Es habitual toparse en redes sociales con gente que lamenta cómo vamos en transporte público absorbidos por nuestros móviles. Algunos sugieren que estos teléfonos conectados a internet han terminado con nuestro deseo de buscar conversación, de establecer contacto humano. Por no hablar del daño que han hecho a la cultura, al desplazar de nuestras manos novelas, poemarios, ensayos, diccionarios de latín y griego, y sustituirlos por el penúltimo chiste que se comparte en redes sociales.
Estos temores pueden parecer exagerados. Pero no lo son. Hasta la llegada de los teléfonos móviles, metros y autobuses eran comparables a las ágoras de las polis griegas. En los vagones del metro se han debatido ideas, comentado arte e iniciado romances. Al fin y al cabo, ¿a quién no le apetece hablar con un desconocido a las siete de la mañana? Quien no me crea puede leer estos ejemplos absolutamente verídicos que viví personalmente y que no son ni mucho menos inventados.
1. El día que refutamos a Kant
El 17 de octubre de 1994 iba en la línea 5 del metro de Barcelona, dirección Cornellà, cuando un señor con barba muy espesa me agarró del brazo.
-¡Kant estaba equivocado!
-¿En qué, por Dios, en qué? -contesté alarmado, con el corazón a punto de escaparse de mi boca por culpa de la tensión. ¿Qué error podría haber cometido Kant y, lo que es peor, qué error se me había escapado en mis varias lecturas de sus diferentes Críticas, tanto la de la razón pura como la de la razón práctica?
-¡El imperativo categórico!
-¡No puede ser!
El hombre me lo intentó explicar durante todo el trayecto a Cornellà, pero como no me quedó claro, dimos la vuelta y partimos en dirección Horta. Para entonces ya se nos habían unido varios pasajeros y todos discutíamos acaloradamente, pero en orden.
-¿Pero cómo no voy a poder mentir para salvar la vida de alguien?
-¡Si es categórico, es absoluto, no puede haber condiciones ni excepciones!
-¡Kant nos dice qué hacer, pero no por qué!
-¿Y si dos personas creen actuar de acuerdo con el imperativo categórico, pero no están de acuerdo entre sí?
La conversación se alargó durante horas, con el metro ya cerrado y los empleados trayéndonos té y ofreciendo interesantes aportaciones. A las cuatro de la mañana, con la corbata desanudada y la camisa por fuera del pantalón, lo vi claro.
-Dios mío, es cierto… Hemos refutado a Kant.
El resultado de este simposio se recogió en el volumen que yo mismo edité, El imperativo categórico de Kant, refutado en la línea 5 del metro de Barcelona. Está publicado por la Universidad Autónoma de Barcelona, en edición no venal de 1996.
No veo al profesor Mateo -así se llamaba el autor de esta refutación- desde 2004, cuando nos volvimos a encontrar en el metro.
-Disculpa, no te había reconocido -me dijo, despegando sus ojos vidriosos de un iPhone-. Estaba mirando chistes de una página de memes de filosofía que sigo en Facebook.
Salí del vagón llorando.
2. El cinefórum del metro de Madrid
Los más jóvenes no lo recordarán, pero todos los jueves la línea 1 del metro de Madrid organizaba cinefórums. El primer vagón de cada tren emitía una película cada semana, que luego los asistentes comentábamos. Vi clásicos como La diligencia, Los siete samuráis y La noche del cazador. Por desgracia me expulsaron durante el ciclo dedicado a Bergman. En concreto, durante la proyección de Fanny y Alexander, por gritar que si veía otra escena de un puñetero arroyo sueco más, quemaba el vagón.
El cinefórum se canceló en 1998, coincidiendo con el lanzamiento del Nokia 6610, el primero que venía con el juego Snake.
3. ¿Prefieres un violonchelo o la canción del verano?
Por cierto, ahora va todo el mundo escuchando música en el móvil sin ponerse los altavoces, pero en mi época los más escandalosos eran los que se llevaban sus instrumentos y ensayaban de camino al conservatorio. Por lo general, tocaban piezas de Bach, que estaba muy de moda por aquel entonces entre los jóvenes. Lo peor era cuando se juntaban varios y montaban un cuarteto de cuerda.
4. El viaje más largo
Gracias a un autobús nocturno viví una magnífica aventura el verano de 1995. Hoy en día, todo el mundo estaría con sus teléfonos, colgando fotos de la magdalenas en Instagram o lo que quiera que hagan los jóvenes. Pero aquella madrugada vivimos un momento de exaltación de la amistad entre desconocidos que acabó con una proposición que cambiaría nuestras vidas.
-¡No hay huevos de irnos todos a Berlín a pasar el verano!
-¿Que no hay huevos? -contestó el conductor.
Solo el trayecto a Alemania nos llevó casi una semana, ya que decidimos parar un par de días en París y visitar el Louvre. Nos hizo de guía Roberto, un joven estudiante de arte que no venía de beber, sino de hincar los codos en la biblioteca. No acabó la carrera: se abrió una cuenta en Twitter y ya no hace más que quejarse de los políticos. Se gana la vida con tuits publicitarios.
Dejemos esta triste historia y volvamos al viaje: para cuando llegamos a Berlín, Olga y yo ya estábamos enamorados. Nos casamos en cuanto volvimos de Alemania, aunque nos divorciaríamos solo dos años más tarde. Olga instaló internet en nuestro hogar y se hizo adicta a los chats de IRC. Murió atropellada en 2013: no vio venir un camión al estar buscando novio en Tinder.
5. El vagón de los artistas
Hoy en día, el AVE ofrece un vagón en silencio, a pesar de que lo único que se oye en todo el tren es el ruido de los pulgares sobre las pantallas de los teléfonos móviles y el irritante silbido de los mensajes entrantes de WhatsApp.
En los años 90, antes de que estos aparatitos nos convirtieran en sociópatas marginados y marginadores, el Talgo Barcelona-Burgos fue pionero en su Vagón Taller de Artes Escénicas. Allí nos juntábamos para escribir pequeñas obras teatrales experimentales que después representábamos para el resto de pasajeros.
Una de las obras en las que tuve la suerte de participar, El tren de la vida, gozó de cierto éxito, llegando a representarse en el Young Vic de Londres durante tres semanas. Las críticas fueron muy positivas: se llegó a apuntar que este montaje era absolutamente rompedor (“jamás vi cosa semejante”) y que podía llevar a que el espectador reevaluara su vida (“esta obra es un sinsentido que ha hecho que me replantee por qué me dedico a la crítica teatral”).
6. Cambiando la historia
La Política, con mayúsculas, también tenía su hueco en el transporte público. Recuerdo una ocasión en el tranvía de Madrid, cuando tres pasajeros y yo le escribimos un discurso a Don Práxedes Mateo Sagasta, que por aquel entonces tenía una leve gripe que le impedía emplear a fondo sus habituales armas retóricas.
Los historiadores lo recordarán, es el que comenzaba: “Cuando se me concedió la palabra, pensé no hablar, al ver lo desiertos que se hallaban los bancos”.
El propio Sagasta me felicitó personalmente cuando me lo encontré en el tranvía de vuelta.
-Me han hecho un favor. Tenía uno escrito, pero solo decía: “Endevé, que no hay nadie, hay que tener narices. Anda que no”. Les felicito. Hoy en día parece que se ha perdido el arte de la conversación en el tranvía. Fíjese, todo el mundo va leyendo el periódico.
Aturdido por la emoción, solo pude decirle:
-¡Práxedes es un nombre muy gracioso!