(Esta es la cuarta entrega de una serie de textos sobre cómo nuestro voto no es tan racional como creemos: nos influyen sesgos y efectos cognitivos).
Cuando dos personas hablan de política, a menudo recurren a los hechos para defender su posición y demostrar que el otro se equivoca. No es algo que suela funcionar. En ocasiones incluso es contraproducente.
Cass R. Sunstein, profesor de Derecho en la Universidad de Harvard, pone algunos ejemplos en su libro #Republic: Divided Democracy in the Age of Social Media (#República: democracia dividida en la era de las redes sociales). Cuando a votantes republicanos partidarios de la guerra de Iraq se les mostraba el informe Duelfer, que documentaba la ausencia de armas de destrucción masiva, no solo no cambiaban de opinión, sino que se enrocaban aún más en ella. Lo mismo ocurría (por poner otro ejemplo del lado demócrata) cuando se corregía la historia falsa de que George W. Bush había prohibido la investigación con células madre.
Sunstein apunta que cuando alguien tiene convicciones fuertes sobre un tema, es muy difícil que un argumento contrario le haga cambiar de opinión. Aunque sea un hecho demostrado. Es más, podría incluso molestarle y hacer que se aferrara a sus ideas con aún más fuerza. Y es que siempre tenemos a mano excusas: esa corrección es incorrecta, se trata de una excepción o incluso el medio que la pública está sesgado.
El rechazo a la diferencia
Cambiar de opinión no es una tarea tan fácil como puede parecer. A veces creemos que somos personas racionales que juzgan las ideas y propuestas políticas en función de sus ventajas y desventajas, pero lo más habitual es que nos identifiquemos con una posición que habitualmente heredamos de nuestros padres, nuestro grupo de amigos o por nuestra educación.
Esta posición nos sirve para evaluar los hechos y opiniones que nos llegan, que aceptamos o rechazamos de modo casi instintivo. Como escribe Jonathan Haidt, en La mente de los justos, “el razonamiento moral es sobre todo una búsqueda a posteriori de razones para justificar los juicios que ya se han hecho”.
Los hechos son importantes, claro, pero, como escribe George Lakoff en No pienses en un elefante, “para ser aceptada, la verdad debe encajar en los marcos de las personas”. Si no, etiquetamos esos hechos como “irracionales, locos o estúpidos”. Y añade: “La gente no vota necesariamente por su interés personal. Vota su identidad. Vota sus valores. Vota a las personas con las que se sienten identificadas”.
La identidad es otro factor que influye a la hora de mantener un diálogo sobre política. Como escribe Haidt, “las opiniones políticas funcionan como chapas de pertenencia a grupos sociales”. Cuando la identidad se comparte, explica Sunstein, los argumentos tienden a ser más persuasivos. Pero cuando se considera que la otra persona es de un grupo diferente (por los motivos que sean) es más fácil que rechacemos su posición.
Por ejemplo y según otro estudio, los votantes del partido republicano estadounidense eran más propensos a dejar de pensar que Barack Obama era musulmán si quien les corregía era alguien a quien consideraban de su grupo (en este caso, un investigador blanco).
Polarización y redes sociales
Como decía Sunstein, esto es especialmente cierto cuando tenemos convicciones firmes sobre un tema. Pero hay asuntos sobre los que no estamos tan seguros y nos mantenemos abiertos a otras ideas. Por eso es positivo tener acceso a muchas opiniones y perspectivas diferentes.
“La forma principal en la que cambiamos de opinión en asuntos morales es interactuando con otras personas”, escribe Haidt. Somos muy malos buscando pruebas que contradicen nuestras creencias, pero los demás sí son buenos haciéndolo, del mismo modo que a nosotros se nos da bien encontrar errores en las convicciones ajenas.
Sin embargo, a veces hacemos todo lo contrario: Sunstein recuerda cómo en redes sociales es fácil rodearnos solo de gente que piensa como nosotros y aislarnos de los puntos de vista diferentes, por no hablar de que a menudo los algoritmos refuerzan esta tendencia creando el llamado filtro burbuja. Esto favorece una polarización que es “potencialmente peligrosa tanto para la democracia como para la paz social”, ya que hace más difícil el diálogo y el debate.
Por eso no es de extrañar que los políticos hayan usado a menudo las redes sociales “para crear las condiciones para los efectos de la polarización”. Crean así cámaras de eco, es decir, grupos de votantes que refuerzan sus ideas y se mantienen inmunes al intercambio de opiniones.
En lugar de buscar puntos en común, en ocasiones nos encerramos en una identidad política impermeable a las ideas ajenas. Y en lugar de buscar el diálogo e intentar comprender el punto de vista de los demás, acabamos premiando el zasca en Twitter.
La mejor versión de las ideas que no nos gustan
El diálogo y la exposición a otras ideas es enriquecedor cuando es amistoso y respetuoso. En caso contrario, acaba polarizando aún más el debate.
Una forma de cuidar el tono de la conversación es el llamado principio de caridad, que, en palabras del filósofo estadounidense Gary Gutting, se refiere a “la voluntad de desarrollar nuestros argumentos teniendo en cuenta la mejor versión de la posición de nuestros oponentes”. La “mejor versión” es la más defendible o, al menos, “la que no asume que nuestros oponentes están en la bancarrota moral o intelectual”.
Es decir, se trata de partir de que las personas que no piensan como nosotros no son malvadas, ni idiotas, ni está malinformadas, sino que, como nosotros, quieren lo que consideran que es mejor para la sociedad.
Para emplear este principio, Gutting recomienda expresar en lenguaje neutral las posiciones de quienes piensan diferente y articular de la forma más positiva posible las razones que sostienen estos puntos de vista. Gutting, progresista, pone como ejemplo que un conservador cree que la empresa privada puede generar suficiente riqueza para permitir que todo el mundo pueda valerse por sí mismo y que el Estado solo tenga que cuidar de quienes realmente no pueden valerse por sí mismos. Gutting no está de acuerdo con esta postura, pero cree que caricaturizarla impide rebatirla.
Porque para este filósofo, esta postura no es solo una forma de ser amable: “Sienta las bases de una crítica más efectiva de las posiciones conservadoras” (o las que sean), ya que permite “centrar los argumentos en los puntos de debilidad real”. Y añade: “Estos argumentos son el principio, no el final, de una discusión fructífera de diferencias políticas fundamentales”.