Las familias ocurren

Cuando tus padres se descalabran de ese pedestal en el que los sitúas de niño, empiezas a verlos en su plenitud, con sus luces y sombras

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padres e hijos

Por alguna extraña razón cuando llegas a tu casa-casa, a Casa Padres, te conviertes en otra persona. Tu casa-casa es aquella en la que ubicas perfectamente los interruptores, vas al lavabo y dejas la puerta abierta; abres la despensa y hay esas galletas que te gustaban pero que descartaste para Vida Adulta. No sabes muy bien por qué. Las coges sin culpa. Las engulles después. En casa-casa están, si es que lo están, esas personas que son tus padres, tus madres. Esos humanos que tienen diplomas tuyos encima de la mesita del comedor, esas personas que te compraron tu primer ordenador. Genéticamente eres parecido a ellos, eres sangre de su sangre, a veces. Esas personas te quieren por hija y no por otra cosa. ¡Te hablan por WhatsApp porque te quieren! ¡Son tus padres!

Es esta recreación la de una familia al uso, nuclear, convencional en el sentido más anodino de la palabra. Estamos frente a una familia funcional, si es que hay de eso, si es que existen, si es que la funcionalidad, que suena a Empresa, es un concepto aplicable a la Familia. Si es que acaso se puede considerar que algunas familias funcionan y otras no. Además, el funcionamiento, el funcionamiento estricto, tampoco es que sea muy misterioso: funcionan, por ejemplo, las casas que pueden encender la calefacción y no pasar frío. Y esa es una forma de funcionar. La última película de Ken Loach, Sorry We Missed You, nos presenta cómo la uberización de la economía y el capitalismo salvaje puede acabar por destrozar el funcionamiento de la familia. Y algo peor: los afectos. Pone a prueba eso de que el “amor lo es todo” porque claro que no lo es. Sorpresa: es el dinero.

Hay casas con dinero que no funcionan pero yo a esas las llamo Emos, Maníacas, Trágicas. Como los de Succession que pueden permitirse tener dramas shakesperianos. La casa estructuralmente funciona. Los elementos que la componen. El frigo lleno. Los interruptores. La calefacción. Todo eso. Los tipos de dramas pijos en las casas pijas dan “para escribir obras de teatro, los otros tipos de dramas te dan para acudir a los servicios sociales”, y esto lo apunta este artículo sobre lo pijísima que es la serie Fleabag, en realidad.

El tema es que en Casa Padres viven tus padres. Qué esperabas. Esas personas que te limpiaron el culo irritado tantas veces porque los pañales te causaban dermatitis. Tú ahora eres una persona mayor y tu padre, cuya nariz solía ser chata pero cada vez está más estirada, es ahora un señor, todo un señor. Tú puedes ir con tu maletín de trabajadora seria con despacho, explicando que has firmado tal o cual artículo, puedes dártelas de intelectual o de activista cooperativista del barrio clase mediano en el que ahora vives. El caso es que ese señor te ha limpiado el culo unas 500 y pico de veces. Ese es el punto de partida de toda relación adulta entre un padre o una madre y sus hijos.

¿Por qué son, a veces, tan complicadas las relaciones adultas con los padres? Ya sabemos que eso de “familia feliz” tiene más de invent que cualquier otra cosa. La escritora Sara Ahmed llama a la familia “artefacto, mito, potente dispositivo legislativo, un modo de distribuir tiempo, energía y recursos”. Pero aún así, ¿de dónde emana esa incomodidad que de repente llega a un espacio que es ritual y costumbre?

En Fleabag, en una escena en el cementerio, las dos hermanas recuerdan a su madre muerta cuando la protagonista se tira un pedo exactamente igual que los de su madre. La hermana reconoce el olor. Puede que esta sea la muestra de cariño y costumbre más infinita. Puede que esto sea lo más parecido a la idea de familia.

El momento en el que tus padres se descalabran de ese pedestal en el que los niños sitúan a los Padres -los niños no tienen ni idea de las proporciones, son capaces de dibujar a sus padres del tamaño del sol-; en ese momento de descalabro, empiezas a verlos en su plenitud con todas sus fisuras y luces y sombras. Son los "apegos feroces" de los que habla Vivian Gornick. Es verdad que hay ferocidad en la forma en la que a veces nos relacionamos.

Vamos a verlo.

(Recreación rápida de una conversación en el rellano)

Tú estás picando el ascensor y tú madre está llenándote la mochila de productos que sabe que tú valoras aunque en ese momento no se lo digas: nueces (siempre son caras), jamón ibérico, crema hidratante Deliplus (te ha repetido que tienes la piel reseca).

— Adiós, cuídate cariño, adiós, abrígate.

Tú estás mirando el móvil o peor: pensando en tus historias. En el mismo momento en el que pierdes de vista a tu madre, piensas que quizás no sabes las noticias recientes de ese ser humano que te ha regalado comida. No le has preguntado (al menos no de forma genuina) cómo está o qué tal su trabajo. Has estado dos horas y media y hace más o menos dos horas que querías largarte de ahí.

Pero justo en el momento en el que pisas un pie en la calle, empiezas a echarla de menos. Casi como una pulsión. Los afectos como apegos rabiosos, como torpes fogonazos, como si fuéramos auténticas inválidas emocionales, igual que describe Gornick los paseos con su madre: “Durante estos paseos no nos queremos, sino que a menudo rabiamos una contra la otra, pero de todas formas paseamos”.

El cómico Aziz Ansari (ya sabemos que lo cancelamos en su momento por macho, pero su retorno es bastante digno) tiene un monólogo en Netflix en el que reflexiona desoladoramente sobre este mismo asunto. Incluso hace el ejercicio de que sumes cuántos días te queda por visitar a tus padres si viven unos 80 o 90 años. Es tristísimo. No lo hagas. Como consuelo: todo el mundo dice que los americanos son más desapegados, así que supongo que estamos un poco a salvo.

A veces cuesta articular una conversación profunda con tus padres. ¿Eres feliz casado con mamá? ¿Te arrepientes de cosas? ¿Cómo estás? ¿Echas de menos algo? Este tipo de conversaciones se atrancan. Se encallan. Da un poco de miedo pensar cuánto no sabremos de las personas con las que hemos pasado tanto tiempo, o las que más dinero han invertido en nosotros. Para ellos tampoco es fácil: el monólogo de Ansari describe un fin de semana regresando a Casa Padres, a la habitación de niño. Solo al final del fin de semana, el padre, en mitad de la despedida, le mira a los ojos fijamente y le dice algo así como:

— ¿Entonces, todo bien, hijo?

Y vuelvo a Ansari despidiéndose de su padre en la puerta de Casa Padres, no estoy ahí pero como si lo estuviera. Siento que los dos se van a derretir, pegajosos. Que se darán un apretón de mano y luego un intento de abrazo que el otro pensará que es un beso y quedarán ahí suspendidos en ese vacío legal que hay entre el beso y el abrazo, momentos suspendidos que son exactamente nada, apenas dos segundos, risa trompicada, golpecitos en la espalda y luego mano recorriendo busto, nuca y cabeza casi como quien palpa, toca, una escultura para visitar de nuevo ciudad, para volverse a ver, ese es más o menos un te quiero, te quiero volver a ver.


Anna Pacheco es periodista y escritora. En la serie de artículos Terror adulto reflexiona sobre precariedad, miedos y sentimientos de una generación que ronda la treintena llena de contradicciones.

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