¡Qué calor hacía en Madrid esa noche de verano! Tina, el personaje que interpretaba Carmen Maura en La ley del deseo, iba por la calle con su hermano y la niña (interpretados por Eusebio Poncela y una jovencísima Manuela Velasco), cuando se topaba con un barrendero que estaba regando las calles de la capital. Asfixiada por la temperatura y por su propia historia personal, Tina le rogaba a voces al barrendero: “¡No se corte, riégueme, riégueme!”. Y así acababa ella en esta escena, empapada, embutida en su vestido rojo, con el agua y el calor por los suelos.
Con todas las dobles lecturas posibles, este fragmento de la película de Almodóvar nos ponía por delante el mecanismo más simple e hispánico de refrescarse en verano: darse un remojón con la manguera. Hasta llegar a la manguera y, a partir de ella, sofisticar la fórmula para convertirla en spa, el español ha ido sumando palabras de todas las lenguas con las que se ha ido bañando para componer un aseado conjunto de vocablos con los que refrescarse en español
El medio lingüístico en que nos movemos es fundamentalmente latino y hereda de la lengua madre buena parte de las palabras con que nos metemos al agua en el español. Nos bañamos con los derivados del latín balneum (baño) que en su forma más culta dio lugar en el siglo XIX al derivado balneario (desde balnearius, lo relativo al baño) para dar nombre a los lugares de sanación mediante aguas terapéuticas.
Mojarse es, lingüísticamente, impregnarse de la herencia de un verbo latino que significaba "ablandar, reblandecer" (latín molliare) y del que hemos generado el valor de humedecer porque todo lo que mojamos se reblandece. Comer y morirse tienen también su curiosa relación con este grupo de palabras; a saber: empapar sale del latín pappa como forma infantil de nombrar a la comida (empaparse es llenarse, primariamente de comida) y salpicar es un chorreo de la palabra sal, no tanto por el agua salada del mar, sino porque el agua que te cae en una salpicadura se parece a los grumos de sal que se espolvorean en la comida. Por su parte, zambullir deriva del latín sepelire (de donde sale sepelio) que dio lugar a la forma antigua çabullir, enterrarse, hundirse en el agua.
Más reciente es el invento de la ducha; ducharse es echarse encima una palabra del latín (ductio) que nos ha llegado tardíamente, en el siglo XIX, desde el francés douche y que convive en el español de algunas zonas americanas con el sintagma baño de lluvia (que adapta el inglés shower bath).
Los escenarios donde nos bañamos por placer nos dan un grupo de palabras más diverso en su origen. Una ola del griego impulsada por el latín arrastró a la palabra playa hasta el español; llegó con el significado de "costado, lateral" y en las lenguas hijas del latín ya adquirió el sentido de ribera del mar o de un río. Nuestros antepasados, al menos hasta el siglo XIX, se refrescaban y se bañaban en los ríos más que en las costas; por eso, la mención a las playas en los textos antiguos tiene que ver con barcos, invasiones y comercio y menos con ocio y vacaciones.
Hoy, una playa es también en zonas americanas el vocablo para nombrar a una explanada abierta donde aparcan los coches (así en Cuba, Perú, Bolivia o Paraguay, entre otras zonas). Del latín piscis salió piscina, que se usaba con el valor de estanque para peces en la lengua antigua y que hoy tiene un sentido recreativo o deportivo; su sinónimo pileta (derivado del latín pila, que significaba mortero) se usa como equivalente a piscina en zonas americanas como Argentina, Bolivia, Paraguay y Uruguay.
Como variante cerrada de una playa, las calas, ensenadas salinas, nos sumergen en el grupo de voces usadas por los habitantes peninsulares en la época prerromana; la palabra no viene del latín pero se ha mezclado con nuestras terminaciones romances: de ella salen topónimos como la Caleta, nombre de una de las playas de Cádiz.
Para refrescarnos podemos también sumergirnos en arabismos; a las formas birka (que significaba estanque) y ǧubb (que significaba pozo) las hemos vestido con el artículo árabe al- para meternos en albercas y aljibes.
Con todo, como hemos dicho, el refrescón clásico español tiene como método la manguera y como escenario el patio o la azotea. Manguera entra en el DRAE en 1803 con el significado “pedazo de lona alquitranado en figura de manga que sirve para sacar el agua de las embarcaciones”; la palabra deriva en última instancia del latín manus de donde salió manga (latín manica). El uso de manguera como forma de denominar a la manga de las bocas de riego domésticas se extiende en la segunda mitad del siglo XX en España. Una parte del español europeo (por ejemplo, Andalucía) enrolla en una esquina la palabra manguera y prefiere en su lugar usar el vocablo goma (latín gumma) para denominar a este instrumento.
Cuando los movimientos de protesta de mayo de 1968 en París acuñaron el lema Sous les pavés, la plage (o sea, "bajo los adoquines, la playa") pensaban en un sentido literal de la frase (el pavimento urbano que se levantaba para las barricadas descubría arena en el lecho del suelo) y en un sentido metafórico (la necesidad de superar los clichés de una sociedad que se pretendía mejorar). Bajo los adoquines de nuestras voces rutinarias, las del trabajo y los quehaceres, yacen todas estas palabras estivales que nos refrescan, aunque el refrescón de Carmen Maura nos mostró que en España también hay húmedas playas improvisadas sobre los ardientes adoquines.