son las viejas horas romanas más o menos cristianizadas, como explica Robert Fossier en Gente de la Edad Media.
Estas horas llamadas canónicas eran: prima, al inicio del día (que equivaldría a las 6 de la mañana en Europa en primavera); tercia (a las nueve), sexta (al mediodía), nona (a las 15 h.), vísperas (a las 18 h.). Por la noche había completas (a las 21 h.), maitines (hacia la media noche) y laude, tres horas antes de prima. Las horas nocturnas se medían con la clepsidra, que se basaba en lo que tarda el agua en caer de una vasija a otra.
Es decir, el día se dividía en 12 horas y la noche en otras 12. Esto significaba, como recuerda Fossier, que la duración de cada hora “era necesariamente desigual según las estaciones". En España, por ejemplo, podemos tener 8 horas de luz a principios del invierno y 18 horas al comienzo del verano. Las 12 horas del día en invierno (llamadas artificiales porque se medían con el artificio del reloj) transcurrían en las ocho horas naturales de luz solar. En verano sucedía lo contrario: estas horas eran más largas.
Es decir, los momentos tan bien definidos por Bede serían más largos durante los días de verano y más cortos en invierno, suponiendo que se pudieran medir con un reloj solar.
Aun así, recuerda Serrano Mota, esto no suponía mayor inconveniente. Si había que quedar, por ejemplo, para partir de viaje, lo común era hacerlo al amanecer, es decir, en la hora prima. Si había que verse en otro momento se podían seguir las indicaciones de las campanadas. Las confusiones vinieron más adelante, cuando aparecieron los relojes mecánicos y se empezaron a averiar.
¿Desde cuándo una hora dura una hora?
Ya había relojes mecánicos a partir del siglo XIII. Muchos se instalaron en catedrales y, más tarde, en ayuntamientos. Algunos solo tenían aguja para las horas y otros mostraban datos astronómicos, como la fase de la luna, o incluían figuras en movimiento, a menudo de santos, ángeles y padres de la iglesia. Con ellos se empiezan a marcar los cuartos de hora y las medias horas, aunque no con la precisión actual.
La difusión de los relojes mecánicos y sus horas “naturales” de igual duración acabó afectando a los hábitos de los ciudadanos, aunque la luz siguió siendo el factor determinante a la hora de organizar el día. De entrada, solo había relojes en pocos edificios de la ciudad, mientras que todo el mundo podía ver cuándo salía o se ponía el sol. Pero también porque hasta la llegada de la luz eléctrica no tenía mucho sentido intentar ponerse a trabajar antes del amanecer o durante la noche.
“Los relojes empiezan a afectar al control del horario cuando el trabajo empieza a generar ingresos y se incrementa el comercio”, explica Serrano Mota. Hay que contar el tiempo de otra manera “para mejorar la producción, aprovecharlo al máximo, establecer las horas de trabajo y descanso…”.
Los relojes eran cada vez necesarios, pero no muy habituales. Serrano Mota comenta un conflicto en el siglo XVI en un pueblo de Palencia a la hora de instalar un reloj. “Unos querían que fuera en una parroquia, otros en otra… Finalmente se decidió que tenía que estar en la parroquia cercana a los mesones, por donde llegaban los caminantes. Además, se oía en toda la villa y, como diríamos hoy en día, se prestaba un mejor servicio público”.
Los relojes mecánicos empezaron a contar minutos y segundos de forma fiable a partir del siglo XVII. Podríamos habernos dedicado a medir los momentos, pero, por suerte, la definición de Bede quedó olvidada. Ya estamos lo bastante controlados como para no poder disfrutar de algún momento de tranquilidad, dure lo que dure.