Ghost in the Shell es un manga futurista, ambientado en un Japón ciberpunk de mediados del s. XXI, del que Dreamworks prepara una adaptación cinematográfica. La compañía ha publicado recientemente algunas de las primeras imágenes del filme, donde se ve que la protagonista es Scarlett Johansson. La fotografía ha levantado ampollas, porque si bien en el original el personaje de la mayor Motoko Kusanagi es una cíborg japonesa, Johansson, como saben, es una mujer blanca.
No es el único caso parecido que se ha dado en los últimos tiempos: en la adaptación al cine del cómic de Marvel Doctor Strange, que prepara Paramount, un personaje masculino y tibetano se transforma por arte de magia en una mujer también blanca: Tilda Swinton.
No son los primeros casos de un fenómeno que se ha dado en llamar whitewashing: la utilización de actores blancos para interpretar a personajes de otras razas, lo que muchos consideran como una práctica racista. La cosa tiene su historia: por ejemplo, ya en la clásica Desayuno con diamantes (Blake Edwards, 1961), Mickey Rooney interpreta a un personaje japonés. En El conquistador (1956) el muy estadounidense John Wayne se transmuta en el emperador mongol Gengis Kan. También causó controversia que en la reciente Cantinflas fuera Óscar Jaenada, un actor español, el que encarnará al cómico mexicano.
Se dan los casos inversos: un personaje blanco que se transforma en negro (u otra raza). Tal vez el caso más célebre sea el de Halle Berry interpretando a la pálida Catwoman del universo de Batman. En el mundo de las anécdotas celtibéricas también se produce un curioso fenómeno, que parece que empieza a cambiar: el de los Baltasares de las cabalgatas de Reyes Magos que son blancos con la cara pintada de negro.
Como decimos, hay quien ve en estas elecciones una tendencia racista dentro de la industria del cine. Otros argumentan que no importa el color de la piel: si un actor se revela como el adecuado para interpretar a un personaje no importa que su raza (o sexo) no coincida con la original. Es un tema peliagudo, pues también se puede considerar que buena parte de la identidad de un personaje (y de una persona) radica precisamente en su raza y que el cambio se hace por otros oscuros (o pálidos) motivos. ¿No hay una actriz asiática suficientemente buena para hacer de la cíborg japonesa que interpreta Scarlett Johansson en Ghost in the Shell? (por cierto, todavía no se encuentran muchos cíborgs en el gremio actoral).
La apropiación cultural
Un fenómeno relacionado con el whitewashing es el de la apropiación cultural, que se podría plantear así: ¿Es ético que el joven y níveo Justin Bieber, con su acomodada (a la par que complicada) vida de superestrella del mainstream, haya incluido recientemente en su peinado elementos como las rastas (rubias, para más detalle)? Los críticos del llamado apropiacionismo cultural ven con malos ojos que se adopten elementos de una cultura o subcultura, en este caso la rastafari, si se hace desde una posición dominante y de forma banal, como parece ser el caso del joven cantante. Si el whitewashing borra el rastro de otras razas, el apropiacionismo toma elementos de otras culturas y los saca de contexto.
Por supuesto, Bieber no es el único en esto del apropiacionismo, que tiene una larga historia y ejemplos frecuentes que suelen levantar cierto revuelo (allí donde lo levantan): Katy Perry luciendo un abigarrado kimono, Gwen Stefani adoptando prendas latinas o japonesas o Selena Gómez ataviada al estilo hindú. Lo más curioso: Miley Cyrus bailando tweerking, que, al parecer, es una adaptación de un baile africano reintroducido en Estados Unidos por Nueva Orleans.
Pero todo esto no quiere decir que diferentes culturas y subculturas no puedan intercambiar elementos de forma natural y tengan que vivir en compartimentos estancos, sobre todo en un mundo globalizado en el que el mestizaje parece inevitable. Los críticos del apropiacionismo no critican el intercambio cultural, sino a esa apropiación (¿indebida?) que vacía de sentido los símbolos, los deforma o crea estereotipos sobre otras culturas que muchas veces son deshumanizantes o despreciativos. Aunque a veces la frontera entre el intercambio y el apropiacionismo puede ser muy difusa.
También se da entre la cultura mainstream y ciertas subculturas: se dice que el punk murió definitivamente cuando en los ochenta se empezaron a vender camisetas rotas y muñequeras con tachuelas en centros comerciales. Hoy por hoy se pueden encontrar camisetas de grupos heavies y punks (Iron Maiden, Mötorhead, The Clash) en grandes cadenas textiles como Inditex y recientemente Barei, fallida representante de España en Eurovisión, posaba con la celebérrima camiseta de los Ramones (un grupo que, por lo demás, tuvo más éxito vendiendo camisetas que discos).
Así se ofrecen los símbolos de estas subculturas bien desinfectados de todo su potencial antagonista, aptos para el limpio consumo de masas. Siendo audaces podríamos hablar de apropiacionismo de lo que para muchos supone la cultura gay (y que muchos homosexuales rechazan por su uniformización y banalidad): el espíritu festivo, el diseño, el barrio de Chueca, la modernez en general y cierto amaneramiento (piensen por ejemplo en Mario Vaquerizo, casi una caricatura). Se ha llegado a ver en programas de televisión a autodenominados “galleteros” (gay heteros): hombres heterosexuales que desean vivir y ser como se supone (burdamente) que viven y son los homosexuales hoy en día, sobre todo en las grandes ciudades.
El periodista musical Víctor Lenore cargaba en su polémico libro Indies, hipsters y gafapastas. Crónica de una dominación cultural (Capitán Swing) contra este tipo de prácticas apropiacionistas, encarnadas, sobre todo, en la figura del productor musical Diplo, que gusta de tomar ritmos de países africanos, guetos estadounidenses o favelas brasileñas. Es decir, recurre a la música de los pobres del mundo para vendérsela a los ricos, pero bien limpia de todo conflicto. El hip hop fue en algún tiempo la CNN del gueto, como le gusta recordar a Lenore. Hoy algunos raperos superestrellas (como Kanye West) se codean con la alta sociedad y llevan vida de multimillonarios (porque lo son).
Lo importante a la hora de adoptar elementos de otras culturas, dicen los críticos del apropiacionismo, es hacerlo con respeto. Un ejemplo clásico de apropiación indecorosa son los populares disfraces de indios estadounidenses que se suelen ver en las fiestas de carnaval o Halloween. En ellas se da una imagen estereotipada de este colectivo (que por lo demás fue objeto de un clamoroso genocidio) que en ocasiones parece pertenecer más al territorio de la fantasía que a la realidad (la realidad es que los pueblos nativos de los Estados Unidos viven diezmados en reservas llenas de problemas).
En resumen, el mejor consejo para no caer en el apropiacionismo podría ser: adopte usted lo que quiera, pero con conocimiento y respeto.