Crucé el Atlántico. Tomé el tren, el metro, paseé por el mapa y llegue a casa de Nadim, en la parte alta de Manhattan. Era un inmenso bloque de apartamentos y el portero comprobó mis señas: mi anfitrión ya había dado cuenta de mí. Arriba, Nadim me recibió con un gesto amistoso, como si me conociera desde hace tiempo.
Claro que me conocía, pero no en persona: el couchsurfing tiene estas cosas. Quieres ir a una ciudad, husmeas las posibilidades y acabas durmiendo en el sofá –o en una cama, o en el colchón, o en el suelo, o sobre unos cojines– de la persona que te acoge. En más de 200.000 ciudades –sí, 200.000– y con más de diez millones de usuarios, Couchsurfing.com se ha convertido en sus once años de vida en la red de alojamiento altruista que hoy es: además de conocer los lugares de la mano de personas locales, permite ahorrarse dinero –mucho dinero– en un viaje solo apto para viajeros flexibles.
Recientemente recorrí toda la costa de Massachusetts durante tres semanas, aunque comenzando en Nueva York, alojándome día sí y día también echando mano de esta plataforma online donde principalmente se ofrece alojamiento. Pero a veces te invitan a cenar, te llevan de paseo, te sacan de copas y, como me ocurrió, te dejan el coche –“pero déjame el depósito como estaba”.
La idea del couchsurfing comenzó en el año 2004, cuando un grupo de jóvenes mandaron un correo electrónico a unos estudiantes de Islandia. Ser acogido por gente que no conocemos, pensaron, qué idea. La llevaron a cabo y el éxito es evidente. Hoy, además del inmenso mapa de particulares que acogen en sus casas, se organizan eventos, quedadas, fiestas y demás consecuencias de poner en contacto a miles de personas con los mismos intereses.
Pero no siempre es fácil encontrar alojamiento. En mi estancia en Nueva York surfeé en dos apartamentos, pero solicité un trocito de suelo a más de 40. Muchos responden que esos días no pueden, que están ocupados, que ya tienen invitados. Otros contestan pasadas las semanas, los meses, pidiendo perdón por la demora y diciendo, que si vuelves a venir, házmelo saber. A veces, aunque te cueste los ahorros, sería más sencillo acudir directamente a un hotel.
Finalmente, en la primera casa conseguí un sofá y, en la segunda, un colchón. Y esto sin dar demasiadas explicaciones: y digo “demasiadas” porque en el primer caso, donde Nadim, sí tuve que explicar el motivo de mi visita e incluso mis intenciones, aunque poco tuvo que ver con otra solicitud que envié a un potencial anfitrión. Éste quiso saber más de mí; tanto que acabamos hablando por whatssapp y me acabó ofreciendo un masaje. Y yo sin entender nada. O entendiéndolo todo.
Mi viaje por Massachusetts comenzó en Concord, un pequeño pueblo cercano a Boston. Allí me acogió encantado Caroli. Me fue a buscar a la estación de autobuses de Boston después de conducir más de media hora, me saludó sin demasiado énfasis y nos dirigimos a su casa, una acogedora edificación prefabricada que el colegio donde trabajaba surtía a algunos de los profesores.
“¿Qué incluye el couchsurfing?”, me han preguntado a menudo. Y siempre respondo igual: incluye lo que tu anfitrión quiera. A veces te ofrecen comida o desayuno, siempre un lugar donde dormir y a veces, aunque seas un desconocido, te dice aquello de “como si la casa fuera tuya, coge lo que quieras”. Pero otras veces no te dicen nada y, aunque esta red se construya sobre los cimientos de la confianza, uno se queda inmovilizado cuando no te dan explicaciones: entonces se respira cierta contradicción.
Creo que en España el modo de acoger a personas es diferente, como si existiera una responsabilidad y se requiriera de un exceso de atención y formalidades que, en Estados Unidos, no existe. En Newport (Estado de Rhode Island), el inicio de mi ruta costera que me llevó hasta el extremo norte de Massachusetts, Eric me recibió en su casa desvencijada. Me señaló la habitación de invitados, me dijo que tenía que irse a trabajar –era ya de noche cerrada– y no volví a verlo nunca más. A la mañana siguiente me largué de allí dejándole la llave que me había prestado encima de una mesa en una cocina que estaba patas arriba. En casos así uno no sabe a qué atenerse.
Mis sensaciones tampoco cambiaron demasiado en mi siguiente parada, New Bedford, ya en Massachusetts. Había dudado si alojarme en casa de Paul o de Russ, aunque finalmente me incliné por el primero pero me vi en el aparcamiento de una cafetería con el segundo. Mi ruta, que decidí hacerla en un coche alquilado visto los asequibles precios de alquiler y de gasolina, me permitía mayor libertad a la hora de alcanzar aquellos lugares que había planeado y a los que, a muchos, no llegaba el transporte público.
Y a casa de Paul, que llegué con algo de comida en el maletero, lo hice con sobredosis de sospecha. Llamé a la puerta de la casa de este antiguo puerto ballenero –aquí comienza la novela Moby Dick– y apareció un hombre sin camiseta que, a través del cristal, me dijo que avisaría a Paul. Era su hermano. El aspecto del lugar era lúgubre, algo que no ayuda a generar confianza si llegas de invitado a un lugar con el pan de molde, latas de frijoles y una bolsita de manzanas en el maletero y ves que tu anfitrión no sale de casa en los dos días que pasas allí. Mientras, la televisión no deja de escupir noticias económicas ni su ordenador de proyectar los valores de la bolsa, aunque finalmente comprobarás que el fondo tiene mucho más valor que las formas y que nada raro sucede.
Es en ocasiones así, extrañas, cuando alcanzas a comprender tu propia incomprensión de las cosas. No había sido difícil encontrar hospedaje en New Bedford, en el sur del Estado. Apenas había cruzado unas palabras con mi anfitrión antes de que me admitiera –qué lejos aquellos interrogatorios para conseguir cama en Nueva York–, pero al poco tiempo Paul estaba rayando mapas diciéndome cómo llegar a los lugares que quería.
Además de afrontar la tardanza, o el absoluto silencio, en las respuestas de posibles anfitriones, un viaje improvisado a través de couchsurfing también tiene bastante de improvisado e improvistos. Porque no siempre encuentras alojamiento en el lugar exacto que deseas o, simplemente, no existen anfitriones allí: a pesar de las 200.000 ciudades, existen espacios en blanco que nadie cubre.
Con ligera flexibilidad fui subiendo hacia el norte y pasando las noches allá donde iba encontrando un techo provisto por el couchsurfing. En el Cape Cod no fue fácil, principalmente porque este “desnudo brazo curvado de Massachusetts”, como lo definió Henry D. Thoreau en su libro Cape Cod (“el hombro está en Buzzard´s Bay; el codo, o hueso del codo, en Cape Mallebarre; la muñeca en Truro; y el puño arenoso en Provincetown”, dijo también), es pasto de los turistas en verano. En invierno, por su parte, la población se aligera y existe mucho menos ajetreo. Finalmente me acogió en su casa Marcelo, un emigrante brasileño que vivía con su pareja Valerie y las dos hijas de ella en Brewster.
Después de recorrer el sur del cabo, telefoneé a Marcelo desde un restaurante para decirle que me dirigía hacia allí. Pero en un territorio de carreteras laberínticas, bosques, lagunas y casas dispersas, quedamos en una gasolinera. Él me esperaría allí con su furgoneta de carpintero, me dijo. Y allí estaba yo 20 minutos después, con un afectuoso saludo –de nuevo a una persona que solo conocía a través de aquella llamada y de la letra estándar de los pocos mensajes que intercambiamos por la red– dispuesto a seguirle hasta su casa.
Allí cenamos, compartimos confidencias y acabamos tomando unas copas de vino. Le había conocido aquella misma noche en persona, pero ya existía cierta confianza, casi códigos compartidos, a pesar de que desde que regresé este viaje por Estados Unidos no he vuelto a tener contacto con ninguno de ellos. ¿Serán posibles tales oasis de lealtad concentrada?
Al día siguiente subimos por la “muñeca en Truro” hasta “el puño arenoso de Provincetown”. Me acompañó y me guió: el couchsurfing ya no era únicamente una cama –en su casa tenía una genial habitación–; ni siquiera la cena o el desayuno o una noche copas y risas. También el servicio desinteresado de guía por la zona, puesto que yo iba buscando algunos de los faros más representativos del cabo.
Dos días después, Valerie me llevó a comer al hospital donde trabajaba, en Hyannis, de donde partía poco después el barco que tomé hasta la isla de Nantucket. El couchsurfing, que en la fría teoría se sustenta en el alojamiento en casa de desconocidos, en la realidad alcanza hasta donde se estire la complicidad.
Pero quizá quien más me sorprendió (parece que la sorpresa del trato iba en aumento a medida que avanzaba mi viaje) fue mi anfitrión de Nantucket. Me recogió a las puertas de una taberna cercana al puerto de esta isla legendaria de la que partió el barco Pequod, el ballenero que, con rabiosa furia, persiguió a Moby Dick. Eché la mochila a la parte de atrás de la camioneta–jarreaba– y camino de su casa de madera de pino paró a comprar unas cervezas. Mal fario, me auguraban mis prejuicios. Y delirante error.
En su casa Erick acogía a un chico más, que dormía en otra habitación. Nos preparó la cena y, una vez superada la duda inicial, caí en la cuenta de que la generosidad de aquel tipo era tal que él no la cargaba de importancia. Por esa misma razón su mensaje en la plataforma había sido tan breve –apenas un “¿cuándo vienes?” y “aquí tienes sitio”–. Pero sus maneras decían todo lo contrario. Entra y sal cuando quieras, arriba la ducha, afuera la bici, aquí el frigorífico, mañana cenamos con mi amigo David y el jueves te llevo a las seis de la mañana de nuevo al barco.
Y así fue. Yo recorrí la isla en su bicicleta y compré una botella de vino para la cena que compartiríamos con su amigo David, que llegó algo tarde pero trajo una botella de vino argentino, dos rollos de papel de cocina (¿?) y una lata de café molido; también me llevó de regreso al barco después de pasar varios días en su casa con un ligero apretón de manos aunque sin demasiado énfasis, algo que de nuevo chocaba con sus maneras: no movió la camioneta hasta que vio que el revisor había roto mi boleto y yo andaba ya trepando la rampa del transbordador. Agitó la mano, sonreí, y desapareció.
Después de Nantucket era difícil mantener el nivel, por lo que me fue imposible encontrar alojamiento desde la localidad de Sandwich hasta Boston. Decenas de mensajes enviados a Plymouth, a Scituate, a Duxbury, a Quincy, a Boston. Una y otra vez explicando en la cuadrícula de la página web de couchsurfing quién era yo, a qué iba y por qué quería compartir ese tiempo con esa persona. Pero el tiempo se agotaba, las excusas eran variadas y resolví que la mejor manera de hacer noche era de nuevo en Concord, el lugar de mi primera visita. Carol estaría encantada, me dije.
Ella me acogió feliz unos días más. Desde allí iría hasta Gloucester a pasar el día. También a Salem, la ciudad de las brujas, y al resto de la costa. Se ofreció a dejarme el coche y el GPS, así que me deshice del coche de alquiler con el que había subido desde Hyannis, donde desembarqué al llegar de Nantucket; también me desprendí del inmenso mapa de Nueva Inglaterra que había comprado en Nueva York y cuyo nivel de detalle hacía imposible que yo llegara a muchos de los puntos a los que tenía que ir, a menudo al final de carreteras secundarias.
Tras otro puñado de días en su casa de Concord, conviviendo con sus padres y su perro, cenando en el colegio internado del inmenso campus para adolescentes adinerados de la región, mi viaje tocaba a su fin y había que irse. Ella llamó a un compañero que conocía bien el camino al aeropuerto y fuimos al colegio. Allí nos metimos en una furgoneta propiedad del colegio (“muchas veces utilizo mi coche para llevar a los alumnos, así que no pasa nada por coger la furgoneta, que está libre”, se justificó) y me bajé en el Logan Airport de Boston. Ella apenas me abrazó, pero yo me sentí muy en deuda con Carolina y con cada una de las personas que, sin importancia, me dieron todo a cambio de nada.