El pasado domingo salimos de Madrid para colaborar en la extinción del incendio en Portugal. Y cuando aún quedaban 50 kilómetros para llegar a nuestro destino, hicimos una parada para que repostaran nuestros vehículos. Pese a la distancia, la zona ya se encontraba impregnada por el humo. Ahí nuestros propios sentidos nos permitieron comprender la magnitud del incendio al que nos enfrentábamos.
Otros detalles, como por ejemplo que nuestro equipo careciese del respaldo de medios aéreos, también nos permitieron tomar conciencia del tamaño del desastre. Normalmente, los medios aéreos se guardan para las zonas más complicadas. Si la zona que nos correspondía estaba siendo presa de unas llamas voraces y no se consideraba prioritaria, ¿cómo sería la estampa en aquellos lugares para los que se reservaron los medios aéreos?
Pero, sin lugar a dudas, el dato más aterrador es que las llamas se hubiesen cobrado la vida de 64 personas. Yo ya me había enfrentado a dos incendios forestales de condiciones parecidas, en Galicia y en la Comunidad Valenciana. Pero en ningún caso hubo tantos muertos. Normalmente, las autoridades suelen contar con tiempo suficiente para el desalojo de los núcleos habitados. Sin embargo, la enrevesada topografía de la zona ha hecho que, lamentablemente, en este caso fuera imposible.
Desde el domingo hasta el jueves, he sido el responsable de dirigir el equipo del Ericam que ha colaborado en la extinción del fuego en las regiones portuguesas de Pedrógão Grande y Góis. El Ericam es el equipo de respuesta inmediata de la Comunidad de Madrid, está compuesto por profesionales que se inscriben como voluntarios, y atiende emergencias tanto nacionales como internacionales. En el caso portugués, nuestra dotación estuvo compuesta por 28 bomberos y tres sanitarios.
Si hubiese que definir nuestro trabajo con una palabra, quizás elegiría "intensidad". Cuando los encargados de coordinación te asignan una zona, te vuelcas en ella. Estás en primera línea, pero tampoco tienes conciencia de cómo se está comportando el fuego en otros lugares. Cuando, a lo lejos, distingues áreas incendiadas, solo te queda desear que algunos compañeros estén controlando la situación y que las llamas no alcancen ningún pueblo. Y seguir trabajando en tu zona asignada.
La intensidad del trabajo es tal que no deja lugar para celebrar pequeñas victorias. Si lográbamos controlar un foco, al siguiente minuto ya estábamos pensando en nuestro próximo movimiento. A veces, la única medida del tiempo es el número de botellas vacías de agua que se acumulan a tus espaldas. ¿Cuánto tiempo llevaremos aquí para que cada uno de nosotros se haya bebido más de cinco litros de agua?
Por suerte, en la zona que se nos asignó, no hallamos ningún cadáver. Y tampoco tuvimos que desalojar ninguna población. Pudimos centrarnos exclusivamente en las llamas. Eso sí, nos encontramos con algunas casas devastadas. Y, al verlas, es inevitable pensar en el drama que estarán atravesando quienes se vieron obligados a abandonar sus hogares para salvaguardar sus vidas.
Como digo, en Portugal, no tuvimos que desalojar ninguna vivienda, porque sus habitantes ya lo habían hecho. Pero cuando colaboré en la extinción de los incendios en Galicia, vi a una pareja de guardias civiles solicitando a los vecinos que se marchasen porque la situación era desesperada. Como no les hacían caso, los guardias civiles tuvieron que pedir refuerzos. Los habitantes preferían quedarse, consumirse dentro, con sus casas y con sus recuerdos.
La solidaridad de los portugueses se convirtió en un oasis en mitad de tanta destrucción. En algunos momentos, los sanitarios se quedaban en la retaguardia, normalmente en los núcleos urbanos más próximos. Y entonces, como surgidos de la nada, los vecinos les entregaban cajas de naranjas y de ciruelas. Y las imperfecciones de aquellas naranjas demostraban que procedían de sus huertos, que no eran un producto de supermercado, y que las habían recogido exclusivamente para nosotros. Si el sabor de una naranja ya es irresistible, imaginad si os la entregan con tanto cariño.
Entre mis funciones como responsable del equipo, cada mañana, antes de ponernos en marcha, me acercaba al puesto de mando para recibir instrucciones. Y, al término de cada jornada, lo mismo: me dirigía al mismo lugar para informar a los coordinadores de nuestras actividades. Entonces, ya cumplida mi labor, regresaba al campamento. Y me encontraba con que todos mis compañeros dormían como troncos, absolutamente extenuados, tras doce horas de trabajo, incapaces de aguantar más rato despiertos.
En un principio, las autoridades portuguesas habían dispuesto unas instalaciones magníficas para nuestro descanso. Pero ahí tomé una de mis primeras decisiones: pese al aire acondicionado y las sábanas limpias, aquellas instalaciones se encontraban a 80 kilómetros del incendio, así que nos trasladamos al parque de bomberos de Alvares, donde encontramos acomodo sobre colchonetas, desperdigados en su salón de actos, pero mucho más cerca del área afectada. Lamenté aquella decisión por mis compañeros, que se merecían el mejor de los descansos. Pero lo comprendieron a la perfección. Solo es una muestra, y quizás no la más importante, de su enorme compromiso. No me veo capaz de expresar con palabras lo agradecido que me siento con un equipo tan magnífico.
Y lo mismo me ocurre con los equipos de extinción portugueses. Gracias a ellos pudimos solventar una de la situaciones más extremas. El pasado martes, muy cerca de la población de Folgares, casi no teníamos agua cuando el fuego llegó a copas, lo que significa que alcanzó la parte más alta de los árboles, con llamas de unos veinte metros. La oportuna llegada de una cisterna portuguesa logró impedir, en el último suspiro, que las llamas alcanzaran el núcleo habitado.
A raíz de nuestro trabajo, la gente nos ha llamado "héroes", pero no es una etiqueta con la que los bomberos nos sintamos cómodos, porque nos limitamos a cumplir con nuestro deber. Ahora bien, al apoyo de la población local, este año se ha sumado un apoyo tremendo a través de las redes sociales. Apenas contábamos con cobertura, pero sí teníamos la suficiente para enterarnos de que la gente nos animaba en masa. En momentos así, nos sentíamos muy honrados de que nos llamasen "héroes", porque sabíamos que solo era una manera de trasladarnos su agradecimiento.
En uno de nuestros descansos, también hablamos de una fotografía que nos llegó por redes sociales y que, por lo visto, se volvió muy popular durante los incendios. En ella, un grupo de bomberos se tomaban un respiro de 25 minutos mientras sus camiones se llenaban de agua. En un primer momento, pensamos que la imagen podría malinterpretarse, y que podría enviar una idea equivocada sobre la intensidad de nuestra labor. Pero nos llenó de alegría saber que la gente la había comprendido y que era consciente de que, en mitad de tanto cansancio, cualquier instante es bueno para recargar energías.
El pasado jueves regresamos a Madrid por la noche, después unos días frenéticos. El regreso nunca es sencillo. Por un lado, sientes el impulso de quedarte y de ayudar más a quienes lo necesitan. Por otro, el cansancio ya pesa demasiado y puede jugar malas pasadas. Con el paso de los días, cada vez te sientes más confiado. Y, en esta profesión, nunca hay que perder un punto de inseguridad que te mantenga apartado de los riesgos innecesarios.
La vuelta no es sencilla, además, por otras razones. Después de algunas extinciones, he pasado tres noches sin conciliar el sueño. En plena madrugada, el cuerpo se despierta exaltado, pendiente de unas llamas que solo existen en tu cabeza. Son los últimos coletazos de una actividad tan intensa.
Texto redactado por Álvaro Llorca tras entrevistas personales a Aitor Soler.