A mediados del siglo XIX los relojes aún eran caros y, por tanto, escaseaban. Para saber la hora, la mayor parte de la gente tenía que mirar el reloj del Ayuntamiento, por ejemplo, o guiarse por las campanadas de la iglesia.
La hora que había en esos relojes no era la misma en todo el país, sino que cada localidad se ajustaba a su hora solar media, que se basaba en la observación del paso del Sol por el meridiano de cada lugar. No se seguía ningún un huso horario, sino que las ciudades se regían por su propia situación geográfica. Así, cuando los relojes de Barcelona marcaban las 12 del mediodía, en Madrid pasaban unos minutos de las 11:30.
Esto no suponía ningún gran inconveniente, ya que los viajes eran bastante más lentos que ahora y los ajustes se podían hacer incluso en ruta. Por ejemplo, algunas compañías de carrozas británicas proporcionaban listas con las horas de las diferentes ciudades de las rutas, como explica el periodista Simon Garfield en su libro Cronometrados.
Pero un elemento nuevo cambió por completo la concepción del tiempo y la acercó a la que tenemos actualmente, creando la necesidad de horarios (y horas) unificados: el tren. “Fue sobre todo por una necesidad de organización -explica Juanjo Olaizola, historiador y director del Museo Vasco del Ferrocarril-. Hacía falta saber cuándo salían y llegaban los trenes, sobre todo teniendo en cuenta que entonces viajaban por vías únicas”. Es decir, la misma vía servía para el camino de ida y el de vuelta, lo que hacía que tener unos horarios claros fuese también una cuestión de seguridad.
Las empresas ferroviarias del Reino Unido fueron las primeras en proponer una unificación de horarios. Como escribe Garfield, la Great Western Railway decidió en 1840 que todos sus trenes seguirían la hora de Londres, medida que la mayoría de empresas ferroviarias del país acabó adoptando en menos de 10 años. A esto ayudó el telégrafo, gracias al que se enviaban señales horarias a las estaciones desde el observatorio de Greenwich.
No fue un proceso fácil, como explica el historiador Ralph Harrington en un artículo que recoge una conferencia impartida en la Universidad de Nueva York. En muchas ciudades, las estaciones marcaban una hora y el reloj del ayuntamiento, otra; por ejemplo, en el caso de Bristol había una diferencia de 14 minutos. En otras ciudades, cuenta Garfield, se instalaron relojes con dos minuteros: uno marcaba el tiempo local y otro la hora del ferrocarril.
Fue un asunto polémico, que inspiró textos satíricos y casi apocalípticos en la prensa de la época. Por ejemplo, en Dombey e hijo, Charles Dickens escribe que "incluso se seguía el tiempo de los ferrocarriles en los relojes, como si el mismo sol se hubiera rendido". No solo habría preocupación por el hecho de tener que regirse por la hora de la capital, sino también por la tiranía de las prisas y los horarios. Harrington cita un artículo publicado en la revista científica The Lancet, en el que un médico alertaba de los inconvenientes para el sueño que podía tener acostarse con miedo a perder un tren la mañana siguiente. Otro médico, Alfred Haviland, publicó en 1868 un texto titulado Con prisas hasta la muerte: a la atención de los que viajan en tren.
Pero ganó el ferrocarril. Según este mismo historiador, el 95% de los relojes públicos del Reino Unido y de Irlanda ya seguían la hora de Greenwich en 1855. En 1880 se publicó una ley que prohibía mostrar otra hora que no fuera la oficial en los relojes de los organismos oficiales, pero para entonces el ferrocarril ya había generalizado que, por primera vez, en todo un mismo país fuese la misma hora al mismo tiempo.
Los husos horarios
El horario de los ferrocarriles se extendió a otros países con relativa rapidez, dado que las necesidades de coordinación y seguridad eran similares: en Francia se adoptó la hora de París, por ejemplo, y en Alemania, la de Berlín. En Estados Unidos no se hizo hasta 1883 (con cuatro zonas horarias), a pesar de que los problemas eran aún mayores. Los ferrocarriles se enfrentaban a más horas locales que en un país europeo, dadas las mayores distancias, hasta el punto de que un viajero “se encontraba 49 horas diferentes en los relojes de las estaciones yendo de este a oeste”, explica Garfield, que recuerda también los accidentes de 1853, que causaron decenas de muertes.
Aun así, costó que la hora unificada fuera más allá de las estaciones de tren, lo que contribuyó a que Estados Unidos organizara la Conferencia Internacional del Meridiano en 1884, en la que participaron 26 países, España entre ellos.
Esta conferencia acordó varias resoluciones que aconsejaban establecer el meridiano de Greenwich como referencia, dado que era el que ya se usaba en la mayoría de cartas náuticas. En paralelo, escribe el astrónomo Pere Planesas, “se fue implantando un sistema de husos horarios mundial”, en el que los horarios diferían en un número de horas enteras de la hora solar media del meridiano de Greenwich. Con excepciones: por ejemplo, en Nepal es 5:45 horas más tarde que en Londres, dado que intenta acercarse a su hora solar media. En la India, con la misma zona horaria para todo el país, la diferencia es de 5 horas y media.
Qué hora es en España
En nuestro país y como explica Olaizola, la ley ferroviaria de 1878 exigía que cada compañía adaptase la hora de la principal ciudad a la que atendía en su vía, por lo que “algunos horarios se publicaban en dos columnas: una con la hora de la compañía y otra con la hora de cada ciudad”.
En 1900 se aprobó la implantación de un horario único oficial, que se comenzó a aplicar el 1 de enero de 1901, cuando todo el país se puso en hora con el meridiano de Greenwich. En La Vanguardia del 16 de noviembre de 1900 se habla de esta nueva medida en términos elogiosos, ya que “la disparidad de horas implica siempre trabajo enojoso y confusiones”, sobre todo “en las horas de salidas y llegadas de trenes. Siempre hay que efectuar una adición o una sustracción para pasar de la hora local a la hora de Madrid, cantidad variable de una población a otra”. Con esta ley no haría falta volver a “preocuparse de hacer cambio alguno”.
Además, la diferencia con la hora de Greenwich era de apenas unos pocos minutos, menos de nueve en el caso de Barcelona, por lo que no habría cambio sustancial en los hábitos. También suponía una ventaja viajar a Italia y adelantar el reloj “exactamente una hora”. Recordemos que España no abandonaría la hora del meridiano de Greenwich para pasarse a la del centro de Europa hasta 1940, en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, alejándose así de la zona horaria que le correspondería por su situación geográfica.
Otro cambio que llegó con esta ley fue el de usar de modo oficial las 24 horas del día en los servicios públicos para evitar confusiones. Es decir, no se hablaría de las 6 de la tarde, sino de las 18 horas.
Este cambio no quedó patente solo en los horarios de los ferrocarriles, sino también en los relojes de las estaciones. Como explica Olaizola, en la corona interior de estos relojes se añadieron los números del 13 al 24 en rojo, y la manecilla de las horas ganó una esfera, que servía para mostrar este segundo número, como vemos en la fotografía que encabeza este artículo.
No eran los únicos relojes que se podían ver en las estaciones: los empleados de las empresas ferroviarias también llevaban uno de bolsillo desde hacía ya años. Como hemos apuntado, entonces eran muy caros (“el equivalente al sueldo de tres meses”, explica Olaizola), por lo que a menudo las empresas ferroviarias se los proporcionaban a sus empleados. Era una herramienta de trabajo más: al terminar su turno, el trabajador le cedía el reloj a quien le reemplazaba. En otros casos, tener reloj era una condición previa para acceder al puesto de empleo, del mismo modo que a veces ahora se pide tener vehículo propio.
El precio de los relojes comenzó a bajar sobre todo a partir de finales del siglo XIX. Y hoy en día también podemos ver la hora en el móvil, en el ordenador, en el coche… Siempre hay un reloj a la vista. Y menos mal, porque todos seguimos (en cierta forma) la hora del ferrocarril.
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