Mi Twitter está desesperado

"Puede que gritar que todo es un infierno sea la única forma de escapar un rato de un sistema de trabajo que es, muchas veces, alienante y hostil"

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Hay muchas formas de odiar el trabajo y la mayor parte de ellas están representadas en Twitter. Cada vez que hago scroll, pienso que esta red social se ha convertido en teoría y práctica de resistencia al trabajo. Si nuestros padres jugaban al solitario para pasar las horas, ahora te vas a Twitter y rajas del personal, de tu sueldo. A Twitter se va a llorar y a gritar. En Twitter nos quejamos de los jefes gilipollas, porque la mayor parte de ellos lo son y no lo digo yo, lo dice la filosofía. El ensayo Assholes: A Theory de Aaron James ya dejaba claro en 2012 que la gilipollez es una aptitud más que común entre los altos cargos. Seguro que ahora se explica mejor toda tu vida.

En mi Twitter todo el mundo está ansioso o deprimido. Aún no tengo claro si es un signo claro de nuestros tiempos, o es que da cierto gusto contar lo mal que estoy o lo poco tengo. O, tal vez, es una suma de las dos cosas. La vida privada (agrego yo: y no angustiada), como dice Olivia Sudjic en su ensayo Expuesta (Alpha Decay, 2019), es también un privilegio: “Cuanto menos dinero hay en la edición [habla de libros] más extraño es el concepto de intimidad, mayores son las presiones para la autoexposición”. Se puede extrapolar, en cierto modo, a todo. Puede que gritar que todo es un infierno sea la única forma de escapar un rato de un sistema de trabajo alienante en muchos casos; y tremendamente hostil en otros. Quejarse en coro a Twitter es, sin duda, reconfortante.

Ahora que en muchas empresas ya se trabaja por proyectos, se han puesto de moda herramientas para la gestión de estos con nombres como Wrike, Monday, Asana o Producteev. La idea es optimizar la vida y tareas del empleado para que este sea lo más productivo posible. Puede suceder que dediques más tiempo a “crear proyectos” que a ejecutarlos. Y también hay herramientas que llevan la operatividad al hogar: la app Remember The Milk con una simpática vaquita de logo pretende que, a pesar de tu vida acelerada, no te olvides de comprar la leche. Todo esto me provoca la misma incomodidad que la gente que usa Google Calendar para “cerrar” unas cañas con sus amigos. Chiflados.

Los dolores causados por el trabajo no son nada nuevo. Los críticos llevan tiempo analizando los costes espirituales. En el 1972, el libro Working, escrito por Studs Terkel recogía un montón de realidades cotidianas de trabajadores. “Muchos no saben cómo te llamas. Te conocen por el número de placa”, relata uno de los testimonios. El trabajo ha sido, es y será siempre una mierda para la gran mayoría de trabajadores de abajo. Lo que ocurre es que la división ya no es más entre trabajadores de cuello azul (blue-collar worker) o cuellos blancos (white-collar worker). Ahora puedes estar jodida en pijama y reclamando facturas desde casa.

El otro día un reportaje de TV3 analizaba las condiciones laborales de una nueva masa de trabajadores que el documental denomina “proletarios online”. Trabajadores que ya no son trabajadores, sino que son colaboradores. La uberización de la economía, extensible a cualquier sector. Trabajadores esporádicos, trabajadores por proyectos, falsos autónomos. Desde repartidores de Glovo hasta programadores o periodistas. Oigo decir a la filósofa Marcia Tiburi en una conferencia que el “neoliberalismo es el capitalismo en su estado de desesperación” y lo anoto en mis notas del móvil para tuitearlo. Sumo el emoji de la rosa marchita. La perversidad del lenguaje neoliberal nos lleva a chaladuras infames como cuando se despide a la gente de su trabajo mediante una carta en la que le indican la fecha y hora de su proceso de “offboarding”. Como a quien le citan para hacerse un empaste. No se me ocurre despido más desesperado.

En el libro Non-Stop Inercia, de 2011, Ivor Soutwhood también analiza crudamente cómo esta cultura de trabajo cortoplacista, que nos invitan constantemente a ser nosotros mismos, y a llevar la emoción a nuestro trabajo, nos aboca inevitablemente a una crisis perpetua y a un bloqueo de pensamiento crítico y acción: “Odiábamos el lugar y despreciábamos todo lo que había llegado a representar y, sin embargo, nos aterraba ser liberados en un vacío económico en el que nos costaría encontrar trabajo y tendríamos que presentarnos a otros potenciales empleadores de modo tan similarmente entusiasta, sumiso y flexible. A menudo yo llegaba a la fábrica por las mañanas con una mezcla de alivio por tener todavía trabajo y decepción de que el lugar no hubiese sido de algún modo barrido durante la noche”.

En efecto, las cosas siguen estando regular y yo me acuerdo del meme del perrito en llamas tomándose un café que, pese a todo, pese al drama, dice “This is fine”.


Anna Pacheco es periodista y escritora. En la serie de artículos Terror adulto reflexiona sobre precariedad, miedos y sentimientos de una generación que ronda la treintena llena de contradicciones

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