El otro día conocí a Violeta Mancebo. Me hice un poco su amiga, de hecho. La conocí en El corazón de la fiesta (Anagrama, 2020), la última novela de Gonzalo Torné. Por eso cuando la llamaron choni en una comida con los suegros, yo me revolví en la cama. Aunque más que choni, hubo otra frase que aún me puso más triste: “Muy bien, noieta, lo has hecho bastante bien”, le suelta el suegro durante una comida después de hacerle un examen de cultura general con esa especie de tranquilidad tan indulgente que solo manejan los ricos muy ricos. El suegro, apodado como Rey de Cataluña, es la imagen viva del caciquismo, del poder podrido, sucede también que ese hombre es el padre del tipo de que se ha enamorado la misma Violeta Mancebo.
Después de ese episodio, pasé la mañana entera pensando en los matrimonios entre clases. Pensé en la anécdota aquella del chico de ADE, encamisado hasta arriba, que le dijo a mi hermana sobre mi familia que éramos "muy espontáneos, muy naturales". No supimos muy bien cómo tomárnoslo. Por supuesto que no duraron ni un año.
El amor interclasista, desde Jane Austen hasta Sally Rooney, ha inspirado cientos de obras. Sin embargo, nuestro entorno cercano es mucho más monocromático, cansinamente previsible. Esas historias de amor son, en realidad, rarezas. A la hora de la verdad, nos acabamos relacionando con aquellos que tienen aspiraciones, contextos económicos o estudios parecidos. Eso se llama homogamia de clase. Es triste, pero casi siempre acabamos con nuestros parecidos. Otra prueba más de que sexoafectivamente estamos programadas para poquitas cosas: amamos normativamente incluso en términos de clase. Los médicos con los médicos, por ejemplo. En Estados Unidos ya hay estudios que indican que muchos jóvenes universitarios no hacen el esfuerzo por buscar más allá de su campus. Se enamoran de gente de su misma universidad.
Hay poca sorpresa. Y las veces que se han filtrado atisbos de casas y calles y códigos postales distintos fueron eso: veces. El amor expiró. Se terminó. Aunque nadie dirá que te deja por las clases sociales. Alegará que le daba rabia cómo repetías alguna palabra, que detestaba tus zapatos o tu biblioteca o que se avergonzó de ti en esa sobremesa, alegará todo eso pero lo hará como suele hacerse. Dirá que “no teníais tanto en común”. Es que la mayor parte de las cosas en común también se educan. Los hábitos te vienen de regalo con la casa en la que naces.
Este apareamiento clasista hace las sociedades más rígidas, más inflexibles. Cuando los individuos ricos se reproducen solo con los ricos consolidan sus ventajas mientras que para los que quedan del otro, el perjuicio se acentúa. Tampoco sé cómo arreglar el desaguisado: es que es muy incómodo que te miren distinto. Es que es muy incómodo rodearse de pijos si tú no lo eres.
La Zowi, en quien pensé el otro día mientras conocía a Violeta Mancebo, canta audazmente al dinero en muchas de sus canciones porque sabe ella, muy bien, que eso es el invento que lo atraviesa todo. Canta al dinero como alguien que no siempre lo ha tenido. En Filet Mignon, dentro de su última mixtape Élite, habla de los percebes que se está comiendo y del Mercedes que conduce como anomalías de clase.
Tengo de to
Doy gracias a Dios
Voy con un papi, Christian Dior
Hablamo’ de dinero
O hola y adiós
Como Violeta Mancebo, alucinada en la isla a la que le ha llevado el Bastardo, alucinada de que se pueda pedir carne de delfín para cenar (“estás masticando dinero”, le dice él) y de que encima el tipo ni se acabe la comida del plato. Perpleja también de que se construyan casas para que ni siquiera viva la gente. Al burgués sus ocurrencias, su presunta ignorancia, le parecen de primeras “graciosísimas”. Luego ya se dará cuenta de que tarde o temprano va a tener que dejar de verla.
La novela de Torné y La Zowi convergen en algo. Nos invitan a hablar de dinero, a masticarlo, a atragantarnos (a arrojarnos a él como el abismo que es tanto para el que tiene mucho como para el que tiene nada). Y, por lo pronto, para sentar las bases y mirarnos bien todas de frente, me parece de lo más acertado. Hablemos del dinero o hola y adiós.
Anna Pacheco es periodista y escritora. En la serie de artículos Terror adulto reflexiona sobre precariedad, miedos y sentimientos de una generación que ronda la treintena llena de contradicciones.