Llevaba una pamela amarilla y un traje de chaqueta del mismo color. Iba montada en el asiento trasero de un cochazo de lujo y no llevaba puesto el cinturón de seguridad. Era la señora que decía a su chófer: "Ambrosio, desearía tomar algo". Este anuncio de bombones se empezó a emitir en el año 1993 y seguramente sea el responsable de que, desde entonces, el nombre masculino Ambrosio nos suene a mayordomo y chófer.
El Instituto Nacional de Estadística (INE) nos da periódicamente las listas de los nombres más usados para llamar a los recién nacidos españoles. En cambio, pertenece al saber popular algo que difícilmente el INE podría rescatar: qué evocaciones subjetivas nos despiertan determinados nombres. O sea, por qué Ambrosio nos suena a mayordomo, o Borja a pijo. La parte de la lingüística que se encarga de estudiar los significados de las palabras (la Semántica) diferencia de forma básica lo que una palabra denota (su definición objetiva) y lo que connota (los valores subjetivos que están unidos a este término y extienden su significado). Pues bien, los nombres de pila se nos llenan fácilmente de connotaciones.
Esto es bien curioso, ya que los nombres propios de persona tienen entre sus características principales justamente la de perder su significado, su género y su número originales. O sea, una mujer puede llamarse Amparo, aunque el nombre derive del sustantivo amparo, que es masculino. O puede llamarse Reyes, aunque el nombre vaya en plural. Pero así como pierden rasgos, los nombres propios también ganan otros significados en forma de connotaciones.
¿Por qué razón asociamos una connotación a un determinado nombre? A veces son personales: que tu jefe se llame Martín y sea odioso puede influir en que no te guste ese nombre; más allá de lo individual, hay razones colectivas, y un elemento clave para que surjan es la rareza del nombre. Lo infrecuente puede resultarnos exótico si es reciente (pasa con el moderno nombre de 'Abril' para niña) o viejuno si es antiguo (Salustio, Robustiana): asociaríamos Abril a una chica joven y Gertrudis a una señora mayor de 60 años. Pero esas ideas socialmente extendidas son cambiantes con el tiempo, ya que los nombres personales o antropónimos están fuertemente sujetos a la moda, y lo que hoy es raro pudo estar en la cresta de la ola ayer.
Por ejemplo, en el siglo XVI se renovó buena parte de la antroponimia española: empezaron a sonar antiguos nombres masculinos como Gutierre o Garci y comenzaron a perderse nombres femeninos como Aldonza, Mencía o Violante, reemplazadas por Ana, Luisa o Francisca. La mujer a la que admira y ama en la distancia don Quijote es una labriega de nombre Aldonza, porque Cervantes quería evocar en sus lectores la imagen de una aldeana rústica y poco refinada; por eso, don Quijote decide que la llamará Dulcinea, porque le suena más a nombre de princesa. De hecho, en esa época circulaba la frase "Aldonza, con perdón", que se decía para pedir excusas por nombrar alguna palabra que sonaba muy rústica.
Aunque es difícil documentar los matices que antiguamente una sociedad asignaba a un nombre, los refranes nos dan buenas pistas para andar el camino. Por ejemplo, Sancho era en el siglo XVII nombre de buena persona, de alguien sensato, prudente y poco conflictivo; el refrán "Al buen callar llaman Sancho, al bueno bueno, Sancho Martínez" nos confirma que esa asociación existía. Juan, nombre que hoy circula sin particular connotación en español, evocaba hasta el siglo XVII a alguien simple y con facilidad para caer en un engaño: "ser un buen Juan" era aún en el siglo XVIII la forma de aludir a alguien de carácter muy dócil, y hoy seguimos llamando "Juan Lanas" al que se presta a todo lo que quieran hacer de él. Por su parte, el nombre Rodrigo se asociaba a la valentía, la pelea y el arrojo más testarudos; dos refranes que hoy ya no circulan dan testimonio de esa antigua evocación: "Pera que dice Rodrigo, no vale un higo" y "Quien dijo Rodrigo dijo ruido".
Igual que la connotación cambia con el tiempo, cambia también con los lugares. En general, las evocaciones están asociadas a la cultura común de una lengua y de unos hablantes, por eso difícilmente se encuentran coincidencias entre idiomas. El nombre de Mónica, que en España no tiene ninguna evocación generalizada, es en francés Monique, pero allí suena a abuela, a nombre de una generación antigua. Otros nombres españoles tienen en Francia evocaciones distintas a las que tienen en España: Jesús, tan común en España, en Francia suscita la misma extrañeza que nos causaría en España saber que alguien se llama Jesucristo; David es un nombre frecuente en francés, pero lo suelen tener hombres de religión judía. La lengua, en fin, confirma la predicción poética del granadino Andrés Neuman: "Algunas cosas hacen ruidos equivocados: problemas de doblaje con el mundo". Es difícil doblar las connotaciones de un nombre de un mundo lingüístico a otro.
En un mundo donde ya hay de todo, hay incluso una herramienta automática que te ayuda a dar nombre a alguien. Se trata de la absurda y adictiva aplicación Behind The Name, que permite generar nombres (masculinos o femeninos) asociándolos a unos apellidos concretos y buscándole incluso una historia de vida completa. Cuando pedimos que le busque un nombre nuevo a Rafael Nadal nos sugiere Praxiteles Titu Nadal, nombre y apellidos que a la aplicación le parecen propios de un niño griego de 8 años. Hasta que crezca y sin saber su condición para el deporte, nos quedamos con nuestro gran Rafa.
Entonces, ¿qué pasa con el nombre de Ambrosio?
L. P.
Una empresa española especializada en hacer encargos personales a clientes dentro del mercado del lujo llamó a su aplicación "Ambrosio". Pero, más allá del uso comercial, parece que Ambrosio como nombre está en recesión: hay 2569 Ambrosios en España y su edad media es superior a los 65,5 años. El chófer del anuncio bien podría ser originario de Cáceres, Salamanca, Zamora, Albacete o Ciudad Real, provincias donde el nombre es más común. En cuanto al nombre de Ambrosia, eres afortunado si conoces a alguna, porque solo hay 503 mujeres llamadas así en España, la mayoría residentes en Toledo, Cuenca y Ciudad Real. El nombre Ambrosio proviene del griego ámbrotos (ἄμβροτος ), que significaba 'inmortal' o 'divino', y se extendió en Occidente por san Ambrosio, obispo de Milán del siglo IV que convenció al emperador Teodosio I de que prohibiese, por paganos, los Juegos Olímpicos.