Cuando mi madre estaba embarazada de mí, mis padres tenían dos nombres pensados (era 1971 en San Fernando de Cádiz y no había ecografías). Si era niño me llamarían Gabriel José y Patricia si era niña. El médico que atendió mi parto no vio testículos por ningún lado y le pareció reconocer una vagina. Me creyeron niña. Mi padre, militar, y mi madre, ama de casa, me bautizaron Patricia.
Pero yo no me sentía para nada como niña. Lo que quería era echar partidos de fútbol, estar con otros niños y ser uno más. A sus ojos yo era la marimacho del cole y se encargaban de dejarme claro su desprecio con insultos, empujones, escupitajos y todo tipo de acoso.
Entonces llegó la pubertad. Os podéis imaginar el momento. Me daba pavor que me empezasen a salir pechos y me viniera el periodo, porque yo me pensaba en masculino. Mi cuerpo me dio la razón. Mis testículos, que siempre habían estado ahí pero escondidos en las ingles, se dejaron ver. Lo que pareció un clítoris al nacer era en realidad un micropene y creció junto al vello, la barba y el bigote. Por un lado fue maravilloso. ¡Por fin iba a convertirme en lo que siempre había querido ser! Socialmente, sin embargo, fue la debacle. Si ya había probado el bullying, a partir de ahí aterricé en el infierno. Fueron años horribles de acoso, humillaciones e insultos.
No tuve apoyo de ningún adulto. Al contrario, el acoso que sufrí en mi pueblo era tan terrible que algunos padres se entrometían y les decían a los padres de los pocos amigos que tenía que les prohibieran juntarse conmigo. En el colegio las humillaciones ocurrían en clase, en los pasillos, en el patio, en las fiestas. Y nadie hizo nada. Mi vida se resumía en tres palabras: nunca, nadie, nada. Porque nunca nadie hizo nada por mí. Crecí con la certeza de que yo mismo era lo único que tenía.
Con 16 años empecé a buscar información y la encontré en el Libro de la vida sexual de López Ibor. Era tremendo. El típico libro que estaba en todas las casas de recién casados de los sesenta. Pero tenía un apartado en el que hablaba de malformaciones -sí, con ese léxico y ese enfoque- en el que por fin descubrí qué coño me pasaba a mí. Me lo apunté en un papel y lo leí mil veces. Me lo sabía de memoria, pero lo volvía a leer una y otra vez por el placer de saber que yo tenía una explicación, aunque no lo comenté con nadie por miedo (¡tenía tanto miedo a todo!).
Tiempo después me pudo la necesidad de expresarlo y lo compartí con mis amigos. Empezaron a llamarme Gabriel y yo empecé a vivir mi sexo socialmente. A mis padres me costó más contárselo y cuando lo hice, no hubo oposición por su parte, pero sí dejadez. No sabían cómo afrontarlo, se les hizo demasiado grande.
A los 18 años fui al médico y por fin me diagnosticaron. Nací con órganos intersexuales. Por cierto, aclaración: no hay personas intersexuales, sino personas que nacen con genitales intersexuales, que además pueden tener formas muy distintas. El médico que atendió a mi madre se había equivocado al adjudicarme un sexo al nacer y confundió un hipospadias con una vagina. Todo mi ser funcionaba en masculino, pero esa pequeña parte del cuerpo que se utiliza para identificar el sexo, en mi caso, había estado confusa y parecía femenina.
A partir de ahí empecé el proceso de cambiar mi nombre legal y ser yo mismo. Curiosamente, en paralelo los acosadores cambiaron de actitud. Yo lo que quería era huir del infierno, salir de esa mierda, pero sin darme cuenta por primera vez fui asertivo y empezaron a tratarme con respeto. Los matones quieren una víctima fácil, pero cuando ven que alguien se hace respetar, buscan otro blanco. Y al final, aunque esto lo aprendí con el tiempo (años después algunos se disculparon), el acoso va más allá del odio hacia una persona: no era yo ni era mi culpa, era su inmadurez y su conducta infantil.
Después de aclarar por fin mi identidad salí con una chica mucho tiempo. Estuvimos juntos once años, pero no os creáis que mi historia termina ahí. A los dos o tres años de estar con ella me di cuenta de que me gustaban los chicos. Yo era el raro de los raros y me tocó la vida más excepcional (y la que más me ha enseñado). Como le digo a mis amigos ahora que he superado el estigma de las palabras, “nací hermafrodita y maricón, así que ya me las sé todas”.
Bromas aparte, fue un momento difícil. De pequeño me había gustado un chico, pero en realidad que a Patricia le gustase un niño no generaba ningún conflicto. Luego, en mi adolescencia, fue todo demasiado confuso como para pararme a pensar en mi orientación sexual. Uno se da cuenta de que es diferente cuando toma conciencia de que no es lo que se espera de él y eso me sucedió más adelante.
Cuando pensaba en chicos creía que en realidad estaba traumatizado por todo lo que había vivido, pero no que era gay. Sin embargo, cada vez más, si mi novia estaba de viaje, veía porno gay y chateaba con hombres. Entonces empezaron la culpabilidad y las preguntas. ¿Por qué me tiene que ocurrir esto también a mí? ¿No era suficiente todo lo demás?
Llegué a los 30 en crisis y la relación finalmente se rompió. Y comenzó otra fase, la de experimentar el sexo y las relaciones sentimentales con hombres. Junto a otro proceso, el de autoaceptación y salida del armario. Dos años después, con 32, tuve mi primera relación con un chico. Después me mudé a Barcelona, me quité definitivamente todo el lastre y empecé a trabajar en psicología afirmativa gay, que era algo que en España no se hacía. A mí, los demás psicólogos nunca supieron por dónde cogerme (y los entiendo) pero nunca encontré un profesional que me pudiera ayudar. La psicología para mí es pura vocación, una pasión y he conseguido que me sirviera de ayuda primero a mí y, luego, a mi comunidad.
Por suerte las cosas han cambiado mucho para los que nacemos con interesexualidad. Antes era habitual que los médicos mutilasen los genitales para estandarizarlos, pero desde 2006 esto no se hace (o, al menos, no se debería si se siguen los protocolos internacionales). Estos reglamentos impiden que se intervenga a no ser que la vida del bebé corra peligro o si se afecta a la función renal (o si no puede expulsar el pis, por ejemplo). Pero en general ahora se entiende que son genitales distintos y son perfectos tal como son.
A los niños que estén pasando por algo parecido a lo que pasé yo y a los padres que se encuentren confusos, les aconsejaría, antes de nada, buscar a personas que estén en su misma situación. Y a todos les diría que se lo tomen con calma, que no hay prisa. Los niños, que intenten ver la vida como algo que va mucho más allá de mañana. Los padres, que aprendan a vivir con la incertidumbre y que no tengan prisa por catalogar ni por pasar por una intervención. Ya habrá tiempo.
Hay una técnica japonesa, el Kintsugi, que consiste en recomponer con metales preciosos (oro, plata o platino) piezas de cerámica que se han roto. La filosofía detrás es que no hay que disimular las heridas de esa pieza rota, sino que tiene una historia que contar, ha vivido más que las otras y eso le da más valor. Pensadlo.
Gabriel J. Martín acaba de publicar Quiérete mucho, maricón
Este texto lo redactó Gloria Rodríguez-Pina después de entrevistar a Gabriel J. Martín.