Raquel Frohlinger tiene 26 años, es de Nueva York y está de paso por Barcelona. Esta mañana navideña, debajo del Arco del Triunfo, se ha parado a charlar un rato con un desconocido. Le ha contado qué hace por la ciudad y a qué se dedica en Estados Unidos. Ha recibido algunos consejos de qué visitar en Barcelona y cuatro brochazos sobre cómo es crecer en esta tierra. Después ha seguido el paseo, disfrutando del sol de invierno. Frohlinger ha podido disfrutar de esta experiencia tras encontrarse con dos sillas y un cartel donde pone con letras grandes: “Conversaciones gratis”.
Es el lema que usa Adrià Ballester para lo que ha llamado Free Conversations Movement (“movimiento por las conversaciones gratis”) y que consiste, precisamente, en lo que acaba de hacer Frohlinger: dar la posibilidad de hablar con un desconocido como él. Y sin un asunto concreto. Ballester no tiene colaboradores, pero lo llama “movimiento” porque quiere englobar así a quienes participan hablando con él o comentando la experiencia en redes.
A Frohlinger le ha parecido “muy especial” porque ofrece la oportunidad de escuchar al otro, de “intercambiar sensaciones”. Eso es lo que pretendía este barcelonés de 26 años, vendedor de productos informáticos, cuando comenzó con esta iniciativa. “La idea es que haya alguien con quien puedas dialogar libremente un rato, nada más”, resume.
De hecho, el origen viene de una anécdota igual de sencilla que el propósito. Hace tres años, Ballester tenía un día malo. Llegó la tarde y no remontaba el ánimo, así que decidió dar una vuelta. Caminó más allá del Tibidabo, en el parque natural Collserola al oeste de la ciudad. De repente, un señor anónimo de quien no ha vuelto a saber nada le saludó y se contaron algunas cosas sin importancia. Justo después, Adrià Ballester se encontraba bastante mejor.
El simple hecho de intercambiar unas frases con otra persona le había alegrado y decidió reproducirlo poco después y de forma menos improvisada. Desde San Andreu, su barrio, Ballester cargó dos sillas y colocó frente a la Catedral el cartel con la citada frase, ofreciendo conversación en español, inglés o catalán. No tuvo mucho éxito. Según recuerda, le confundían con un comercial. Aún le ocurre.
Pronto estableció un día, que suele corresponder al fin de semana, y una ubicación del centro, que suele ser Arco del Triunfo, y que anuncia en su Instagram. “Estoy seis horas, aunque a veces me paso ocho”. De aquel anonimato ha avanzado hasta crear cuentas en Facebook o Instagram (con más de 7.500 seguidores), donde cuelga fotos de las charlas, algunas reflexiones que le ha dejado el día e incluso ilustraciones.
Los viandantes, sin embargo, no dejan de extrañarse. Algunos se asoman de soslayo. Otros lo registran furtivamente con el móvil, poniendo el brazo a media altura. O, lo mejor, hablan cerca sobre él en español, como si no les entendiera. “Parece mentira que algo tan simple despierte tanta atención”, se extraña Ballester mientras espera a un nuevo interlocutor. Su novia, Benedikta, realiza algunos de los dibujos o de las instantáneas que luego alimentan las redes sociales.
“Aunque lo peor no es que la gente mire, sino que muchas veces me echan. Vienen los mossos y me dicen que tengo que marcharme, por eso ya casi siempre lo hago aquí, en Arco del Triunfo, donde son más permisivos”, lamenta, convencido de que lo que hace es “una forma de activismo”, es “la reivindicación de hablar”, y “tiene que molestar, que ser visible”.
"Hemos perdido la conversación"
Sus contertulios no tienen un perfil concreto, aunque Ballester cuenta que la mayoría de los que se sientan no supera los 30 años. Como Raquel Frohlinger, la neoyorquina que acaba de despedirse, o las italianas Eleonora, Chiara, Julia, Francesca o Irene, que están entre los 20 y los 24. Vienen de Roma y les parece “muy interesante”. “Hemos perdido la conversación. Y el sentido de la vida es hablar”, destacan dos de ellas, estudiantes de psicología, antes de desplegarse alrededor de Adrià y atender a la historia de cómo arrancó esta iniciativa, para la que no acepta ningún pago o propina.
“A menudo se crean corrillos”, cuenta Ballester después. Estos encuentros suelen ser más animados, y más vistosos, pero más fugaces. Cuando es cara a cara, los temas se profundizan. Él ha llegado a estar cuatro horas seguidas con una persona y a forjar algunas amistades. “Hay historias buenas, positivas, y difíciles de verdad. Muchos narran algunos episodios duros de su vida –desamores, pérdidas de trabajo…- o algún cambio brusco al que han tenido que enfrentarse”, concede, recordando a un chico de 25 años que había subido el Everest o a una señora lituana de 70 años que le desveló sus años en un campo de concentración ruso. “Hay de todo. Incluso historias de abusos o violaciones, cosas horribles. Y es complicado, porque yo no soy psicólogo”, comenta. Le cuentan historias personales, sus sueños, lo que les gusta hacer y, también, hablan de política.
Ballester, no obstante, pretende sacar “algo bonito, el lado positivo” de cada conversación. No le gusta, por ejemplo, que le tomen por religioso y se sienten a debatir sobre una presencia extraterrenal. O que tuerzan el diálogo hacia la política. “Generalmente, empiezo con interrogantes abiertos, pero en algunos casos dejo de preguntar para que no dure mucho”, confiesa educado Ballester. Al lado se asoma D., que no interviene. “No lo conocía y quería ver qué era. Es raro en el buen sentido”, confiesa este chico de 21 años que prefiere dar solo la inicial de su nombre y considera que es importante “ampliar el espacio” de conversar, porque “da la sensación de que internet ha dado la posibilidad de hacerlo, pero en realidad lo está reduciendo”.
Una impresión de Ballester comparte a medias. Por un lado, acepta que falta el contacto directo con las personas, pero cree que la parte digital es esencial: “La gente sabe dónde voy a estar y así repiten. O incluso se generan debates y sirve para colaborar”, defiende, aludiendo a varias personas que se han ayudado mutuamente gracias a él.
Su intención es compartir en el futuro un manifiesto y quiere que la idea se expanda a otras ciudades, aunque, que él sepa, sigue siendo el único. Con él pretende dar salida a la página web del movimiento y teorizar sobre su labor. “Me gusta mucho la filosofía y la comunicación y noto cierta presión por que escriba algunos relatos con lo que me cuentan. Pero no quiero darle más importancia: prefiero que se quede así”.