Omen nomen. La frase latina rima y podría ser el lema de casi cualquier producto, pero es algo mucho más trascendente que eso. Omen nomen significa literalmente “el nombre es un destino” o “el nombre es un presagio”. La frase circulaba ya en la literatura latina y sobre ella se ha debatido abundantemente desde la antigüedad.
Hoy se usa cada vez que salen a la palestra los llamados aptónimos. El término aptónimo designa al nombre de la persona que termina ejerciendo la profesión que su apellido designa. Ejemplos fáciles de aptónimos en español son el nombre del banquero Emilio Botín, el del actor de cine Javier Cámara o el del próximo representante de España en Eurovisión, Blas Cantó. Las muestras se dan en otras lenguas: para el inglés podemos señalar a Chris Moneymaker (cuyo apellido es, literalmente “hacedor de dinero”), jugador de póquer estadounidense que ganó en 2003 una importantísima competición mundial de ese juego de apuestas.
También hay inaptónimos, o sea, nombres que contrarían el aspecto o la ocupación de sus portadores: que Javier Calvo, uno de los Javis, tenga pelazo, es uno de esos ejemplos. El carácter de aptónimo o de inaptónimo que demos a Gabriel Rufián dependerá del colectivo político al que preguntemos.
Aptónimos e inaptónimos son usados como argumentos dentro de la hipótesis del determinismo nominativo, la teoría que sostiene que, efectivamente, nuestros nombres y apellidos pueden terminar orientándonos la vida. ¿Cuánto hay de real en esa idea? Cierto es que hay apellidos cuya génesis fue completamente motivada y determinada; por ejemplo, ocurre en los apellidos de profesiones (Molinero, Zapatero), en cuyo origen puede haber un antiguo mote de alguien que se dedicaba a eso.
Pero, obviamente, nadie puede postular un cumplimiento inexorable del presagio que supone llamarte o apellidarte de una determinada manera: si el omen nomen fuera ley infalible, los habitantes del pueblo llamado Cebolla, en Toledo, jamás consumirían la tortilla sin tal ingrediente; no habría otro estado civil posible para el político Pablo Casado que el de estar dentro del matrimonio y el ministro Pedro Duque sería realmente un aristócrata.
La teoría del determinismo no postula tanto un principio por el que tu nombre te otorga sin escapatoria alguna un destino, sino que sostiene, por una cuestión del llamado “egoísmo implícito”, la existencia de una inclinación inconsciente hacia aquello que asociamos a nosotros mismos. Esto es, se afirma que hay quien, aparentemente sin darse cuenta de ello, termina buscando que su nombre y apellidos se conviertan en sus aptónimos.
La hipótesis fue mencionada como uno de los argumentos de la teoría de la sincronicidad de Carl Jung (1952), que señalaba que hay hechos sin relación causal que parecen estar relacionados entre sí y que, en tal caso, se puede hablar de coincidencias significativas.
¿Es mejor Corea que Korea?
Otra cuestión ligada a los nombres que es aparentemente casual pero que ha sido explicada como fuertemente motivada es la del orden alfabético. En un mundo donde casi todo ofende, nos quedaba por ver una forma más de supuesta postergación: el orden alfabético. Se ha llamado prejuicio del alfabetismo: la aparente discriminación que sufren quienes tienen apellidos situados en la zona baja del alfabeto. Hay quienes defienden que sentarse alfabéticamente, corregir pruebas en tal orden o entregar diplomas siguiendo la disposición de la a a la z puede ser discriminatorio para los que están en la segunda mitad del alfabeto.
Hay incluso artículos científicos (como este de los profesores de la Universidad de Colorado Alexander Cauley y Jeffrey Zax) que sostienen que a igualdad de formación, reciben más oportunidades laborales quienes ocupan en su apellido las zonas altas del vocabulario. Según estos autores, en la vida laboral se repite el mismo proceso que se observaba antiguamente cuando existían listines telefónicos en papel: las empresas cuyo nombre empezaba por a y que, por tanto, estaban primeras en los listines telefónicos, recibían más llamadas de posibles clientes.
La antelación en el orden alfabético no es tan relevante como nos defienden los adalides del prejuicios del alfabetismo, pero es curioso observar cómo para muchos esa antelación es considerada un motivo real de discriminación. Veamos lo que ocurrió con el nombre de Corea. En 1897 Japón derrotó a China en la guerra por el control de Corea y ello dio la llave para que los nipones iniciaran el proceso de anexión formal de este territorio. Las indudables consecuencias sociales y económicas de ese hecho fueron de una gran dimensión, pero parece que la lengua también reflejó ese proceso en una curiosa modificación del nombre del territorio coreano. Según señalan los coreanos, Japón promovió que fuese Korea (y no Corea, usado según ellos con abundancia antes de la anexión) el nombre que la prensa en lengua inglesa diera a lo que otrora fue un territorio libre, de forma que Japan fuera siempre previo a Korea en los listados internacionales en inglés. Otras lenguas como el francés (Corée), el portugués (Coreia) o el español (Corea) mantuvieron la alfabetización con c tradicional.
Esto es uno de los agravios que la población de las dos Coreas actuales guarda contra los japoneses, que sostienen que esto es una mera teoría conspiratoria sin fundamento y que tanto el deletreo con c como el deletreo con k para Corea eran alfabetizaciones occidentales de la toponimia asiática que existían ya mucho antes de la anexión. En cualquier caso, sea real o no esta acusación, nos interesa ver cómo la prelación, la antelación en el orden alfabético, es considerada un motivo real para el cambio de nombre en la escritura de un país.
¿Tanto pesa el orden alfabético? ¿Tanto nos determina el nombre? ¿Es verdad que omen nomen? Llamándome Dolores, por el bien de mi salud, prefiero pensar que no.